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AcordeónPara una arqueología del vestigio

Para una arqueología del vestigio

 

A Ruth, con quien visité las ruinas,
y a Marc Ozilou

 

Este artículo, que no lo es, responde al comentario de un hombre sabio, creyente y experto medievalista, gran autoridad en el pensamiento de San Buenaventura.

A propósito de las imágenes que tomé de una ermita en ruinas, escribí: “Una manera de ver las cosas permite no verlas de otras maneras posibles. Eso no significa que las cosas se dejen ver de cualquier manera. El límite DA permiso. En ese momento, dejamos de ver cosas: límites. Lo que explica este fervor tan nuestro por las ruinas, que nos ven, nos delimitan, nos ‘ilimitan’ a su manera”. A lo que Marc Ozilou, tras aludir a Schelling y a Hegel, maestros indiscutibles en el concepto y la dialéctica del LÍMITE, respondió: “Aceptamos el límite para encontrarnos a nosotros mismos. Sin embargo, el límite que nos define no debe ser una respuesta –como la ‘definición’ en Aristóteles– sino una pregunta que ‘abre’, como el marco de la ventana. Abre nuestro horizonte, así como el ‘puente’ es lo que crea el lugar (Heidegger). Por eso me gusta mucho la idea de ‘vestigio’ (‘ruina’ tiene un sentido negativo). El vestigio es el rastro dejado allí de lo que era antiguamente. Un lugar en el tiempo. Llegados a este punto, hay dos soluciones posibles, creo: la solución genealógica y la solución arqueológica. La genealogía nos propone un (eterno) regreso, nos renueva –sin parar– en el tiempo. En cuanto a mí, elijo el ‘lugar’, la arqueología del lugar, del rastro” [traducido del francés]. Finalmente, Ozilou alude a Platón, quien a su vez cita a Hesíodo (Los trabajos y los días) “cuando decía que, en cierto modo, la mitad era más que el todo” (República, 466 c).

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En mitad de nuestro intercambio, devoré un breve ensayo de George Santayana, Platonismo y vida espiritual, que me pareció caído del cielo, aunque la metáfora sea, en aras de la verdad, tan inexacta como oportuna. Afirma Santayana: “No es que yo ame lo que amo porque otras personas lo amen, si soy un espíritu libre, ni porque yo lo haya amado siempre o lo deba amar en el futuro, sino que lo amo porque es bello tal y como ahora lo veo. Tal es la certeza que es propia de la vida, de la actualidad, de la intuición: el resto es tedio del espíritu y una carga para el cuerpo” [traducción de Daniel Moreno en Mínima Trotta: Madrid, 2006].

Así fue, dada esta coalición de elementos sabios (me refiero a los discursos de Santayana y Ozilou), que añadí mi comentario. A tenor de la acogida que tuvo –pues se trató, advierto ahora, de una conversación en “la red”, en la que también se pescan amistades fabulosas–, me animo, con el permiso de Marc, a publicarlo tal cual se produjo.

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A continuación, pues, mi respuesta, promovida por el comentario del amigo francés. Me parece que, de acuerdo con su naturaleza, tratándose de anotaciones, alguien puede encontrar algo más importante que la retórica del que pretende un estilo; como lo es, a mi juicio, la verdad de una aproximación teológica (en absoluto dogmática). Ninguna otra intención me mueve y a cualquier prurito renuncio. Puesto que Marc no ha tenido ocasión de pulir su comentario, que en mi opinión transpira perfección, tampoco yo lo haré con el mío, cuasi telegráfico, asumiendo sus vacíos y defectos.

Lo que estremece de la ruina es precisamente que siga en pie, lo que en ella hay de vestigio, lugar o puente. Lo que “vive” y llama a pesar de la historicidad.

Cuando Santo Tomás o los tomistas distinguen entre “imagen” y “vestigio”, por ejemplo, olvidan algo esencial que les permite (nos permite) delimitar lo humano con cierto aire de grandeza que un franciscano jamás se permitiría. La “actualidad” lleva en su seno lo antiguo como novedad. El ser humano no es un animal demasiado antiguo; quizá por eso tiende a imaginar.

¿Y esto es “arkhé”: lo que no deja de ser, aquello a lo que seguir el rastro o cuyo rastro seremos tal vez?

Esto último puede inducir a la melancolía: el rastro sin rostro de uno mismo. Imaginarlo es realmente imposible, a menos que alguien pueda amarse en vida como estando ya muerto. Creo que ahí se encuentra la clave (no es ningún descubrimiento) para entender la tesis central de San Pablo: sin resurrección, la fe es vana.

Pero esta clave puede leerse de dos maneras: genealógicamente, y entonces seguimos dando vueltas dentro del tiempo (incluida la “vida eterna”); o arqueológicamente, y entonces la imagen cede al vestigio y el vestigio a la actualidad. Esta posibilidad es el consuelo, casi científico, del espíritu poético. También es el principio de una teología muy humilde, con poco que ofrecer más allá de la simple verdad: aquí estamos. ¿Qué hacemos? Basta con hacer “la mitad”, que vale más que “el todo”.

No he añadido ni quitado nada, si bien me lamento de no haber citado a Walter Benjamin, de algún modo presente en mi respuesta, como se habrá percatado cualquiera que lo conozca (yo me di cuenta después). Sí debo, por formalidad, rematar la transcripción con algunas observaciones.

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En lo referente a la diferencia entre vestigio (criaturas irracionales) e imagen (el ser humano dotado de entendimiento y voluntad: “a imagen de Dios”), la alusión a los tomistas quizá no sea del todo acertada. No porque ellos no la defiendan (se trata de una distinción teológicamente interiorizada), sino porque son pocos, dentro o fuera del círculo de Tomás, los que abundan en lo que el vestigio tiene de puente, de horizonte, aun admitiendo la diferencia. Mi comentario solo pretende remarcar ese aspecto vivificador del lugar aparentemente muerto, según la idea que se sigue de la intervención de Marc Ozilou. El amor franciscano a la naturaleza, sin entrar en matices chestertonianos, tiende un puente que devuelve la imagen al vestigio.

Existe la expresión: “turismo espiritual”. El rechazo inmediato que nos produce, compatible con una sonrisa irónica, tiene que ver con el hecho de que nos pongamos al margen –como al margen– cuando contemplamos, en medio de una aglomeración, un objeto antiguo: un paisaje espectacular, un magnífico edificio, una obra de arte. No percibimos ni un alma a nuestro alrededor, pero los otros tampoco reconocen la nuestra. Es lo propio de los museos, cerrados o al aire libre. De las ciudades-museo. De los entornos naturalísimamente explotados. La musealización de la existencia: la prisa por aquietar los vestigios, convirtiéndolos en imágenes. El amor a la naturaleza, incluida la cultura, incluidos los usos de la paz organizada y las fumarolas de una violencia siempre latente, puede devolvernos una imagen menos elevada de nosotros mismos. Es el amor a lo que germina, distinto de la afición a los espacios verdes y a toda forma de mitologización naturalista. Menos que un “aprender a morir”, a la manera platónica, es un aprehender lo mortal (también sub specie aeternitatis, al modo de Spinoza). Viéndonos como espectadores de ruinas, nos contemplamos a la vez como futuros vestigios para otros espectadores (si somos capaces de respetar nuestra huella, la pista que otros seguirán). Así damos a los inexistentes la oportunidad de que existan y nos encuentren, den con el rastro: existan, vean y –llegado el momento– pasen. Doblar la línea del tiempo, como si fuera un tubo, exige una habilidad circular. Por otra parte… ¿Qué es una ventana en ruinas? No digamos “en ruinas”.

Aceptemos la solución arqueológica de Ozilou. ¿De qué es vestigio una ventana?

La ventana tiene como función abrir la mirada, despabilar la vista. También permite que entre el aire.

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La imagen es la actualidad del vestigio. La frase pierde misterio si entendemos que, gracias al marco, las imágenes aparecen delimitadas. Lo antiguo nos devuelve el presente, al presente, desde un punto de vista arqueológico: “porque es bello tal y como ahora lo veo”, afirma Santayana. Seguimos el rastro de la mirada. Los límites nunca están bien claros. Un país, una lengua, un amor, una doctrina, son maneras de ver las cosas que topan con su propia definición. Pero, dice Ozilou, “el límite que nos define no debe ser una respuesta –como la ‘definición’ en Aristóteles– sino una pregunta que ‘abre’, como el marco de una ventana”. El paisaje ya no es el que era, aunque si es un paisaje natural, alejado suficientemente de la ciudad, las diferencias nunca serán tan acusadas como las que expresa la vista de una calle, de un parque, de una avenida, de un patio interior, de una carretera. El estremecimiento surge por mor de la diferencia cuando, debido al lento reconocimiento físico o por incumplimiento de una expectativa, nos damos cuenta del paso del tiempo en un doble y tenso –y terco– sentido: el espacio se vino abajo, nuestro cuerpo pide auxilio para venirse arriba. La gravedad ataca con su cruda ligereza. Eso nos vivifica y atormenta, induce a la melancolía. A la pequeñez.

Cuando visitamos –después de muchos años– un lugar de nuestra infancia, nos melancolizamos. No nos hacemos los muertos; de algún modo, ya lo estamos. Vivimos una especie de resurrección desencantada y, sin embargo, poética. Encontramos el vestigio de nuestra imagen actualizada –no a la manera de una entelequia– conforme a potencias que permanecen impensadas, objeto de un pensamiento un poco triste, pero intrépido. Sucede con las rupturas. (Alguna mente muy especulativa sentirá vergüenza ajena por la comparación). Para las mujeres y los hombres comunes, comunidad intelectual y afectiva, romper una relación es apedrear una ventana. Espacio ilusionado que el viento acaba azotando. Una mente no demasiado especulativa, libre del resentimiento que inyecta el entendimiento separado (falto de la misericordia que acompaña a la verdadera comprensión), se hará una última ilusión en torno a esa ruina. Quedará un vestigio. Las incomprensiones lo pondrán en cuestión, mas el amor –que es también respeto al pasado– prevalecerá como un murmullo.

¿Sería posible extender esta vivencia sin degradarla? ¿Vivir así? ¿Ser, en algún sentido, ventanas? ¿Vernos a semejanza de la imagen que nunca produjimos? ¿Amar lo roto, sobrevivir a la falta de plenitud? Sin ánimo de resultar espectaculares: quien esté libre de vestigios, que recoja la primera piedra.

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El vestigio es la belleza de la imagen irrealizada, sin sello, pero con rúbrica, cuyos límites encierran la posibilidad de otras aperturas y la imposibilidad de reconstituirnos conforme a las ilusiones pretéritas, definitivamente arruinadas, que merecen no obstante un respeto, esa clase de amor a lo sido que es actual como lo es un yacimiento. Afrontamos el reto, casi imposible, de restablecer arqueológicamente el objeto de una antigua devoción, que permanece viva en su incompletitud. Entonces nos sabemos rotos, expertos y vencidos; ventanas a través de las cuales aún se adivina un bello paisaje, un proyecto infantil, la vieja fragancia de un enamoramiento. La tristeza de lo que no pudo ser se compensa apenas con la alegría de lo que pudo no ser, y sin embargo fue. Ventanas antiguas: mónadas de Leibniz agujereadas.

En otro sentido, el vestigio nos informa de la ruina cuando percibimos que alguien nos da a entender lo que alguna vez supimos. De nuevo: aprender es recordar, pero –¡otra vez!– la fórmula carece de soporte mitológico. El ideal de la perfectibilidad se resquebraja cuando nos damos cuenta de que hemos olvidado lo que, en otras circunstancias, nos resultó evidente. Por ejemplo: nos leemos y no damos crédito. Eso lo escribimos hace veinte años, ¿por qué no lo recordamos? Estamos bien… ¿Por qué hemos olvidado lo que mejor supimos? No sacamos pecho. Al contrario, nos intimidamos. Pasamos de preguntarnos por el origen (arkhé) a respondernos con el acmé: plenitud de lo que seremos y que ya fuimos sin pretenderlo. Entonces dejamos de vernos como esa entidad magnífica en proceso de hacerse mayor (y mejor). Vemos los muertos que, vivos, acarreamos. Nos vemos olvidándonos. Y al olvidarnos de esa imagen perfectible y plena, fiada al futuro, hacemos acto de presencia. Nos recordamos.

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Vitalmente carece de relevancia declararse conservador o progresista; tampoco añade nada, salvo la apariencia de una candidez que esconde un autoritarismo ridículo, presumir de “eternista”. Empero el recuerdo, unido a la expectativa, dobla las puntas del tiempo para hacerlas coincidir un instante, otro instante más. Esa torsión, movimiento más helicoidal que circular, puede ser la consecuencia paradójica del encuentro con algo –con alguien– que avanza en línea recta.

Tal vez la amistad sea esta posibilidad venida de fuera, un amor sin posesión que nos remite a un espacio olvidado, una llamada a tiempo, un señalamiento en el que lo interior y lo exterior actúan como metáforas, ruinas luminosas u oscurantistas de la dicción. De lo que decimos ser a medida que (ya) no lo somos. El amigo predice lo que fuimos.

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De entre las cosas que se ven para no ser vistas, según su función, la ventana ocupa un lugar especial.  (Para algunos escritores, supone un requisito). ¿Y una ventana que DA a otra ventana?

Dos ventanas que se ven; una traduce a la otra. ¿Es oportuno decirlo?

La exactitud es la ruina de la metáfora.

 

Ermita de San Frutos, Hoces del Duratón. Agosto de 2019

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