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Parar los ojos en minucias

Un paso de cebra las separa. Apenas cinco metros escasos. No saben qué hacer con sus brazos, dónde meter las manos. Parecen neófitas en el arte de hablar en público que no saben controlar la comunicación gestual todavía. Son cuatro. Dos en cada orilla. Quizá no hayan cumplido la mayoría de edad. No pueden abrazarse y se preguntan por la piel. Alaban sus cutis morenos. Las horas en la terraza merecieron la pena.

Y tras de ellas, a las ocho y media de la tarde, más allá de las calles y de la fábrica, y de los bancales yermos y salvajes, se alzan la montaña de siempre y la sierra a lo lejos. Un fondo diáfano, de colores nítidos, reverberando el verdor de las laderas como una barba prominente que no se conocía de antes. Todo el campo léxico del esplendor.

Están en una zona nueva del pueblo, con parques, paseos baldosados, solares y escasas viviendas dispersas. Cerca de las chicas dos mujeres caminan ligeras pero dejando un rastro de frases a su paso. Dicen que el amarillo del sol es como el que veían de niñas allá por los sesenta; que intuyen un matiz nuevo en el canto de los pájaros; que hay pureza en el ambiente tal cual si la tierra hubiese vuelto a un estado original.

Parece como si al escucharlas el idioma se oreara al aire libre. Como si después de tanta palabra técnica durante este calvario de pentecostés brotaran los detalles líricos en cuanto se contemplan las cosas del mundo. Las dos se preguntan si en unas semanas o en unos meses todo volverá a su cauce. Si tanto esfuerzo acabará en agua de borrajas. Si el aire no será más este aire fresco y sanador como si se sintiera respirar en el corazón de un valle. Si volverán a verse los grises peñascos de la sierra con la misma nitidez con la que se aprecian los cráteres y las magulladuras lunares cuando hay plenilunio. Si el contorno de la sierra se resumirá otra vez en una triste silueta azul casi invisible.

Ya decía Azorín que una conversación corriente podía tener más «trascendencia» que toda la palabrería solemne entre diplomáticos. Lo escribió en el prólogo del tercer tomo de Viajes por las escuelas de España, del periodista Luis Bello. Un noventayochista que recorrió gran parte de la nación visitando y retratando con la palabra para el periódico El Sol la muchas veces paupérrima situación escolar de los pueblos remotos, poco después de la llamada gripe española.

Luis Bello barajaba datos tristísimos de los escolares de entonces, pero sobre todo se interesaba en trasladar a sus artículos la misma emoción que él sentía cuando atravesaba un camino de herradura a la llegada de un pueblo, cuando el sol no entraba por las ventanas de una escuela, cuando los niños iban sin abrigos y casi descalzos. Creía que la abstracción y la teorización en el lenguaje no eran buenas aliadas para abundar en los problemas del país. «Para ser útil debo seguir las huellas humanas, bajo el azul, y buscar al hombre en su obra, aunque necesite parar los ojos en minucias». Toda una lección de periodismo. Y es que deteniendo los ojos en minucias, «Luis Bello ha hecho más por la patria (…) que quienes pronunciaron en un Parlamento centenares y centenares de discursos», escribió Azorín.

Son cerca de las nueve de la noche. Una señora mayor está sentada en un banco, en la orilla de una calle adoquinada que antaño fue la gran vía del pueblo. Ella sonríe y dice que aún no hace mucho calor. Viste un babi azul oscuro con lunares blancos, los brazos al aire, los labios pintados de rojo. Durante medio siglo regentó la confitería ubicada a pocos pasos. Tras el mostrador, su hija dice que su madre no aguantaba más, necesitaba sentir la vida de afuera y hablar con la gente. Pero no hablar del mismo asunto a todas horas. Aunque a veces no se pueda evitar.

A la mañana siguiente al mediodía, un niño de la mano de su madre paseando por una acera en sombras le pregunta si se está portando bien. ¿Será el mundo ahora una gran escuela en la que habrá que recordarse constantemente si nos estamos portando bien? ¿Una gran escuela con cielos claros y abrazos a distancia? ¿Una educación que preste atención a las minucias humanas?

Azorín insistía a Bello con entusiasmo en 1927: «¡Que los niños comprendan el mundo, que se formen idea exacta de las cosas, que tengan confianza en el porvenir de la Humanidad! Hagamos que esa confianza —confianza en la concordia, no en la sangrienta lucha— nazca en los corazones infantiles…». Por desgracia, pronto la sangrienta lucha estaba por llegar.

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