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Mientras tantoPareja (y 2)

Pareja (y 2)

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

Gastan algunas personas un despertar complejo, no ya no sólo en la fealdad real con la que se enfrentan al espejo del baño, sino por ese humor podrido que como un tumor maligno que se expande, aniquila a todo aquel que se cruza a su paso. Emily, con el mismo gesto desgastado que ofrece un ciclista cuando a dos kilómetros de meta y tras tres horas escapado es engullido por el pelotón, saltó como un respingo para adentrarse en un baño del que no salió en tres horas. Sólo decir que tuve que orinar en la botella de agua de litro y medio que durante la noche previa había vaciado. A eso de las once, y cuando recaía en mi sueño, aburrido de esperar y contrariado porque nunca contestó a mis enfervorecidos nudillos que clamaban contra la puerta para que se abriera, salió apestando a perfumería, con una cara que parecía diferente y un ánimo realmente desasosegante: a fin de cuentas el mismo de siempre; que duchas y maquillajes posponen el mal olor corporal y la edad real pero son incapaces de fumigar al ánimo, mucho más intenso que cualquier axila deteriorada.

 

¿No querrás seguir durmiendo? La boda es en una hora.

 

La muy desgraciada me había dejado media hora para adecentarme, cuando aquel traje que en el sastre me quedaba de miedo, resultó que había encogido durante el viaje a Kep o que yo había engordado. Para que el daño fuera mayor, la bañera que estaba instalada junto al camastro no surtía de agua caliente. Cosas que ocurren en Camboya; incluso en hoteles de lujo.

 

No te afeites, que los artistas no se afeitan.

 

Tampoco llevamos traje, a lo sumo vaqueros roídos por el uso, de esos que te realzan el culo para suerte de mirones.

 

¿Me queda bien mi vestido?

 

Antes de contestar me despreció. Y no sería la última vez.

 

Bueno, qué sabrás tu de moda.

 

De moda no mucho, pero de lo que es bueno y malo, bastante.

 

¿A qué te refieres?

 

Me refería a su cuerpo; y a su gesto: eternamente podrido. A esa depreciación que muchas mujeres padecen: entran al camerino demacradas y salen como si en vez de vivas les quedaran un par de horas para ser expuestas en esos ataúdes descapotables donde los familiares y cercanos narran sus vivencias pasadas a modo de homenaje radiado. El camino desde el Knai Bang Chatt a la mansión donde se celebraría el evento, demasiado escrupuloso. Tiranteces.

 

¿Apellido?

 

O’Leary.

 

¿Por qué?

 

Porque tienes ascendencia irlandesa.

 

¿De dónde?

 

De Cork.

 

¿Nombre de mi anterior novio?

 

Cuando dices anterior quieres decir único, ¿no?

 

Imbécil, ¡contesta!

 

David Johnson.

 

¡Johnstone! ¡Johnstone, no Johnson!

 

Emily, no te preocupes: prometo presentarme como un gran artista que folla como los actores porno de las películas de Hollywood. Y te aseguro que sabré llevar cada conversación a buen puerto. Daré pocos datos que pudieran sacar a la luz nuestro plan.

 

Si fallas arruinarás uno de los días más importantes de mi vida. Te lo advierto.

 

En su ‘te lo advierto’, con el índice a cinco centímetros de mi ojo izquierdo, se apreciaba el porqué de la desgracia de una Emily que por haber amasado mucho poder se había olvidado de sentir. De amar. De respetar.

 

Una villa de estilo colonial francés, reformada hasta el insulto, con muebles traídos desde esa secta sueca llamada Ikea y sofás tapizados en colores llamativos, esperaba a una treintena de falsarios entre los que yo me encontraba. Llegamos de los primeros, con Emily al borde del orgasmo –hay mujeres que sólo disfrutan viendo padecer a sus contrincantes, algo así como la mantis religiosa que tras llegar a su clímax aniquila al que le ayudó a conseguirlo–, cuando comenzamos una charla amena con John, padre de Donovan –el que se casaba– y su segunda mujer, Clarita, una dominicana que sustituyó a la esposa original, fallecida en un accidente de tráfico donde no se le abrió el airbag.

 

Emily, no sabía que habías iniciado una nueva relación –comentó John mientras se hincaba el primero de sus cientos de vodkas con hielo.

 

Pues sí –le dijo apretándome el brazo izquierdo, al borde de cortarme el riego sanguíneo. Al instante entendí que esa caricia se había generado para que yo tomara la palabra.

 

John, Emily es la mujer de mi vida. En sólo dos meses me la conozco mejor que a mi propio pasado, del que ya demasiadas veces ni me acuerdo.

 

Me ha dicho que eres pintor.

 

Bueno, podríamos decir hasta que conocí a Emily la pintura era mi vida, que ahora debo compartir con ella, mi verdadera musa.

 

Fue decir ‘musa’ y sentir una arcada. Porque interpretar por dinero, saciar las ansias mentirosas de un escorpión, me comenzaba a irritar de manera sorprendente. Debido a que la dignidad en mí sigue saliendo a flote en el momento menos esperado. Como los niños autistas, Emily sólo me comentaba cosas dándome pellizcos dolorosísimos, retorciéndome el pequeño dobladillo que se ha formado a ambos costados de mi cintura, o como ya había comentado, apretándome el antebrazo, casi a la altura del antecubital, temiendo por un ictus cerebral o un mísero desmayo que hubiera generado tanta expectación que los novios se habrían sentido actores secundarios, algo que según dicen los expertos está prohibido en las bodas.

 

Marylin llegó radiante. Exactamente lo contrario a como luego se presentan en los juzgados a interponer una demanda de separación mientras negocian bajo la mesa por los bienes a repartir. Pero aunque se comunicó con nosotros, mi cáncer seguía esperando la verdadera oportunidad donde asestar su tiro de gracia.

 

–Emily, te veo guapísima. Y Aspersor veo que también lo es. Por cierto Aspersor, nunca había escuchado ese nombre. Y eso que he visitado España en numerosas ocasiones y no me manejo nada mal con tu idioma.

 

Desde que en España la iglesia cedió su poder al pueblo éste nombra a las personas sin tener en cuenta la santoral. Y mi padre era jardinero.

 

Pero me alegra saber que compartes algo con Emily, que es mi amiga desde la infancia.

 

Follamos como conejos, además de amarnos.

 

El silencio se hizo eterno mientras Emily me amorataba cada resquicio de mi espalda. No grité por no perderme el dineral que iba a salvar mi vida a medio plazo. Mientras decidía si desmayarme o no, por el intenso dolor que Emily me producía, ésta, de manera casi magistral, me llevó a un aparte del jardín donde terminó de volverme loco. A todo esto, ya había engullido botella y media de Zinfandel californiano. El de Coppola, un director de cine con ganas de destrozar hígados.

 

¿Pero qué diablos dices?

 

Lo que me ordenaste.

 

Debes ser más educado.

 

¿Educado? En tu ira me obligaste a informar a cada uno de los invitados que follábamos como leones.

 

Antes de que me dé un ataque haz lo mismo en frente de aquella rubia. Se llama Liz y es mi mayor enemiga. Lleva riéndose de mi vida privada años. Se merece lo peor.

 

Recorrimos el jardín con el mismo sinsabor que producen los pellizcos y desprecios. “Anda derecho”, me decía, añadiendo más controversia a una boda que amenazaba tormenta.

 

Hola, me llamo Aspersor.

 

Y yo Liz, encantada.

 

Soy el novio de Emily.

 

Lo suponía: os he visto juntos. Pero no tenía ni idea de que Emily tuviera pareja. De hecho hasta me sorprende.

 

¿A qué te refieres?

 

Conozco a Emily desde hace muchos años y me resulta inconcebible que alguien la pueda llegar a querer.

 

No sólo la quiero, sino que hacemos el acto de manera salvaje.

 

Pues vaya estómago que debes tener.

 

Para acostarse con alguien no hace falta tener estómago… con una buena dosis de Cialis me basta y me sobra.

 

Lo suponía.

 

Pero deberías saber que a estas edades y con tantos alcoholes el dopaje es parte del botiquín de cada hombre, vaya al gimnasio, esté a dieta o haya dejado de fumar.

 

¿Sabe que tomas Cialis?

 

No sólo lo sabe sino que me lo administra, que si por mi fuera…

 

Al instante se presentó Emily, borracha como una cuba y radiante de tanto odio que acumulaba. Saludó artificialmente a Liz y me volvió a agarrar del brazo de una manera tan chabacana que llegué, mentalmente, a darle la razón a Liz; porque viendo cómo entiende Emily el mundo de la pareja se asume que es imposible que ese personaje haya llegado realmente a amar a alguien a lo largo de toda su nefasta vida.

 

La ceremonia, tan lejos de lo religioso como cercana al esperpento, con un tipo vestido de monje –de esos que visten con túnica azafranada– diciendo frases en jemer y mirando con los ojos vueltos al cielo, fue un placer por su escasa extensión: apenas cinco minutos. Cuando nos disponíamos a proseguir con la ingesta alcohólica, aparecieron unas niñas contratadas para la ocasión que llenaron de pétalos de rosas rojas toda la tarima. Yo comenté que en España tiramos arroz y Emily, nuevamente ofuscada, me recordó que el arroz es el alimento básico del pueblo camboyano, y que era una profunda falta de respeto hacer bromas con la comida. Y entonces exploté.

 

¿Y no es acaso mayor falta de respeto gastarse cientos de dólares en despellejar decenas de ramos de rosas para que esto parezca un sueño húmedo?

 

Mi voz se había elevado tanto como la de Emily y los invitados, ansiosos de drama, habían girado sus cabezas hacia nosotros que sin quererlo ni beberlo comenzamos una batalla dialéctica que de tan real causó sensación. Emily, por supuesto, no entendió nada, y yo, realmente ofuscado y fuera de mis casillas, decidí tirar la casa por la ventana, humillado y herido en mi orgullo: el orgullo de un prostituto sin dinero que estaba a punto de renunciar a, al menos, mil dólares.

 

¿Me estás corrigiendo?

 

Te estoy enseñando.

 

¿Enseñándome tú a mí? Pero si eres el último escalafón del ser humano, mucho más cercano al animal que a la persona.

 

Ni pagando consigues que alguien te quiera.

 

La copa de vino que reventó contra mi cabeza no me produjo más que un leve rasguño y la consiguiente mancha general en mi traje y camisa. Emily salió despavorida y yo acerté quedándome, porque el cariño de los presentes, que se me regaló a paladas, ayudó a apaciguar mi momento de nervios. Para mayor morbo, Liz paseó su hermosísima mano sobre mi frente, ayudando a que un algodón impregnado en vodka sanará un pequeñísimo corte que aunque me costará perder mil dólares me reconfortó haberlo sufrido. Los presentes, ebrios y curiosos, intentaron sonsacarme todos los datos posibles. Por supuesto nunca expliqué las verdaderas razones monetarias que me habían llevado hasta Kep con Emily, manteniendo el secreto incluso en una situación tan propensa para ser destapado. Lo que sí hice fue agarrar de la cintura a Liz, que como Emily, viven del odio eterno. Fue como coser y cantar: ella estaba dispuesta a ofrecer más leña al fuego y yo, sin ganas de revancha, sí que deseaba sentirme nuevamente persona, haciendo el acto por necesidades físicas y psíquicas y no por dinero. Las botellas de Coppola más una docena de Taittinger seguían descorchándose mientras los recién casados nos narraban cómo sería su viaje de novios: “De aquí a París y de allí a Helsinki, Moscú y Berlín. Tres semanas por Europa para luego acabar otros catorce días en Samoa”, dijo Marylin, tan sonriente como borracha. Llegó a llorar. Estuve a punto de pedir las imágenes a alguno de los que utilizaban sus teléfonos móviles a modo de cámaras para, dentro de unos años, preguntar por la pareja, que como tantas, deberá buscarse un buen par de abogados que mediaran entre tanto odio, el clásico desamor entre dos personas que tanto dijeron que se amaban.

 

Me gustas Aspersor, te lo prometo. Es una lástima que viva en Nueva York.

 

Yo por dinero estaría dispuesto a mudarme a Manhattan.

 

Lo siento, pero ya me cuesta mucho mantenerme a mí misma. Por cierto, qué acertada frase cuando le dijiste a Emily que ni pagando encontraría un amor. Lo que me sorprende es que hayas estado viviendo con ella algo más de dos meses.

 

Liz, en la vida hay que dar oportunidades a cualquier persona que te las pida.

 

Ese acto te halaga. Oye, una curiosidad, ¿Aparte de dedicarte al arte haces algo más?

 

Era bombero. En España, me refiero. Aquí en Camboya a veces doy clases de español. Pero no es suficiente. Ni dispongo de mecenas ni mis cuadros se venden como churros.

 

En Nueva York tendrías más posibilidades.

 

Llévame contigo.

 

Por joder a Emily sería capaz. Pero mi economía anda a la gresca con mis sueños. Y repito: me ha gustado besarte y hablar contigo.

 

Nunca conseguiré entender el odio que acumulan algunas personas. Luego se matan abriendo telediarios y las gentes se echan las manos a la cabeza. Pero Emily y Liz, sin lugar a dudas, guardan la semilla del mal, que algún día podría brotar con ánimos sanguinolentos. Para empezar, aquella magnífica noche dormí en la habitación de Liz; y por supuesto haciendo el acto. Nunca sabré si por éxito del que escribe u odio de la que se bajó las bragas mucho antes de que yo se lo hubiera planteado. Su hotel, afortunadamente, no era el Knai Bang Chatt. Aunque algunos invitados se cercioraron de que Emily, tras la trifulca con agresión, había abandonado el hotel, la ciudad de Kep, y muy posiblemente y para siempre aquel círculo de amigos que para ella era tan importante sorprender. Con una mentira. Con una profunda mentira. Porque hay gentes que en sus supuestos éxitos laborales, tan alejados de unas vidas plenas y placenteras, son incapaces de satisfacer sus necesidades más básicas, justamente las que les ayudarían a descansar mejor.

 

A la mañana siguiente dejé a Liz roncando, llevándome conmigo todos los geles y champús que a modo de muestrario dejan los empleados de los hoteles en los salpicaderos de los baños. Mi prominente calva, por supuesto, tiene mucho que ver con esa burda selección de droguería que luego esparzo sin temer en las consecuencias alopécicas finales.

 

 

Joaquín Campos, 08/12/13, Kep y Phnom Penh.

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