“Que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda”, cita el homenajeado como una de las grandes máximas que han conducido su vida. A mí la interpretación oficial de la expresión bíblica, esto es, la discreción en torno a las buenas obras realizadas por uno mismo, no termina de convencerme y pienso, al contrario, que el dicho aconseja algo así como di una cosa y luego haz la contraria. Ahí está Netanyahu que lo ha pillado a la primera e imbuido por el espíritu de la democracia asume a regañadientes la admisión de Palestina en la ONU como estado observador y luego anima a los palestinos a “observar” la construcción de 3.000 nuevas viviendas en Cisjordania.
En la vieja biblioteca no cabe ni un alfiler. España reconoce debidamente el trabajo de esos extranjeros que, a pesar de mejores cosas que hacer, decidieron un día consagrar su esfuerzo a profundizar en el conocimiento de nuestro país. A mi lado se sienta una setentona que forma parte de ese anónimo reducto de españoles que llevan décadas residiendo en el Líbano. Aquí se han casado, procreado, animado a la guerra sectaria, operado y mal envejecido, y aunque probablemente les digan que ya son medio libaneses lo cierto es que las “buenas costumbres” nunca se pierden. La señora, vestida de domingo, enjoyada, el pelo recogido hacia atrás, no pierde detalle de todo lo que pasa en la sala como si estuviera en el plató de un Sálvame Deluxe asistiendo a la reaparición pública de la princesa de Las Barranquillas. Sin que se le mueva un pelo empieza a escupir bilis contra la mitad de los ponentes mientras se abanica con el catálogo: “no lo aguanto, es que no lo aguanto”, “ese es un imbécil, que se calle ya”. Resopla resignada porque no le dejan darle un bolsazo a alguien. Manda a las niñas que se estén quietas, vuelve a abanicarse, le toca los cojones al marido libanés que ha venido a pasar el rato, se revuelve en la silla y me trata con complicidad como esperando a que yo también pida la cabeza ensangrentada de alguno de los conferenciantes.
La mujer medicada de algún alto cargo aún tiene unas palabras que decir, curas y monjas de distintas órdenes religiosas alternan felices entre los canapés, Jesucristo también quiso que el mundo fuera, a veces, una eterna juerga. El escolta de la embajadora le espanta las moscas ahora que no puede espantarle a las mujeres al tiempo que el gran decano del periodismo explica que para poder quedarse con la medalla con la que pronto será condecorado deberá pagarla, obligándome aterrada a mirar a mi alrededor por si alguien me pasa la cuenta de todas las galletas que he tragado.
En el taxi de camino a casa el conductor sirio, afrontando la vida después de una fosa común, pregunta con gesto apesadumbrado si España sigue tan mal… Abochornada por mi condición de paria siento la tentación de continuar viaje hasta la frontera y venderle mi pasaporte a cualquier refugiado por diez dólares.