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Parodiar el realismo hasta sacarlo de quicio. Prólogo desechado a un libro recién publicado: La musa política

Durante el siglo XX se anunció reiteradamente la muerte de la novela. Todavía se sigue haciendo, aunque sin convicción, como si fuera el eco amortiguado de un presagio fallido. Son tantos los títulos publicados en los últimos tiempos, algunos de gran calidad, y tan espectacular la evolución del género, que más que de declive deberíamos hablar de expansión y florecimiento.

La transición de la novela realista, centrada en las peripecias vitales o psicológicas de los personajes, característica del siglo XIX, a lo que Henry James llamó “el monstruo donde cabe todo” y Milan Kundera “novela total”, ha sido ciertamente difícil y ha dejado tocados por la nostalgia de viejos libros a montones de lectores y autores, pero también ha propiciado el fértil mestizaje de poesía, narrativa y ensayo en una totalidad nueva que trasciende los géneros y dota a la invención novelesca de un poder de penetración nunca visto.

La ficción permitió siempre a los narradores crear mundos que no son reales, pero que se asemejan lo suficiente a la realidad como para que sus personajes, que tampoco son reales, sufran las consecuencias de sus acciones igual que nosotros. Gracias a ello la novela fue desde su origen un espejo donde mirarse y también, aunque indirectamente, una maestra de vida.

El autor que se sirve de las posibilidades que ofrece hoy el género novelístico no hace nada distinto de lo que hicieron sus antecesores, pero lo hace sin ninguna limitación previa, sirviéndose de todos los recursos que encuentra en la realidad. A fin de cuentas es eso, la realidad, lo que aspira a comprender, aunque no porque sueñe con alcanzar la verdad objetiva de la ciencia o la verdad inapelable de la fe o las ideologías omniscientes, sino porque aspira a sofaldar la verdad de la vida: una verdad hipotética, nunca pontifical e inequívoca.

La novela es, por definición, lo contrario del libro sagrado y, por eso, el mayor error que se comete con quienes las escriben –el error de los inquisidores– es identificar lo que en ellas se narra con sus ideas. El esfuerzo del novelista corre en dirección opuesta al del perezoso pensamiento común, eso que denominamos con unción sacerdotal “creencias» o “ideologías” y que, adheridas a las arterias de la inteligencia como grasa perniciosa, resulta ser lo que no nos deja pensar. El auténtico novelista, en vez de aferrarse con uñas y dientes a ciertas opiniones previas, se vuelca sobre la realidad cambiante de la vida y lucha con todas sus armas para que su punto de vista llegue a ser todos los puntos de vista. Nada, ni las contradicciones de la condición humana ni la falta de realismo de la realidad, su carácter imprevisible y a menudo fantástico, le amedrentan, pues sabe que la vida es un ovillo enmarañado y no se hace la ilusión de poder desliarlo.

Y es que la novela no es como la ciencia, que aspira a lograr una visión objetiva de lo que hay (visión que excluye las peculiaridades de la vida singular); ni como la filosofía, cuyo propósito es poner al descubierto la articulación lógica de la realidad (como si no formara parte de ella la locura que la desbarata); ni a la religión o la ideología, donde en vez de muchas voces divergentes se oye sólo una voz que reclama sumisión a cambio de franquear la puerta de otro mundo (mundo al que falta lo esencial para poder ser llamado “mundo”: tener un día que dejar de serlo). La novela es tanteo, aproximación, si y no, inestabilidad. Se esfuerza por atrapar la vida en pleno vuelo, pero no con la intención de clavarla en un álbum, sino para observarla, comprenderla y, a la postre, dejarla seguir su curso.

La ilustración, rival de la superstición y de la fe, consagró durante el siglo XVIII el principio estético de verosimilitud. Esto supuso para la novela atarse a los prejuicios de la normalidad, ese realismo de las apariencias que a la vez que promovía el progreso podía disculpar, por ejemplo, la esclavitud de los negros o la perpetua minoría de edad de las mujeres. Sus precursores, los apóstoles del género –Rabelais, Cervantes, Sterne…–, conscientes de que lo verdadero no siempre resulta verosímil, no se vieron obligados a embridar la fantasía al escribir sus historias, podían dejarse llevar por ellas sin temor a transgredir ningún principio, algo más difícil de hacer en el siglo XIX, el siglo burgués. Gracias a la decisiva influencia de Kafka, quien parodió el realismo hasta sacarlo de quicio, la novela del siglo XX ha podido recuperar la libertad de que gozaron los padres de la narración novelesca.

La situación que vivimos hoy como consecuencia de la ruptura del consenso sobre la realidad de la realidad es de hecho muy parecida a la que vivieron aquellos tras el desplome del orden feudal y la ruptura de la unidad cristiana. De nuevo vuelve a no haber límites, ni principios de obligado cumplimiento. El único requisito para que una narración puede ser considerada novela es preservar el sentido inherente a la condición de seres lingüísticos que, al margen de todas las diferencias, compartimos los humanos.

Sólo siendo inteligible (y la inteligibilidad no excluye el disparate o el delirio) puede una novela recabar la complicidad del lector. Este espera de la invención novelesca que ilumine y enriquezca su visión de la vida, pero también que lo seduzca y le haga sentir el placer de la lectura y del pensamiento. Olvidar esta dimensión gozosa sería tan absurdo como suprimir la voluptuosidad del sexo o pedirle al alquimista que renuncie al oro. Se lee por motivos distintos, pero el primero y principal es el goce. Si el lector no disfruta del contenido de un libro lo cierra y coge otro; si, por el contrario, le proporciona placer, no le bastará con leerlo una vez, querrá repetir la experiencia.

Por supuesto, esto no significa que la misión del novelista sea únicamente agradar al lector. En los arrabales de la literatura quizá se trate principalmente de eso, pero no en el centro de la creación artística, donde suele producirse la innovación y la excelencia. Los escritores que protagonizan La musa política (Bassani, Kundera, Kadaré, Sciascia, Roth, Rusdhie, Coetzee, Esterhazy, Wallace, Powers), son la prueba de que la ficción narrativa es, además de una fuente de goce, una forma de conocimiento y un potente instrumento contra la falsedad y la impostura.

Termino aquí esta introducción, aunque subrayando algo que se verá con claridad en las páginas del libro, y es que cuando un verdadero novelista aborda en sus novelas temas de carácter político, siempre va más allá de la política y lo político. En ese “más allá” radica precisamente que sea de veras novelista y no un simple fabricante de libros.

 

La musa política, de José María Herrera, acaba de ser publicada en español en Estados Unidos por la editorial Bokeh.

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