Gracias a Spotify me encuentro una canción de Lloyd Cole que no conocía. Se llama Past imperfect y es del año 2000. Ya tiene diez años, pero para mí es nueva porque hace mucho tiempo que le había perdido la pista a Lloyd Cole. Entre todos los músicos de rock, entre todos los cantantes de los 80, ese tipo fue el que siempre me resultó más cercano. En la primera entrevista suya que leí, en la antigua revista «The Face» (no sé si aún se edita), Lloyd Cole decía que estaba leyendo un libro de relatos de Bernard Malamud, Pictures of Fidelman. Era el mismo libro que yo me acababa de leer. Lloyd Cole era cinco años más joven que yo, pero por alguna razón me parecía un compañero de colegio. Teníamos los mismos gustos en casi todo: The Velvet Underground, Jean Seberg, aquel libro de relatos de Bernard Malamud (¿estará traducido al castellano? No tengo ni idea). Hace un año o dos tuve que escribir sobre los mejores letristas del rock y me olvidé de citarlo. En realidad no me olvidé, sino que no me atreví a dar una opinión porque no había vuelto a escuchar sus canciones desde hacía muchos años. Ahora lo he hecho y puedo decir que es un músico grandioso. Y me gusta de él lo mismo que me gustó la primera vez: esa extraña sensación de calma en medio de la tempestad, ese desapego que no es fingido ni tampoco es arrogante, esa forma de cantar una canción de amor como si pudiera ser una elegante jugada de ajedrez.
¿Cómo es posible que me olvidara de Lloyd Cole, si nunca he olvidado el día que escuché su primera canción? Ese día se mantiene nítido, con casi todos sus detalles, en el vasto almacén de objetos perdidos de la memoria. ¿Por qué recuerdo eso y he olvidado tantas otras cosas? Imposible saberlo. Pero éste es el misterio de la vida. Por alguna razón hay casas que recordamos y otras que se nos olvidan sin remedio (de esto trata Pasado imperfecto, o quizá sería mejor traducirlo como Pretérito imperfecto).
Y aquí está el día en que escuché una canción suya por primera vez. Yo estaba pintando mi casa de Palma (que nunca fue mía), subido a una escalera de mano. Era una mañana soleada y tenía puesta la radio. Radio 3, por supuesto. Y entonces alguien puso una canción de un grupo nuevo que no conocía: Lloyd Cole and the Commotions. De inmediato dejé de pintar el techo, me bajé a toda prisa de la escalera y corrí a apuntar el nombre. Después garabateé el título del disco que había mencionado el locutor: Rattlesnakes. Una gota de pintura cayó sobre el papel. El nombre quedó partido en dos por un enigmático círculo blanco: «Rat (…) akes». Ése fue el papel que me llevé a la tienda de discos, Discos Jonch, que era de Toni Capllonch y de su mujer holandesa. Su hijo pequeño jugaba detrás del mostrador el día que compré el disco. Toni tenía hemofilia y solía tener mal aspecto. Se le veía pálido, ojeroso y con dificultades para caminar. La gente creía que era yonqui, pero no era eso. A veces dejaba de hablarte porque se quedaba sin habla y miraba al techo o a la calle, como si buscara un lugar en el que pudiera dejar de sufrir (aun sabiendo que nunca iba a encontrarlo). ¿Por qué cito aquí a Toni Capllonch y a su mujer y a su hijo? Porque el pasado no es perfecto. Y porque quiero traer de nuevo a Toni y a Diana, hale hop, a este lado del tiempo.
Lo que cuento tuvo que ocurrir en 1984, o sea que fue en otra era, casi en la última era glacial. Pero esa lejanía que hemos conocido –y que forma nuestra vida- es lo que intriga a Lloyd Cole en Past Imperfect. ¿Qué fue de su vida pasada? ¿Y qué hizo él con ella? Y a su vez, ¿qué hizo esa vida pasada con él, Lloyd Cole, su dueño, si es que podemos llamarlo así? Lloyd Cole no es capaz de dar una respuesta. Sólo se atreve a plantearse algunas preguntas. ¿Qué estaba haciendo en Ámsterdam en 1984? ¿Qué se le había perdido el día que estuvo caminando bajo la lluvia? ¿Qué buscaba? ¿Una tienda de discos? ¿Y cómo se llamaba aquella chica de la que sólo podía recordar el tacto de la piel, el tacto y nada más, un tacto que no había desaparecido aún del todo aunque el rostro de la chica, y su nombre, y todo el resto de su vida se hubieran evaporado por completo, igual que se evaporó el atolón de las islas Marshall en el que los americanos hicieron explotar la primera bomba de hidrógeno?
La vida es muy rara. Un día de 1984 escuché un disco de un desconocido en la radio. Y pocos meses después, en el invierno de 1985, yo estaba entre el público del concierto que ese desconocido daba en Nueva York. Fue una rara pirueta de la vida, pero ocurrió. Lloyd Cole tocó en el Irving Plaza, un club que había en la calle 15 esquina con Irving Place (me parece). Y yo estaba en Nueva York y fui entusiasmado al concierto. Aquella noche fui caminando desde la calle 34, por el simple deseo de caminar por Nueva York y dejar vagar la vista y mirar los neones y llegar extenuado y sentir el cuerpo rendido y a la vez ligero. Era una noche de invierno. Salían nubes de vapor de los respiraderos del metro, que caracoleaban en el aire helado como bíblicas columnas de polvo. En una esquina vi a un vagabundo metiéndose un periódico bajo la ropa, antes de tenderse a dormir sobre un respiradero. Parecía una imagen de la Gran Depresión, pero aquella noche me sentía feliz y no iba a dejarme desalentar por nada. Más abajo, dos portorriqueños charlaban en una esquina. No había tráfico y sus voces resonaban en el aire helado con la nitidez cantarina de una trompeta de juguete. ¿De qué estarían hablando? Sólo sé que, de puro placer, estuve a punto de pararme a estrecharles la mano.
El Irving Plaza no estaba lleno. Habría doscientas o trescientas personas, no muchas para Nueva York. Mientras esperaba que empezase el concierto, estuve charlando con un americano. Los dos teníamos un vasito de plástico con vino blanco. Los dos habíamos descubierto hacía poco a Lloyd Cole. Aquel americano me dejó su dirección y me dijo que pasase a verlo alguna vez. Nunca lo hice. Y ya no consigo recordar nada más, sólo que el concierto fue bueno y que Lloyd Cole llevaba una de sus americanas de espiguilla con un jersey de cuello vuelto debajo. A la salida –eso sí lo recuerdo- vi un cartel que anunciaba un concierto de Elliot Murphy en un pub cercano. Si Lloyd Cole vio aquel anuncio, tuvo que pensar que la vida era injusta. Elliot Murphy no se merecía tocar en un pub, sino en un local grande y bien acondicionado como era el Irving Plaza, aunque sólo fuera ante doscientas o trescientas personas.
Y ahora yo también me hago algunas preguntas, intentando abrirme paso a través de la telaraña del pasado imperfecto. ¿Cómo se llamaba aquel médico mejicano que vivía en Coyoacán y acabó trabajando en Andorra? ¿Para qué servía aquel aeródromo desierto que vimos una vez cerca de Puerto Escondido? ¿Qué fue de la pareja francesa que leía «Bajo el volcán» en un autocar rumbo a Oaxaca? ¿Y quién era aquel tipo que tenía una novia vietnamita en una casa de campo, cerca de París, en un pueblo llamado Sollers, como el escritor que estaba tan de moda en aquellos años? ¿De quién era la casa del Jonquet, en Palma, que tenía una extraña decoración marroquí y en la que se celebró una fiesta en la que vi a un peluquero, de nombre Tito, que se había hecho famoso por alguna de las razones ignotas que hacen famosos a los peluqueros? ¿Y qué había al otro lado del riachuelo, en la isla de Tioman? ¿Y de quién era la casa en la playa de Sant Antoni en la que veraneaban los Juvenelle, en Ibiza, en el verano del 67? ¿Y…? ¿Y…?