Todos deberiamos hacer caso de nuestra abuela, y hacer limpia no solo de trastos viejos, también de las cosas que perturban nuestra vida, incluyendo la otra vida: la cibernética. No me había parado a pensar en el asunto, hasta que tropecé por casualidad con un artículo que trataba de eso, de la limpieza digital. Raro es el que no pasa más de cuatro horas al día conectado a internet ya sea desde el ordenador, móvil, y sino desde la Tablet. Almacenamos mensajes, apps, fotos y videos idiotas; pero también vamos dejando pistas, piedrecitas en el camino de nuestra vida al alcance de cualquiera. Renegamos de esta visibilidad pero al mismo tiempo nos asomamos al mundo a través de una ventana donde todo está al alcance de un click. Nuestros amigos o los que creemos amigos en las redes sociales, nos muestran su mejor cara y más ahora que llega la Navidad: felicitaciones, fotos de comilonas, viajes maravillosos. Recibimos sus noticias con desgana, diría que con empacho, a muchos de ellos hace siglos que no vemos, tampoco tenemos intención ahora de hacerlo, improvisamos mil excusas, sus chistes no nos hacen ya gracia, ni las fotos de sus hijos vestidos de Papa Noel despiertan otra ternura que la que despierta el video de un gato panza arriba, y entonces es cuando nos acordamos de nuestra abuela y nos lanzamos a limpiar nuestras redes sociales de esos amigos virtuales como si no hubiera un mañana.
No es fácil, pero una vez que coges la escoba, la limpieza se convierte en coser y cantar. Empiezas borrando los correos de la bandeja de entrada que te estorban, incluidas esas fotos y chistes de tu whatsapp que ya no te dicen nada. Después repasas la lista de amigos del Facebook, y descubres que de tus 296 amigos, con la mayoría ni siquiera has intercambiado una sola palabra en dos años, algunos ni siquiera te han felicitado por tu cumpleaños, y si lo han hecho percibes que ha sido por mero compromiso. Borras a tus ex, te resistes con algunos, todavía sientes curiosidad por saber cómo les va. En tu afán de limpieza, decides dejar de seguir discretamente a algún que otro compañero de tu antiguo trabajo, empiezas por no leer sus publicaciones y terminas por borrarlos sin miramientos. Al principio te resistes, pero lo piensas bien y hasta te divierte. Te sientes poderosa, como el que comete una fechoría y se regodea, y te convences que lo haces por salud mental. Tampoco es mentira, la salud mental empieza muchas veces en estos pequeños gestos que liberan tu cabeza y aligeran tu ordenador de gigas como un zumo détox de media tarde. Sin olvidarnos de twitter. Parece mentira la cantidad de páginas absurdas que sigues y que ni siquiera te interesan, incluidos esos seguidores que acumulas y controlas sus oscilaciones en número, con la misma pasión que los vaivenes de tus acciones en Bolsa.
Al cabo de un rato, respiras hondo. Has borrado cookies, has dejado de seguir amigos, te has deshecho de tantos correos y recuerdos digitales, que confías haberle dado esquinazo a ese pasado virtual que te acechaba en cada esquina. Atrincherada en una euforia nueva, tratas de convencerte que la vida, la de verdad está al otro lado, que solo hay que dejar el móvil en casa y abandonarse al sol que luce fuera. Parece fácil, pero una vez que lo haces, te llevas las manos a los bolsillos y te sientes rara como si te faltara algo. La extraña sensación de ir a la deriva, como un globo que sale volando al cielo, una sensación que dura lo que tardas en llegar a casa y sin quitarte el abrigo, te olvidas de la escoba y de tu abuela, y vuelves a abalanzarte de nuevo el ordenador. Ya eres tú otra vez.
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Foto: Los Simpsons