Hay una gran rotonda caótica, un puente que la cruza por encima y un agujero que desciende a los infiernos protegido por varios soldados. A un lado, el edificio que todos los extranjeros deberíamos intentar evitar mientras podamos: la Seguridad General. Yo espero pacientemente en una esquina la llegada de mi conseguidor, todavía ocupado con sus rezos y devoto agradecimiento a Dios por ser padre de familia numerosa.
Del agujero, que en realidad es una prisión para extranjeros, extranjeros desgraciados se entiende, etíopes, srilankeses, bengalíes…, salen a la luz del día dos travelos operados en alguna peluquería de barrio, el culo redondeado y prieto, los morros en carne viva por la silicona y el refrote, las pestañas postizas, ese toque callejero y chulesco que iguala a todos los travestis del mundo. Hay que tener valor, me digo, para ponerse en un país árabe la peluca con el nardo colgando. Los pitidos de los taxistas se muestren insistentes, las miradas de desaprobación de esos padres de familia que conocen la homosexualidad desde tiempos inmemoriales no tienen misericordia.
Casi una hora después llega el conseguidor indicando, como no, que los europeos entran por una puerta y los europeos con enchufe por otra. Junto a varios bloques de hormigón y una barrera pintada en blanco y rojo pululan unos cuantos personajes tocándole los huevos al guardia con sus asuntos propios. A mí me han dicho que no hable si no es para evidenciar que soy idiota y no entiendo los sellos que se pegan en el pasaporte así que me limito a bajar un poco más el escote de la camiseta y sonreír a todo el que pasa por allí. Voy a sonreír en una mañana todo lo que no he sonreído en lo que va de puto año.
Nos dejan entrar pronto, el de la puerta mira con ganas de explicar lo que es el chiísmo al público femenino con sed de saber. Solo se escucha árabe, árabe de verdad, del que utilizan los que no han podido estudiar francés en una universidad para futuros idiotas made in Lebanon. No hay detector de armas, nadie controla que no lleves un par de granadas de mano en el bolso pero sí te obligan con diligencia a dejar el teléfono en un cajón no vaya a ser que algún vecino cabrón localice el inequívoco edificio por la señal y se anime a bombardear.
En una sala anónima cinco tíos uniformados zampan manushes y azúcar disuelto en un concentrado de naranja. Te indican un sillón roto del que asoma un relleno espumoso amarillento. En las estanterías destartaladas se acumulan cientos y cientos de papeles probablemente olvidados. Resulta increíble creer que sean tantos los extranjeros en Líbano como para que haya que rellenar esos miles de formularios, ¿de verdad hay tanta gente que como yo no sabe que hacer con su vida…? Se respira buen rollo en el ambiente, los machos comen, beben café, se dan besitos para saludarse, me piden que diga “Habibi”, cariño, y ya me vengo arriba en mi ilegalidad gritándole al mundo “I love Lebanon”.
El oficial que se ocupa de mi caso me cuenta que hemos nacido en el mismo año, le extraña que no haya podido encontrar aún a un macho como él, gordito, peludo, vago y con cochazo para derrapar en las rotondas. Firmo todo lo que me ponen delante, dejo mis huellas (se acabó ya lo de estrangular a alguien con mis propias manos), e incluso me muestro a favor de que en mis documentos figure el nombre de mi padre por si les apetece pedirle su autorización cada vez que salga del país o llamarlo para decirle que no se preocupe, que sigo fracasando ejemplarmente en Líbano, que los chanchullos me van y que practico cada día para asumir que, tanto en Oriente Medio como en la vida, todo es susceptible de empeorar.