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Pasar fatigas

 

Leo, nombre ficticio de un amigo que hace un tiempo fue muy cercano, me comentaba, hace ya casi dos décadas –cuando Madrid era noche y de día se dormía o se vomitaba: a veces las dos cosas– que uno de sus peores momentos era verse, a eso del amanecer, mordisqueando la almohada mientras un desconocido le apretaba por la retaguardia en un apartamento del que no sólo no sabía cómo había llegado sino cómo había salido. Leo no era homosexual, lo aseguro. Salvo cuando sobrepasaba la dosis de alcohol y psicotrópicos, generalmente farlopa, que le tiraban hacia Chueca como si aquellas noches que comenzaban siendo filosóficas, alrededor de una barra de bar cualquiera, se hubieran transformado en el frenesí incontrolable del Día del Orgullo Gay.

 

Pero lo que realmente afectaba a Leo no era verse allí, incrustado contra el cabecero de la cama; lo que de verdad le destruía era la imagen de su cara, que sin verla reflejada en espejo alguno, la imaginaba “pasando fatigas”, una frase que se me clavó en el cerebro en extraña metáfora con su caso. Que luego quedábamos con las novias y él como si tal cosa, pidiendo una de bravas mientras mordisqueaba un mondadientes que llegué a aceptarlo como parte de su atrezo.

 

Hace un par de días que recordé a Leo y no por haber pernoctado con un señor. Mi caso, mucho menos loable, se redujo a una intoxicación alimenticia producida, muy probablemente, por el consumo de ternera cruda en mal estado en el supuestamente mejor hotel –además, perteneciente a cadena internacional– de toda Camboya. Sumo a toda esta desgracia que apoquiné por el intento de asesinato cien dólares americanos, moneda de uso legal en este país pervertido y sometido hasta límites insospechados, que en estos días me acoge –¿o me recoge?– mientras me replanteo mi situación vital.

 

Lo dicho: once de la noche, retortijones, e información cerebral a mi cuerpo lozano: tira para el baño. Y yo, que casi sin tiempo para bajarme los pantalones, defeco cual tormenta del desierto –a los que acaben de comer, lo siento– para a posteriori, y cuando me aseaba con dignidad bajo una ducha humillante, provocar una vomitona que esta vez sí clamo al cielo por su duración y por los dolorosos espasmos que me produjo. Como todo esto aconteció en el baño de mi casa, al contrario que Leo y sus arremetidas por la retaguardia acaecidas en la prodigiosa década de los noventa en apartamentos desconocidos, yo sí que pude ver mi cara reflejada en el espejo, pasando fatigas sin necesidad de estar siendo horadado por algún militar de bajo grado en día de permiso. Perdí el bronceado facial, mis ojos parecían sacados de cualquier imagen tirada por fotoperiodista especializado en belicismo, temblaba, sudaba… La noche, eternamente psicodélica, me trajo despertares cada tres cuartos de hora y sueños tan rocambolescos que me fue imposible recordarlos cuando a la mañana siguiente me desperté sin saber quién era ni dónde estaba. Y de nuevo la ceremonia que justifica nuestra existencia: mirarnos al espejo. Que allí se encontraba un muerto en vida, que por tener sólo cuarenta añazos, iba, como las lagartijas noveles que mudan la cola, a recuperar el aliento.

 

La calle, como el vino tras tres días de distanciamiento –o a la novia tras la enésima pelea, justificación perfecta para reunificar fuerzas como hacía Leo con aquellos gays post-Movida madrileña–, sabe mejor que un Salmorejo recién enfriado o una devolución a tu cuenta de Hacienda. Porque para mí lo de pasar fatigas no se me da muy bien. Que soy mucho más tenebroso actuando que enfermando.

 

Ni que decir tiene que el momento más tremebundo de la vomitona fue cuando, desnudo, descubrí que mi pene medía un centímetro. Encogido para no molestar, u ocultándose por unos problemas de salud evidentes, temí por su integridad y sobre todo, tamaño. Luego llegaron las pesadillas que desembocaron en una mañana fresca –hacia calor– en donde, a duras penas, casi todo volvió a su posición original.

 

 

 

Joaquín Campos, 12/01/15, Phnom Penh. 

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