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Pascua florida

Pascua florida aunque en mi guarida las flores están cada vez más mustias. Es un problema de riego. No doy con el término medio. No consigo calibrar la intensidad como con tantas otras cosas que me acontecen. La cristiandad celebra la resurrección de Jesucristo y se congratula por ello. Nos felicita y nos desea buena Pascua. En varias comunidades la celebración prosigue el lunes. Recuerdo cuando vivía en Italia. Festejaban la Pasquetta. Lo hice un par de veces en casa de la madre de una novia de Cesena que tuve por entonces. Terminaba el ágape con gran pesadez de estómago. No sé si por el atracón de cordero y dulces o por tener que soportar durante tres horas a esa buena señora, que hoy seguramente está criando malvas.

Mi gobernante aparece en la tele creo que por quinta vez desde el estallido de la crisis. El tono en esta ocasión es deliberadamente bélico: ejército, enemigo, guerra, unidad, lealtad. Pretende sin yo pedírselo que me aliste en el bando de los buenos. Hay un momento en que casi lo logra. Admito que es una cuestión de confianza, de credibilidad en lo que me cuenta. Tal vez en el futuro. De momento no, disculpe. No me siento tranquilo cuando lo escucho. No puedo borrar de la cabeza muchos de los juicios que vertía hace apenas medio año. Sí, lo sé, la política es el arte de lo posible. Al verlo en la pantalla pienso que está solo en medio del caos. Su caos se llama poder. El mío, descreimiento.

La soledad del corredor de fondo.  El problema es que él necesita un Ejército para resistir al virus mientras que el mío se limita a mí. Ya tengo bastante con soportarme y soportar al psicoanalista jamaicano mediante videollamada entre Málaga y Kingston. Escuche, señor Esteruelas, no se mire tanto el ombligo, afirma en su inglés melodioso arrastrando las palabras a lo Bob Marley. Todos estamos solos, agrega: usted, su gobernante, sus amistades y hasta el Papa de Roma, que ha tenido que celebrar la Pascua en la inmensidad de la basílica de San Pedro sin ningún feligrés dentro. Vaya, eso sí que debe ser irritante y frustrante para el líder de la Iglesia católica, sentencia.

Todas las mañanas al levantarme y realizar una tabla de gimnasia conecto Spotify y escucho el piano de Bill Evans o la trompeta de Miles Davis. Me gusta el jazz. Miro el mar y me marco tarea. La principal, la de escribir a diario. Lo hago desde hace dos semanas. Me animó mi amigo Alfonso Armada a reactivar el blog que tenía dormido en Fronterad. Es la única disciplina que me impongo y gracias a ella puedo volver a despertarme al día siguiente. La escritura me ha salvado más de una vez a lo largo de la vida. Poco importa si estoy dotado para la pluma, si lo que digo no interesa a nadie y por tanto no se lee o si con razón no me leen porque de mi cabeza sólo sale una sarta de estupideces.

Un buen amigo que sí que me lee porque yo me encargo de enviarle el artículo por la noche como si fuera la chocolatina que te deja la camarera sobre la cama del hotel, me recrimina por haber sido demasiado podemita en mi último artículo. Me sorprendo, porque desde hace medio siglo no formo parte de ningún partido o movimiento político además de haber ejercido el derecho al voto tan solo en dos ocasiones en mi vida por diversas circunstancias que no vienen al caso. Qué paradoja. Bien que protestaba y me quejaba durante el franquismo cuando era joven por la falta de libertades.

Pero sí creo que la sociedad occidental capitalista tal como está ha reventado en sus hechuras. O cambia o la cambian los acontecimientos. Pienso que más bien lo último.

Bill Gates, que hace cinco años alertó de que la próxima guerra mundial la causaría un virus, afirma que desde hace más de dos décadas lleva pidiendo a los líderes mundiales que inviertan más en salud, en la ciencia, especialmente en los países más pobres. Las pandemias nos recuerdan que ayudar a los demás no sólo es correcto, sino inteligente, sostiene el mecenas y fundador de Windows.

Observo con interés el cambio que anuncian los expertos en las costumbres y relaciones sociales. Jamás he sido muy dado a las grandes expresiones de efusión. Cuando viví en Japón me habitué a no dar la mano, sino simplemente a imitar la pequeña reverencia cuando me reunía con alguien. Sin embargo, creo que fue allí donde me infecté del virus de la agorafobia. No podía soportar la aglomeración. Me faltaba el aire más de una vez y tenía que escapar. Cuando regresé a Occidente esa neurosis se agudizó. No sé si tiene remedio y si lo tiene el jamaicano no ha sido capaz de encontrarlo. Pienso yo que tal vez cuando esto termine salga curado de espanto de tanto acercamiento.

Leo que a lo mejor las medidas de distanciamiento social obligan a implantarlas incluso en la playa. Qué maravilla. Pasear por la arena o por la orilla sin el agobio de los bañistas. Mi padre, que era un individuo, pienso yo, muy inteligente pero que la providencia no le había dotado de inteligencia emocional, odiaba los ruidos, las concentraciones y seguramente hasta la humanidad entera. Sin embargo, no le importaba revolcarse en el mar allí donde se congregaba un buen gentío por temor a perder pie.

¿Cambiarán tanto las costumbres hasta el extremo de que eso conlleve un giro, por ejemplo, en las relaciones sexuales? Recuerdo una peli de Woody Allen, de hace la friolera de medio siglo. Sleeper es el título en inglés. El protagonista, o sea él, había sido hibernado por error y cuando lo despertaban muchísimos años después aparecía de camarero en una casa robotizada. El sexo entendido como una comunión de cuerpos había dejado de existir. Las parejas gozaban metiéndose por separado en unas cabinas cilíndricas. Apretaban un botón, se encendían unas luces y se excitaban. El acto duraba poco tiempo. Salían, al parecer, satisfechos y para nada frustrados porque proseguían la charla y la rutina de la convivencia. No se me olvida el nombre del aparato en cuestión. Se llamaba Orgasmotron, creo. Era un aparatejo que en cualquier casa no podía faltar al igual que hoy un televisor o un ordenador. En fin, que se avecinan cambios, aunque aún es pronto para saber cuáles.

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