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Acordeón¿Qué hacer?Paseo entre el amor y la muerte en Burkina Faso

Paseo entre el amor y la muerte en Burkina Faso

Acabo de leer que han asesinado en Burkina Faso a dos periodistas españoles, David Beriain y Roberto Fraile, y al director de una ONG de protección de la fauna salvaje, el irlandés Rory Young.

Como yo, muchos otros españoles lo habrán leído y lamentado porque ha sido noticia de primera página en todos los medios. Muchos amigos me han escrito para preguntarme si me encontraba bien porque Burkina Faso ha sido mi hogar durante muchos años.

No ha sido mi patria porque no creo en ellas. Esconde esa palabra demasiadas insolidaridades. Amén que no era posible tener la doble nacionalidad, si me convertía en burkinabé tenía que dejar de ser español.

Para los que nos sentimos internacionalistas la alternativa más lógica, ser apátrida, ocasiona tantos inconvenientes que por muy convencido que estés no merece la pena hacerlo. Tampoco conviene ser idiota por ser internaciona­lista.

Burkina Faso se me metió en la piel.

Me fui allí hace ya un montón de años, a principios de 2010.

Víctima de un desengaño amoroso, me dejaron plantado, decidí coger unos meses de excedencia y marchar a Burkina Faso (BF) para intentar superarlo.

Elegí BF porque trabajábamos ayudando con una ONG española allí radicada. Mi empresa y mi familia.

Aquello era otro mundo. Aquello es otro mundo.

El Tercer Mundo más concretamente, y BF siempre situada entre los cinco países con peor índice de desarrollo humano de las Naciones Unidas.

La gente no sabe lo que es eso si no lo ha vivido, si no lo ha vivido sintiéndolo suyo.

Ves imágenes de hambrunas por la televisión que duran escasos minutos, si llegan, mientras estás comiendo y se te quita un poco el apetito y pasas directamente al postre o intentas olvidarlo lo antes posible. Quizás escribir una carta de queja a la televisión por emitir unas imágenes tan desagradables a la hora de comer o cenar.

Algún otro siente el impulso de hacer una donación para ayudar a callar su conciencia y a algunos incluso no se les olvida hacerlo. Muchas personas viajan al Tercer Mundo para ver sus bellezas naturales o culturales y no les amargan sus selfies los pobres y mendigos ni los soportan como tienen que hacerlo con los mosquitos, el calor o las pestilencias, gajes del oficio del turista intrépido y aventurero.

Anécdotas que comentar enseñando las fotos como si fueran las de una boda con el lugar.

También he conocido turistas solidarios, gente que viajan con una ONG para pasar unos días viviendo la experiencia única de la cooperación solidaria en medio de todo ello.

Gente que se siente redentora del Tercer Mundo cuando lo que hacen es redimirse así mismos y lavar sus conciencias y conseguir dormir en paz con el Universo.

Incluso he conocido profesionales de la solidaridad, personas que, quizás movidas por un deseo sincero de ayudar a los demás, deciden que se van a dedicar a eso como forma de vida.

Lo que empieza siendo algo altruista acaba siendo una profesión con su sueldo y sus condiciones de vida, que intentan mejorar, de posible, como en cualquier carrera profesional.

No soy quién para criticar a nadie porque cada uno sabe lo suyo y qué anida en su corazón.

Pero he llegado a conocer a un tipo en Burkina trabajando para Cruz Roja que era racista, despreciaba totalmente a los negros.

No debería generalizar porque he conocido a alguna persona maravillosa con el corazón de oro, pero no me gustan los trabajadores de las ONG, excuso decir de los dirigentes.

Yo soy ateo militante, pero respeto a las monjitas que trabajan en estos menesteres. A los curas, mucho menos.

Como comprenderéis todo esto es tan relativo y subjetivo como que está basado en mi corta experiencia personal.

Por mi parte me metí en este lío de montar un centro para ayudar a las personas en Burkina Faso por una cuestión de vanidad y orgullo. Para demostrar que soy la hostia. Y no lo soy, la hostia.

Aunque las hostias me las he llevado casi todas.

En todo caso quiero confesarlo tranquilamente.

Todo lo que hice por BF no eran más que ganas de querer ganar una santidad y un cielo en los que no creo.

Ahora eso se acabado.

Creo que llegue a Burkina el 10 de marzo de 2010, dos días antes había sido el Día de la Mujer, que en Burkina es fiesta nacional.

Me perdí las celebraciones, pero no me perdí el calor. Yo no sabía lo que era el calor hasta que llegué allí.

Cierto que en España puedes pasar épocas de canícula prolongada en determinados años, pero en el Sahel, donde está Ouahigouya, la ciudad donde vivía, eso es sí o sí en la época seca.

Por si no lo sabéis la incidencia del COVID-19 en Burkina Faso es prácticamente inexistente. Con todas las malas condiciones sanitarias y higiénicas del país el total de fallecidos por el COVID-19 desde el principio no llega a los 200. El calor mata el bicho. Pero no penséis en mudaros allí una temporada porque ese bicho no mata, pero hay bichos mucho peores que lo harían como han podido padecer nuestros compatriotas.

Llegué a Burkina con los miedos y prevenciones alarmistas de todos los blancos: malaria, disentería, intoxicaciones… Armado con todos los remedios posibles contra los mosquitos comprobé que servían de poco al ver un día uno bebiendo del difusor eléctrico de líquido anti mosquitos.

Tengo amigos que venían a visitarme y se lavaban los dientes con agua mineral.

Para eso, quédate en casa.

Allí empecé a descubrir muchas cosas que desconocía.

Sobre toda la miseria.

No tener nada, a veces ni siquiera una comida al día. Y cuando hablo de comida no me refiero al menú del día: primero, segundo, postre y bebida; me refiero a una masa de harina de mijo mezclada con alguna hierba o pasta de cacahuetes para darle algo de sabor.

Allí los cacahuetes, algo que aquí desprecias cuando te los ponen de aperitivo, es parte importante de la alimentación.

Comprendí por qué la gente enfermaba tanto y morían por cualquier cosa que podía ser tratable y curable con facilidad.

Por un lado, no tienen alimentación equilibrada, a veces ni siquiera de la otra, que les permita luchar contra una simple infección y para acabar tampoco tienen ningún sistema de salud adecuado.

Mejor dicho, ningún sistema de salud gratuita, aunque algo está cambiando.

Si no pagabas no tenías asistencia sanitaria y si no llevabas las medicinas que necesitabas cuando llegaras al hospital te morías en la entrada. Literalmente.

Nunca olvidaré a Etienne, un chaval con asma, al que solía traerle inhaladores de España. Allí hay, pero hay que pagarlos.

Un día tuvo un ataque de asma y lo llevaron del colegio al hospital, tardaron en localizar a los padres para que pudieran comprar el inhalador y el pobre chaval murió esperando.

Lágrimas amargas por no haber podido hacer nada.

Creo que era el único que lloraba en el entierro.

Allí la vida es muy difícil, pero la muerte es tan fácil…

Y todo el mundo está muy acostumbrado a ella, vivía entre nosotros.

Recuerdo a una médico, cooperante cubana, que tuvo que volverse a Cuba atacada por una depresión generada por la impotencia de ver a tantos niños morirse sin poder hacer nada y que le recordaban a sus hijos.

Haces lo que puedes, pero acabas reconociendo que no puedes salvar a todo el mundo, que no puedes cambiar el mundo, todo lo más hacer pequeñas cosas irrelevantes en tu pequeño mundo, al menos eso.

Nunca sentí tanto haber errado mi profesión y no haber estudiado medicina.

Algo útil y válido para ayudar a los demás.

Los niños.

Por todas partes.

Hay niños para dar y tomar.

Una pirámide de población que hace que el 50 por ciento de la misma tenga menos de 15 años.

Te pueden ofrecer niños para que te los quedes y les puedas dar un futuro.

Madres que quieren lo mejor para su hijo o desembarazarse de esa responsabilidad e imposibilidad de alimentarles siquiera. Y montones de orfanatos, acogiendo niños a los que difícilmente puedan conseguir una familia de adopción extranjera, jamás una familia burkinesa.

O los miles de talibés, niños musulmanes recogidos en las madrasas, escuelas coránicas, que pasean el día mendigando por las calles para llevar dinero al imán y con una lata atada con una cuerda por si la gente se apiada y les echa un poco de arroz o tô, la masa de harina de mijo, sorgo o maíz para que puedan comer algo.

Niños que enamoran con sus ojos, su sonrisa, ¿quién puede no amar a un niño? Los ves por todas partes.

Niños pequeños jugando en las basuras cogiendo cualquier alambre herrumbroso y sin nadie cerca que se preocupen por ellos. Cuesta acostumbrarse a cosas así, pero, como todo, es cuestión de tiempo.

Al principio no podía quedarme tranquilo, pasan unos años y llega un momento en que ni te fijas en ello. Forma parte del paisaje, como la basura que está por todas partes.

Pero son niños, no basura.

Niños luchando por sobrevivir.

Una vez mi hija me recriminaba que le echara huesos de pollo, se astillan, a su perro cuando yo veía en Burkina como bebés de poco más de un año se agarraban al hueso de un muslo de pollo y el código genético les enseñaba a no soltarlo. Jamás he visto que se le cayera a ninguno, y chuparlo e intentar masticarlo.

Aquí es difícil comprenderlo, incluso los pobres y mendigos de España comen mucho mejor que la media de la población allí.

Siempre recordaré la versión de La decisión de Sophie burkinabe. Entre otras actividades llevaba ropa y comida  a algunos CREN (centros de recuperación y educación de nutricional), donde las mujeres iban con sus hijos malnutridos a quedarse allí con ellos para que los curaron y se alimentaran tanto los niños como las madres y les enseñaron a éstas cómo alimentar a sus hijos.

Un día me sorprendió encontrar tan pocas mujeres en el centro y le pregunté al director.

Me explicó que era tiempo de cosecha y que las madres debían escoger entre salvar al hijo malnutrido o poder recolectar para tener comida para el resto.

Niños agarrados a sus míseras existencias intentando ser niños y peleando por un simple caramelo.

Y no os creáis esos cuentos fantásticos de solidaridad nativa. Son historias bonitas de blancos para vender la moto del buen salvaje.

La selva es la selva. Es la ley del más fuerte la que se impone, porque la muerte acecha ahí mismo y mejor tú que yo, es lo normal que pienses.

¡Cómo no van existir yihadistas con el caldo de cultivo que son las escuelas coránicas y lo fácil que es pasar de talibé a talibán!

Qué importa morir si además con ello te ganas el Paraíso y un montón de huríes.

Conforme fueron pasando los años mis emociones se trasladaron de los niños a las ancianas.

Trataba de ayudar a formar a los niños y jóvenes por si con ello podrían llegar a cambiar un poco sus condiciones personales o familiares, no porque pensara que podían llegar a cambiar el país, cosa que es estructuralmente imposible con el sistema económico actual y la explotación del Tercer Mundo y sus recursos naturales, ayudados por los gobiernos locales en los que la corrupción no es menor que lo que podemos tener nosotros en España. Lo que pasa es que allí es más sangrante.

Digo que mis sentimientos y lo que me tocaba mi fibra sensible pasaron a ser las ancianas.

Los hombres, no; las mujeres.

Si la mujer es el negro del mundo, la mujer africana es el negro del negro del mundo.

Ves a un niño, incluso una niña, y piensas que tiene una vida por delante y la posibilidad, como al que le toca la lotería, de que su vida cambie para bien, para peor ya es difícil.

Pero ves a una anciana, arrugada como una pasa por el viento seco y el sol, los ojos apagados por el polvo y gastadas las manos y el cuerpo de acarrear sobre si el sustento diario de su familia.

Miradas tristes y desengañadas de que las cosas puedan mejorar.

Rota de parir hijos de los que habrá tenido que enterrar más de uno y no esperando más que llegue el día del sueño eterno. Descansar.

Ver iluminarse los ojos y pensar una sonrisa que descubre una boca sin dientes porque le han regalado ropa, juguetes para sus hijos o nietos o cualquier otra cosa y que te dediquen un baile de agradecimiento y respeto es mucho más de lo que puede uno encontrar en España.

Estas cosas hacían que en cuanto volvía España estaba deseando volver a Burkina.

No soportaba las discusiones y las tonterías que entretenían a la gente aquí comparándolo con lo que es la realidad de la vida y de la muerte que viví en Burkina.

Llegó un momento que ya no podía seguir sosteniendo lo que hacía y tuve que cerrar el centro.

Tuve una pareja africana, pero me acabó dejando. Últimamente es mi sino.

En España me enamoré y acepté casarme.

¿Dónde me iba a casar sino en Burkina Faso?

Es mi hogar más que Madrid.

Un bodorrio precioso con más de 300 personas a comer, todo muy bonito y folclórico.

Pero me envenenaron con etilenglicol, anticongelante, y me salvé de milagro, aunque me llevó un par de meses al hospital en España y me ha dejado fastidiado de los riñones.

Después de eso, julio de 2019, no he vuelto por Burkina. Me gustaría volver porque tengo algunos de mis mejores amigos y un montón de niños que me echan de menos.

Pero ya he visto los ojos de la muerte y prefiero seguir viviendo un poco más.

Egoísta, pues sí.

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