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Paseo por Manhattan

 

Eran los dos de nacionalidad española y habían quedado para dar un paseo por Manhattan a instancias de un amigo común. No se conocían de antes. Uno de ellos estaba de visita y se llamaba Javier y el otro, apodado Madrul, llevaba ya más de veinte años en la ciudad. Javier era vasco y ejercía de filósofo y Madrul no se sabía muy bien lo que era, salvo que daba clases de español y de literatura en uno de los muchos centros universitarios repartidos por la ciudad, además de leer y escribir algo en sus ratos libres, aunque no mucho, porque la escritura requiere dedicación y esfuerzo y Madrul había decidido desde edad temprana -por una mezcla de inseguridad y haraganería- ser un diletante. Ninguno de los dos, ni Javier ni Madrul, eran ya jóvenes, pero tampoco se puede decir que fueran viejos. Todavía barajaban proyectos y su conversación no se veía lastrada por el pasado, los achaques o las manías.

 

Así, bajo la luminosidad de una espléndida mañana de otoño, Javier y Madrul pasearon por Manhattan durante varias horas llevados por los vaivenes de la azarosa charla, la cual resultó tan errática como su errático paseo. De la calle 12, bajando por Broadway, llegaron hasta Canal Street, y de ahí al Puente de Brooklyn, desde donde pudieron contemplar la Estatua de la Libertad, que en la distancia y en mitad de la ensenada parecía enteramente una estatuilla de souvenir. No sé si allí, en mitad del puente, o de regreso otra vez a China Town, hablaron de Nietzsche y de Aurora, obra que Javier estaba traduciendo. Madrul encomió la modernidad del pensador alemán y Javier subrayó que en una época de corrección política y de hipocresías igualitarias su pensamiento no podía ser más actual y refrescante.

 

De pronto, un ciclista pasó raudo por el carril de las bicicletas que los dos paseantes habían invadido. Javier se apartó como pudo y luego comentó, no sé si inducido por el incidente, que en la ciudad donde vivía, en el norte de España, parecía haber triunfado la sinrazón nacionalista. Madrul dijo que todo nacionalismo es absurdo, pero mucho más cuando se basa en una gran mentira…

 

-Bueno, toda nación -aclaró Javier- tiene siempre un origen más o menos mentiroso.

 

-Ya, pero el origen de la nación vasca es un mito demasiado chapucero y muy reciente, ya que toda la historia de las Vascongadas, si uno se informa un poco, está unida a Castilla. Castilla no se concibe sin los vascos ni los vascos sin Castilla. Las vascongadas jamás fueron reino, ni principado ni condado. Su supuesta diferenciación es solo regional. Tienen muchas menos razones para la independencia que los bretones, los escoceses o los corsos. Y no digamos que los catalanes. Diría más. Puestos a hurgar en el asunto, Vizcaya o Guipúzcoa son más españolas que Granada o Murcia.

 

-¡Y tanto!, exclamó Javier. Si hasta el mismo Sabino Arana, antes de su conversión, decía que los vascos eran los más españoles de todos, puesto que eran los menos contaminados por la sangre semítica o mora. Fue su hermano quien le recordó que ellos no eran españoles, sino vascos. Así fue cómo se cayó del burro español para subirse a la borrica vasca.

 

Javier y Madrul continuaron su peripatética charla hasta llegar a un restaurante chino sito en la populosa y muy china calle de Canal. Del nacionalismo vasco pasaron a hablar de literatura, y allí Madrul se despachó a gusto y mostró su disconformidad con alguna reputación literaria, para regocijo de Javier, al cual le hizo mucha gracia cuando su interlocutor dijo de un conocido escritor que le resultaba un tiquismiquis estreñido con una prosa tachonada de cagarrutas inodoras e insignificantes. Javier le pidió entonces el nombre de algún escritor que le agradara, pero Madrul, en lugar de dar nombres, se lamentó de la vacuidad y la falta de nervio de buena parte de los narradores actuales y Javier apuntó que, a lo mejor, los novelistas habían perdido su propósito, como anteriormente los poetas y quizá los propios filósofos.

 

Al terminar de comer en el chino, los dos decidieron tomarse un café en Little Italy, y hasta allí se fueron tras dar otras vueltas inútiles, pues si algo empezaba a quedarle muy claro a Javier es que Madrul, a pesar de sus muchos años en Nueva York, era bastante atolondrado con las direcciones. Ya en el interior del café, en una penumbra de mármoles y sillas de hierro repujado, Madrul se sacó su iPod y le enseñó a su interlocutor su biblioteca de libros electrónicos, y el programa de dictado, y hasta le contó de otro programa que podía traducir a cualquier lengua lo que se le dictara.

 

Madrul remachó:

 

-Si esto sigue así, muy pronto no harán falta traductores.

 

Javier dio un último sorbo al café.

 

-¿Tú crees?

 

-Sí que lo creo. Habrá interpretaciones y versiones más o menos libres, pero las traducciones literales estarán a cargo de las máquinas.

 

-¿Se acabará entonces la maldición de Babel?

 

-Bueno, no mientras exista el vascuence…

 

Los dos se rieron y salieron luego a la calle. El sol de la tarde doraba las cornisas de los edificios. Caminaron Broadway arriba y llegaron a la librería Strand, el punto donde se habían encontrado a primera hora de la mañana. Antes de despedirse Madrul le hizo una foto a su nuevo amigo y le deseó suerte para el resto de su estancia en NY.

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