Home Frontera Digital Pasión ucraniana

Pasión ucraniana

Aprendemos, aprendo, geografía e historia de Ucrania a marchas forzadas. Un país devastado por la guerra de Vladímir Putin. Nada puede justificar una guerra por mucho que el invasor denuncie la necesidad de construir un espacio de seguridad, que tal vez de manera imprudente Occidente se lo quitó tras la desaparición de la Unión Soviética y el ingreso de los países del antiguo Pacto de Varsovia en la Alianza Atlántica. Pero a mí, personalmente, más allá de la perturbación mental de un criminal de guerra, en palabras del presidente de EEUU, Joe Biden, me golpean las historias humanas que veo y escucho a diario a través de los medios. Esta guerra es la de las imágenes grabadas con un móvil, la de las redes sociales. Noticias no todas sin confirmar desde luego.

El peligro que tiene la putinofobia que nos invade, y que la integramos en nuestra cabeza muy justamente, es que la extendamos a toda la población rusa, que caigamos en una rusofobia injusta. Que comencemos a expedir carnets de demócratas según quien sea ruso o ucraniano. ¿La cultura debe también verse salpicada por la barbarie?

Leo que en una universidad privada de Milán se ha suspendido un curso sobre Fiodor Dostoievski simplemente porque quien lo iba a impartir tenía la misma nacionalidad que el autor de Crimen y Castigo. ¿Tiene algún sentido eso? No pocos directores de orquesta rusos están siendo apartados al frente de sus puestos en orquestas occidentales y a deportistas rusos se les exige una declaración de condena expresa de la barbarie. Creo haber leído que los organizadores del torneo de Wimbledon sopesan la idea de no autorizar jugar allí al tenista Daniil Medvédev si el hasta hace unos días número uno del mundo no se pronuncia claramente en contra de Putin.

El festival de cine de Cannes ya ha anunciado que en la edición de este año no invitará a ningún cineasta ruso. Esa medida tan radical no va a ser seguida por el de San Sebastián. Y me parece muy bien que así sea. La cultura no debe ser prohibida bajo ninguna circunstancia con excepción de que quien la produzca haga expresamente apología de la violencia y de la guerra. Distinto es que EEUU, la Unión Europea y Japón persigan con sanciones a la larga lista de magnates rusos enriquecidos gracias a Putin y que han hecho negocios poco claros dentro y fuera de su país. Claro está que la hipocresía que caracteriza a nuestra sociedad permitió que esos multimillonarios hayan sido tratados con guante blanco en Europa abriéndoseles las puertas del poder. El dinero manda. Oligarcas del petróleo y de otras industrias, inversores y propietarios de clubes de fútbol. Todos ellos eran admirados con envidia, se fotografiaban con dirigentes políticos y grandes ejecutivos aunque luego se sospechaba que sus negocios no fueran limpios.

Putin es un apestado, un paria, según dijo Biden en las primeras horas después del ataque a Ucrania, y debe pagar por esta tropelía al margen de que las dos partes alcancen pronto un alto el fuego que desemboque en el final de la guerra. Pero a mí me resulta ridículo y cómico la conducta de políticos o empresarios europeos que se han aprestado inmediatamente a repudiar la amistad con él. Hasta los separatistas catalanes, que flirtearon con colaboradores del hombre del Kremlin, niegan ahora todo vínculo. Ignoro si Silvio Berlusconi, gran amigo de Putin, ha abierto la boca. Todo ello recuerda a aquellos prebostes o cuadros de segundo nivel de nuestra dictadura que trataron de borrar cualquier relación con el franquismo y proclamar su compromiso con la democracia en la agonía de Franco o a su muerte.

En mi ciudad accidental el alcalde quema la foto de su visita hace años a Moscú en la que Putin le entregó una medalla, un acto previo a la apertura de un Museo Ruso aquí. Debe de sufrir pesadillas el veterano regidor y a lo mejor ha devuelto en un sobre la condecoración putiniana. En estos días ha surgido un movimiento ciudadano para que se cierre el museo. Imagino que así se hará porque, además, el plazo de renovación de toda la obra pictórica allí expuesta vence próximamente.

Aprendo geografía ucraniana a toda velocidad. Sé ya distinguir dónde se encuentra Járkov, la segunda ciudad del país después de la capìtal, Kiev, asediadas ambas y que resisten después de más de tres semanas de bombardeos. También Odesa, la histórica joya del imperio ruso y puerto comercial del Mar Negro. Sus habitantes han demostrado tener sentido el humor. Han cambiado muchas señales geográficas para confundir al enemigo. Me recuerda a alguna peli de Lubitsch. La tragedia no les ha impedido manifestar su sensibilidad musical. La orquesta municipal celebró un concierto en plena calle y la ópera tuvo a bien interpretar el Nabucco de Verdi también en el exterior.

Estremecen los ataques indiscriminados contra la población civil de ciudades ya mártires como Mariupol, en la costa sureste del mar Azov, contigua al territorio prorruso del Donbás. Los soldados invasores bombardearon una maternidad hace días y ayer destruyeron el teatro de la ciudad convertido en refugio donde se encontraban dos centenares de personas, incluidos muchos niños. Conmueven sucesos de ciudadanos con una valentía increíble. Leo y luego oigo el caso de una mujer que tocó música en un piano de cola en su piso de Kiev, con las paredes desgarradas por las bombas, poco antes de huir. Me hace evocar escenas de El Pianista, la bella peli de Polanski sobre el gueto judío de Varsovia tras la ocupación nazi.

“Aquí estamos, en nuestros asientos de primera fila de un circo sangriento, viendo todo en la televisión y en Twitter, atrapados entre la piedad infinita y un razonable egoísmo”, escribió en la primera semana del ataque en El País el novelista británico Ian McEwan. ¡Cuántos ríos de tinta han sido publicados antes y durante la guerra! ¡Cuánto escepticismo y visión equivocada sobre las verdaderas intenciones de Putin! ¡Cuánta estupidez y miopía de nuestra izquierda más radical! “¿Cuántas veces se ha ridiculizado en el discurso público la exigencia de derechos humanos y civiles sin importar dónde ni para quién, y se la ha tachado de “moralista” y “elitista”? ¿Cuántas veces se ha reafirmado el universalismo, pero se ha despreciado a aquellos a quienes se les niega la igualdad de derechos calificándolos de “buenistas” y “ajenos a la realidad”?”, observa la periodista y filósofa alemana Carolin Emcke en una tribuna en El País. Más allá del análisis político, esta guerra debe ser fuente de inspiración literaria para muchos escritores, centrada sobre todo en el comportamiento humano y en el de conductas de héroes anónimos como esa pianista que se deleita de la música antes de abandonar el hogar y en dirección al exilio.

Yo tengo la esperanza de que la tragedia concluya pronto, pero soy bastante escéptico sobre el acuerdo de paz que las dos partes suscriban con la anuencia de Estados Unidos y la Unión Europea. Vladímir Vladimorovich Putin debe ser juzgado por crímenes de guerra bien sea en el Tribunal Penal Internacional de La Haya o en un órgano judicial creado ad hoc. Lo contrario será muy perjudicial para los europeos en primer lugar y para la democracia y seguridad mundiales.

Coda

En estos días he tenido oportunidad de ver dos películas con las que no me he reconciliado ni conmigo ni con el resto de la especie humana. Pero que sin embargo me han gustado muchísimo. La primera, Drive my car, del japonés Ryuseke Hamaguchi, en una versión muy libre de un relato de Haruki Murakami y llamada a ganar un premio en los próximos Oscar. Y la segunda, La peor persona del mundo, del danés Joachim Trier y con una interpretación excelente de una atractiva actriz, Renata Reinseve. No tienen ninguna semejanza más allá de su larga duración. Pero sí lograron revolver mi interior a través del silencio y la empatía de sus personajes o el descoloque de una mujer que va dando tumbos y no encuentra ni sabe lo que busca.

 

Salir de la versión móvil