Invadir Crimea no es un signo de fuerza, pronuncia un sentencioso Barack Obama convertido de pronto al pacifismo, «sino de debilidad». Y esto lo dice el líder de la mayor democracia del mundo, la misma que ha extendido su concepto imperial de libertad a costa de casi un millón de muertos en los últimos veinte años. Sólo en Irak, más de medio millón de cadáveres. Sin contar, claro está, la gente que permanece viva en condiciones inhumanas. Sin ir más lejos, los millones de prisioneros en Gaza y Cisjordania, campos de concentración insostenibles sin el beneplácito estadounidense. ¿Qué pensará esta población cautiva, aunque sean islamistas, del “nuevo” poder ruso?
Mientras tanto, el psicodrama mundial sigue, seguirá por unos meses. Rusia representa sólo un “poder regional”, dice Obama en la última reunión del G-7 para calmar a sus aliados. Pero es una frase tranquilizadora de uso interno, destinada a los halcones patrios –no sólo republicanos- que le acusan de blando. Lo es –ni siquiera ha conseguido acabar con Guantánamo–, pero no tanto. Si sólo se tratase con el asunto de Rusia de un fenómeno regional, ¿a qué viene tanto revuelo?
En todo caso, la frase es indicativa de nuestro racismo conceptual, esa sistemática discriminación positiva que realizamos a favor del tamaño. Lo que es pequeño no cuenta en el reparto de papeles en la escena mundial. De ahí que las naciones modestas, como Corea o Irán, se hayan empeñado en el poder nuclear para parecer grandes. Nosotros les hemos empujado a ello. El tratado de no proliferación nuclear es en realidad un tratado de no proliferación mundial. Es necesario preservar el guión global para unas pocas naciones, más o menos conocidas. Toda potencia alternativa –sea Brasil, India, Colombia, Irak, Cuba o Siria debe contentarse con ser una potencia regional. Salvo que tenga una tecnología de largo alcance, como intentó Irán.
Seamos francos, sólo por un momento. Si Rusia fuera un vetusto poder regional, sin potencia planetaria, ¿alguien tendría respeto por su compleja singularidad? ¿Estaría Rusia en el Consejo de Seguridad de la ONU, en el G-8? Occidente, que lleva años intentando ignorarla, desde luego no la respetaría. China, que lleva años respetándola, probablemente tampoco lo haría.
¿Conflicto regional? Buena idea, sin embargo, después de este pequeño susto, la de visitar al Papa católico, el líder espiritual de millones de sureños -no ortodoxos– a los que Washington maltrata día a día, dentro y fuera de sus propias fronteras. ¿Se deberá esta sonriente pleitesía, este gesto hacia el Sur, también a Putin? Al final, medio mundo –también una Ucrania por fin generosamente integrada, cual llorosa provincia, en la disolución europea– va a tener que agradecerle a Rusia un sinfín de éxitos comerciales. Que nadie se angustie. Ya verán, pronto tendremos una nueva foto de grupo. Todo el mundo corre ya para ocupar su lugar en ella, también España y sus energías alternativas.
Angela Merkel, que habla ruso y no va a olvidarlo en unos meses, dice que los rusos “viven en otro mundo”. ¿A qué se referirá aproximadamente con esta frase? Sobre todo, después de un espionaje aliado que ha llegado a pinchar su propio teléfono particular. También esta espinosa cuestión, basada en el simple hecho de que la insularidad angloamericana -la «doctrina de la separación», dice Steiner- siempre desconfió de Europa, será retocada a cuenta del renovado peligro ruso.
Vientres planos, pantallas planas, alta definición, tarifas planas, encefalogramas planos. Para compensar el riesgo de un aburrimiento terminal, Hollywood ha decretado la moda de la barba. En principio corta, pero incluso larga. Aunque también sobre esto Rusia, y los países árabes, marcan tendencia y nos llevan alguna ventaja. Incluso sin contar el aspecto extremadamente correcto de Vladímir Putin y Medvedev, la barba de Dostoievsky y Rasputín suben mucho la media.
En público decimos naturalmente otra cosa, pero Europa entera, de Italia a Francia, de Alemania a España, de Holanda a Portugal, no puede prescindir del contrapoder ruso. Seríamos entonces demasiado estúpidos. Todos los países en la UE intentaron de hecho el modelo californiano: aislamiento individualista y espuma espectacular; estado y mercado; soledad y sexo; economía y redes sociales… La típica dialéctica norteña. Pero este modelo sólo funciona en el espacio Schengen, puertas adentro de una elite protegida por estados fuertes y una macroeconomía potente, que ha de lidiar con Estados Unidos y la Federación Rusa. El modelo surf de ondas solteras conectadas por la espuma, choca finalmente con el rompeolas ruso, forjado durante siglos en la lucha con un entorno natural y unos enemigos políticos implacables. De los suecos a los tártaros, de los turcos a los alemanes, les hemos enseñado mucho.
Desde hace al menos medio siglo, los occidentales somos incomparables bombardeando pueblos exánimes. No tenemos nada que hacer contra una población y un territorio que ha estado siempre, ya antes de Napoleón y Hitler –quien llamaba a los rusos “sub-hombres”–, sometido a asedio. Y sobre todo por nosotros, no lo olvidemos. Los rusos nos respetan, nos admiran, nos conocen mucho más que nosotros a ellos. Incluso querrían querernos. Pero claro, no a cualquier precio. Y llevamos décadas, antes y después de Hitler, maltratándoles. El problema es ellos que no son exactamente igual que los musulmanes, la otra gran cultura cercana a la que machacamos. Tienen por un lado –repasen sus apuntes– la tecnología punta del cristianismo, la universalidad de la encarnación. Por otro lado, al menos desde el siglo XIX, poseen una ciencia y un arte punteros; también la balística y una tecnología de largo alcance. Ya la Wermacht, tal vez por primera vez en el III Reich, probó esa eficacia mordiente en las afueras de Moscú.
Los rusos tienen todo esa vanguardia, y además un apego mítico a un territorio. Es posible que nosotros, europeos clonados por la neurosis de la oscilación bursátil –que ha inundado todos nuestros modelos, desde el informe meteorológico hasta la inestabilidad psíquica del penúltimo ciudadano–, ya no podamos entender nada de esa legendaria alianza de extremos. Bajo el peso de la protección nuclear norteamericana, vivimos clonados por la excepción «cultural·»; por una «complejidad» técnica, social e informativa que impide toda decisión. Así, dejamos la decisión al Oeste y al Este, fuera del reino del medio que es Europa.
Es la UE la que es euroescéptica, mucho antes que Inglaterra. ¿Qué simboliza en realidad el espectáculo «internacional», dominado por la cultura angloamericana? Lo que se condensa, por ejemplo, en el logo Take it easy! La fluidez del aislamiento, la fuerza de la insularización -por no decir la estupidez- conectada. Por hacer un chiste fácil, las cosas se estropearon cuando la UE adoptó el inglés como idioma oficial. Cosa que, por cierto, no ha disminuido la desconfianza programada del Reino Unido.
Necesitamos a Rusia, con todos su defectos, para compensar todo esa idiota flexibilidad plástica. No podemos ser americanos, por mucho que lo intentemos: tenemos aún demasiada buena relación con lo trágico, aquello en lo cual los rusos son maestros. En medio de nuestra comedia neurótica, por tanto, no es extraño que la decisión rusa genere desconcierto y expectativas. No es extraño tampoco que, mucho más que con los depilados Cameron, Hollande y Obama, la decisión eslava levante en secreto pasiones sexuales, soterradas en la depresión europea. Por fin, en medio de la humillación mundial de la macroeconomía, aparece en el horizonte algo parecido a una decisión.
Pronto habrá una nueva escena mundial. Y sin derramamiento de sangre occidental, por supuesto. Primero, porque hace tiempo que nosotros perdimos la sangre; no tenemos nada que derramar. Segundo, porque los rusos reservan su sangre para batallas mayores. Recemos para que nunca lleguen. Desde luego, no va a ser en este caso.