Cuentan que Napoleón dijo una vez que la mano que da está siempre por encima de la mano que recibe. Cuando esa mano deja de dar, o da menos, la mano que recibe reclama la carencia, que siempre provoca melancolía: y es por ello que las luchas sociales son siempre melancólicas, “victimistas”, como se suele decir en la neolengua. El estado sustentado en la ideología liberal, escudándose en la libertad concedida a cada ciudadano, culpabiliza a la mano que recibe con el castigo recibido en nombre de la razón colectiva (la crisis, por ejemplo; o el reparto equitativo, o la recuperación de la economía…). La mano que da siempre se salva e inocula el sentimiento de culpa, como un veneno junto a la dádiva, en la melancólica mano que recibe.
En el plano familiar o privado, se reproduce la situación (los abuelos –la mano que da– que, con su pensión, ayudan a los hijos en paro –la mano que recibe–, en subcontrata, diríamos, pues los abuelos también reciben su ayuda del Estado que da. Todas las huelgas y luchas obreras (con sus excepciones, naturalmente) representan, por seguir con la metonimia, las manos que reciben y reclaman más, colectivamente, a la mano que da, que siempre queda por encima. Da igual que la reivindicación se dirija al patrón o al Estado: en la sinécdoque de Napoleón, son lo mismo.
En las democracias representativas (elecciones y farsa electoral: programas, mítines, propaganda…) encontramos de nuevo el mismo paradigma: “te voto a ti, partido X (la mano que da), para que, una vez en el poder, suplas mi carencia, cures mi melancolía y alivies mi culpa por ser la mano que recibe”. Es un mecanismo conductista perverso en su suposición de que la justicia es “dar a cada uno lo suyo” olvidando lo que de forma tan clara vio ya el Emperador.
Entre la mano que da y la que recibe surge una tercera: la mano que toma. Esta es la mano que no se conforma con recibir ni puede dar, porque no tiene, pero aspira a ello. En esta tercera sinécdoque –en la que entraría la toma violenta del poder o la propiedad, que excluimos ahora– aparecen dos impulsos que se desarrollan y normalizan con las sociedades burguesas, con la ideología liberal: la ambición y el deber. Pascal consideraba la ambición como una “pasión de viejos”; el deber, convertido por gracia de la vocación en una pasión subjetiva, es su reverso en el espejo: otra para ser la misma. De ellas, de estas pasiones tristes –reactivadas por las derechas políticas actuales con los eufemismos de “emprendedores”, “empoderamiento” o “hacer lo que sea necesario”– nos ocupamos ahora.
Lo hacemos a partir de dos novelas, Rojo y negro[1], de Stendhal (que afirmó que la literatura era un espejo en el camino) y Middlemarch, de George Eliot, con ayuda de dos ensayos estimulantes sobre una y otra obra[2]. Adoptamos un enfoque comparativo, en lo posible y, como es nuestra costumbre, con las contemporaneidades, un término que Manuel Azaña opuso al de y que, como saben los amigos, nos gusta y adoptamos como nuestro hace tiempo.
La ambición
La ambición era censurada como motivo de vergüenza en el mundo antiguo. Francesco Fiorentino recoge la definición del diccionario de Antoine Furetière en 1690: “desmedida pasión por la gloria y la fortuna”, y añade que “la ambición era concebida como una forma de concupiscencia, no por los bienes materiales (como la avaricia), ni por los placeres sensuales (como la lujuria) sino por el poder y lo que se habría denominado éxito”. La cuidadosa distinción de la sociedad del Antiguo Régimen entre ambición y codicia, hoy perdida, nos permitiría, sin embargo, entender la desagradable sensación –repugnancia, desasosiego– que nos producen los políticos y empresarios corruptos de la España actual: personajes como Rodrigo Rato, o cualquier otro de cualesquiera de las muchas tramas mafiosas investigadas por los jueces o denunciadas por la prensa libre, son simples codiciosos; no hay en ellos pasión alguna salvo la codicia, la pasión más triste.
Sigue Fiorentino explicando que “en el Antiguo Régimen, en el que la identidad estaba determinada por el rango, que a su vez estaba determinado por el nacimiento (…), la ambición era tabú, porque alimentaba un impulso contrario al orden natural y a la voluntad divina. Quienes la deploraban, clérigos o seglares, coincidían en que su principal síntoma era una especie de fiebre ávida, una agitada tensión nerviosa que consumía la vida”. ¿Cómo no recordar al Abel Sánchez de Miguel de Unamuno sufriendo de una parecida fiebre ávida que lo consumía? El Joaquín Monegro de Abel Sánchez, ya en la sociedad burguesa contemporánea, que acepta y estimula la ambición, sufría de otra concupiscencia del alma, de otra pasión triste, o “sombría”, como la llama Unamuno: la envidia.
La ambición y la envidia solo se diferencian en el modelo: el ambicioso lo emula; el envidioso lo quiere suplantar y anular. La ambición es una pasión fría en cuyo curso se cruzan el pasado y el futuro, la estrategia, la maquinación y el engaño; la envidia es una pasión destructiva y autodestructiva cuyo modelo y meta son inasequibles salvo en el asesinato o el suicidio. Si Julien Sorel trama de forma calculada y manipuladora su ascenso social, borrando las huellas de su pasado humilde e impostando una nueva identidad social morganática (a través de la seducción de Matilde, la hija del marqués de La Mole), que le permita ser admitido en el grupo de los privilegiados, Joaquín Monegro sufre su pasión sombría, que nace de los celos por el amor entre Helena y Abel, de forma destructiva. Los síntomas de la enfermedad social las describe Unamuno en términos naturalistas como los que se pueden leer en estas líneas:
“Pasé una noche horrible –dejó escrito en su confesión Joaquín– volviéndome a un lado y otro de la cama, mordiendo a ratos la almohada, levantándome a beber agua del jarro del lavabo. Tuve fiebre. A ratos me amodorraba en sueños acerbos. Pensaba matarles y urdía mentalmente, como si se tratase de un drama o de una novela que iba componiendo, los detalles de mi sangrienta venganza, y tramaba diálogos con ellos. Parecíame que Helena había querido afrentarme y nada más, que había enamorado a Abel por menosprecio a mí, pero que no podía, montón de carne al espejo, querer a nadie. Y la deseaba más que nunca y con más furia que nunca. En alguna de las interminables modorras de aquella noche me soñé poseyéndola y junto al cuerpo frío e inerte de Abel. Fue una tempestad de malos deseos, de cóleras, de apetitos sucios, de rabia”.
La ambición no se ennoblece hasta después de la Revolución Francesa con su santificación del individuo. La distinción del ambicioso frente al simple avaro y sus cálculos cicateros se vuelve ya canónica. Benjamin Constant lo dejaba claro a comienzos del siglo XIX, en sus Principes de politique: “No podemos excluir a los hombres ambiciosos de los cargos públicos, pero mantengamos a distancia a los avariciosos”. Si la clase política española leyera más a los clásicos, nos habríamos ahorrado muchos disgustos… Todo esto es así porque la ambición se contempla ya como compatibles con las virtudes positivas: el valor, la honradez, la imparcialidad, la generosidad… Adam Smith hará popular, verdad común, que el egoísmo de unos pocos redunda siempre en el bien común. La inercia de los gobiernos actuales que, como muñequitos diabólicos, elaboran reformas fiscales y laborales que favorecen siempre a los más ricos, con la justificación de que así se creará más empleo y riqueza para todos, es hija de este ennoblecimiento de la ambición, que ya había entrado tiempo atrás en el Panteón de las virtudes cristianas, de la mano inteligente y terrenal de Santo Tomás.
Fiorentino elige Rojo y negro como base de su reflexión porque entiende que es la novela inaugural de un ciclo narrativo de onda larga caracterizado por el triunfo de la ambición en el nuevo universo burgués. La ambición, según él, es una pasión “antilírica, que requiere cambios y giros repentinos: produce relatos”. Julien Sorel tiene un modelo, Napoleón, y un plan para emularlo. A pesar de la lejanía del modelo, se siente acuciado por el tiempo: el Emperador, con solo 28 años, ya había llevado a cabo sus más grandes hazañas. Pero la vida de Napoleón está dominada por una pasión heroica y sus hechos trascienden a toda Europa. La ambición de Julien es modesta, aunque le impone durísimas disciplinas, disimulos y manipulaciones: moverse hacia arriba en una sociedad de clases. Su principal obstáculo es su propio pasado. Como afirma Francesco Fiotentino, “el pasado del parvenu debe ser enmascarado o mistificado por constituir una amenaza para el presente.». El pasado siempre pasa factura al arribista y ese riesgo lo convierte en un anti héroe perdido en un juego de suplantaciones y falsas identidades… Que llega a nuestros días. El tristemente famoso Luis Roldán –primero de una larga serie– se autotitulaba como licenciado en Empresariales e ingeniero cuando su titulación más alta era de la Bachiller. Carmen Chacó se inventó un inexistente doctorado en Derecho. Leyre Pajín, que llegó a inventarse una cargo en una Facultad de la Universidad de Alicante que no existía siquiera. Tomás de Burgos, falso médico. El afamado Alfonso Guerra, perito industrial, que hacía referencias a sus imaginarias licenciaturas en Ingeniería y Filosofía… La serie continúa en nuestros días. Pasiones tristes, de pícaros de nuestra época perdidos en esa lucha del ambicioso contra su propio pasado. Su modelo lejano no es Napoleón, sino Lázaro de Tormes quien, al final de su relación autobiográfica, de esta no explícita declaración sobre el caso por el que ha sido citado, presume del éxito social que debe a su ambición: la obtención del oficio real de pregonero (y cornudo consentido, según los rumores) en la ciudad de Toledo:
“Esto fue el mesmo año que nuestro victorioso Emperador en esta insigne ciudad de Toledo entró y tuvo en ella Cortes, y se hicieron grandes regocijos, como Vuestra Merced habrá oído. Pues en este tiempo estaba en mi prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna”.
Julien Sorel, sin embargo, no llega a la “cumbre de toda buena fortuna”. El “todo está perdido” de la carta de Mathilde, el absurdo intento de acabar con madame de Rênal, su estancia en la cárcel abre una inesperada puerta de salida a la necesidad continua de maquinaciones que le ha impuesto su ambición, lo que Fiorentino llama una “ligereza de corazón”; esa que recupera cuando se libera del peso del futuro y del cálculo y disimulo continuos a que le obligaba la ambición, con su tenso arco hacia la nada…
El deber
El deber es la ambición en el espejo. Donde en los personajes ambiciosos encontramos el deseo de obtener un estatus propio de los privilegiados –desmintiendo el destino previsto en su pasado humilde–, en una sociedad dividida en clases sociales, en el personaje dominado por esta otra pasión fría hallamos, por el contrario, el impulso de entregar sus vidas a un deber, una vocación o una causa. Pero en el siglo XIX, como afirma Enrica Villari, “La fascinación por el deber no era un amor a la ley por sí misma, sino una preocupación por la higiene del yo”. Los modernos quieren hacer del deber heroico una pasión personal y subjetiva y es en esa contradicción imposible de salvar donde la entrega a una vocación o causa naufraga. Es lo que les ocurre a los protagonistas principales de Middlemarch.
En una carta de George Eliot a John Brackvood, mientras escribía Middelmarch: su objetivo era mostrar “la acción gradual de las causas ordinarias, no de las excepcionales”. La novelista era consciente de que esas causas ordinarias –las limitaciones que el pueblo y su presión social tanto como la búsqueda de la felicidad personal imponen– limitan y condenan a la postre el proceso de emulación heroica de los protagonistas. Lydgate, admirador de los grandes médicos de la Antigüedad, que pretendía investigar el tejido humano original hasta encontrar una panacea médica universal, termina escribiendo, como mayor logro, un humilde librito sobre el tratamiento de la gota. Admirado, rico, arruinado, preso en las redes de un amor fou con una mujer frívola y superficial, termina cumpliendo un destino convencional que desmiente su inicial entrega a la causa de la filantropía médica.
Dorothea, por su parte, una “mente teórica” admiradora de Locke y Pascal, decide casarse –como un acto, también, de entrega– con Casaubon, un hombre culto y tolerante mucho mayor que ella. Las “causas ordinarias” acaban convirtiendo ese matrimonio en un fracaso, que, sin embargo, devuelve la humana piedad a la protagonista en su fase final, cuando conoce la enfermedad de su marido y de la empatía del sufrimiento surge el perdón. Son también las causas ordinarias de la pobreza que ve en su viaje nupcial a Roma las que provocan su desprecio por el Arte: “¿Son necesarios tantos cuadros?”.
La lección de Georges Eliot en Middlemarch es una desengañada y venenosa, cuyos ecos resuenan aún en nuestro mundo. En sus palabras: “todos nosotros nacemos en la misma estupidez moral, tomando el mundo como una ubre con que alimentar nuestros yoes supremos”. Queda la sensación de que la raíz de la renuncia a sus privilegios aristocráticos de Lydgate o el matrimonio intelectual de Dorothea es, simplemente, el aburrimiento, el deseo de superar una vida banal y provinciana, prefijada de antemano. Como señala Villari, a Dorothea le mueve, en el plano moral, la misma rebelión contra la aburrida vida burguesa que a Emma Bovary (y añadimos nosotros: a Ana Karenina, a Ana Ozores, a Effi Briest…, otras tantas protagonistas entregadas a pasiones inútiles, de otras tantas novelas decimonónicas) en el ámbito del placer o del amor…
La mano que toma, que no se conforma con recibir, se ve abocada siempre a un parecido fracaso –en cierto sentido, son protagonistas de tragedias ridículas–, en las sociedades burguesas de después de la Revolución. Da igual que el impulso original sea la ambición, el deber o una causa. La contradicción imposible que termina transformando en cenizas sus motivaciones primeras es la de difícil o imposible compatibilidad entre una causa abstracta (vocación, revolución, deber, poder) y la búsqueda, al mismo tiempo, de las dosis de felicidad necesarias para la vida cotidiana. La paradoja de entregarse a una vida heroica o ejemplarizante en un mundo que ya no tiene –ni quiere– héroes. Que aborrece incluso la magnanimidad, en cualquiera de sus manifestaciones, en el afán de uniformidad mesetaria que es el verdadero espíritu de la colmena contemporánea.
[1]. Fiorentino, Francesco, ‘La ambición: Rojo y negro’ (‘L’ambiziones: Il rosso e il nero’, incluido en Franco Moretti (ed.), Il Romanzo, Roma, 2001. Vol. 1 Versión castellana: NLR nº 90, enero-febrero, 2015.
[2]. Villari, Enrica, ‘El deber: Middelmarch’ (‘Il dovere: Middelmarch’, incluido en Franco Moretti (ed.), Il Romanzo, Roma, 2001. Vol. 1 Versión castellana: NLR nº 90, enero-febrero, 2015.