La coyuntura impone una terca búsqueda de simbolismo a la visita. El turbio presente político importa hoy más que conservar indemnes los propósitos de Año Nuevo, ya marchitos la mañana del 2 de enero. No hay evidencias de protocolo turístico alguno: ni colas ni cámaras fotográficas ni audioguías. Fuera, un jardín descuidado y silencio; dentro, una persona viva y un puñado de tumbas vacías. Y más silencio.
“Como mucho vienen unas 20 personas al día”. Son las primeras palabras que cruza hoy con alguien el vigilante. “Por aquí no pasa ningún tour, y la poca gente que viene lo hace confundida, buscando la Real Fábrica de Tapices que está aquí al lado”. En la mesa, espejo de su aburrimiento, no hay trípticos informativos ni souvenirs. Su trabajo consiste en abrir y cerrar el monumento y en custodiar cenotafios que al Estado le importa un bledo que nadie visite. Una galería de espectros (Ortega y Gasset: “La Restauración, señores, fue un panorama de fantasmas”).
El conjunto, más funesto que funerario, es el Panteón de Hombres Ilustres de Madrid. Solo hombres. Solo políticos. Solos. Patrimonio Nacional se encarga de sacar brillo a los relieves y de poco más. El siglo XIX español es una entelequia, y el pasado y el presente desdichados de este monumento son su evidencia más descuidada. La metáfora es sencilla y tentadora. Unos padres de la patria a quien nadie rinde honores. Los arquitectos de un sistema político que hoy se regurgita solo como un pálido cliché y con atemporal voluntad calumniadora. Sagasta y Cánovas. El turnismo. El bipartidismo. Ajá: la conexión con el presente.
El monumento, inacabado desde 1899, es un anhelo antiguo, un empeño epidérmico más de parecer el Reino Unido o Francia, pero a la tosca manera española: disputas entre liberales y conservadores, intromisiones eclesiásticas y ambiciones desmedidas. El resultado fue un conjunto arquitectónico que pretendía dar cobijo a las tumbas de los próceres de la Restauración y a sus restos. ¿Un Lugar de Memoria? No da para tanta gloria. Si acaso, un Lugar de Olvido, que década a década fue perdiendo huéspedes, diseminados por la geografía autonómica como reliquias de santos, hasta quedar uno solo: José Canalejas, el gran liberal asesinado en 1912 en la Puerta del Sol.
Qué coqueto lugar de meditación política al resguardo de los mármoles de Benlliure. Qué estupendo plató para los debates electorales (las tumbas como atriles). Qué centro de interpretación sobre el sagastacanovismo –uno de nuestros seculares vicios– nos estamos perdiendo. Conservar un Panteón así, marginado e infrapublicitado, en medio de la ciudad es el más difícil todavía de un país que cada vez que viaja al pasado es como si fuera al matadero. Tiene hasta mérito postideológico tanto desdén: la plasmación de la patria como un lugar íntimo, recogido, modesto, abierto a todos, sin pompa ni efusiones marciales. El Panteón de los Hombres Ilustres es de todo menos solemne y nacionalista, y en ese melancólico desaliño reside su encanto; un terreno más apto para la tierna anécdota privada y para la vaga confesión civil que para el patriotismo de tertulia.
Nacho Segurado (Madrid, 1981) es historiador y periodista. Ha trabajado durante ocho años en el periódico 20minutos y escribe sobre libros, Europa y bicicletas en diferentes revistas y blogs. En Twitter: @nemosegu