En el silencio perfecto, un murmullo líquido entre musgos: son apenas unas gotas que se filtran de la tierra, bajo la mole adusta de Urbión, pero aquí —escuchadme— nace el Duero.
El romancero viejo según Menéndez Pidal: “sino por una avecica…”. El tiempo callado de Jorge Manrique y el enigma del tiempo en fuga de Benítez Reyes. Las galerías y soledades de don Antonio (“¿Y ha de morir contigo el mundo mago…?”). La ilusión del amor y la narración en El cuento de nunca acabar de Carmen Martín Gaite, y el prodigio de Torrente en La saga/fuga de JB. El empeño y el dolor de Jovellanos, el lujo de la austeridad en Gil-Albert y el milagro creador de Jardiel Poncela. Caminitos blancos que se pierden por el campo, a lo lejos, en una página de Azorín.
El claustro encantado de San Juan y el paseo de San Saturio en Soria. La jugosa Asturias (¿hay otro país igual?). Tras una curva, de repente, la torre de un castillo que se sostiene en pie a pesar de España. El susurro de unas vidas humildes en un piso antiguo y pobre, a espaldas de las Comendadoras (esa luz y ese misterio, que son los de Madrid). En un alfar solitario y a oscuras, por la noche —Talavera, Pereruela, Manises, Bailén— la espera paciente de cántaros y tinajas, su generosidad. Al cruzar un pueblo en coche por cualquier carretera secundaria, la visión de una anciana en bata que riega cuatro tiestos a la puerta de su casa.
Velázquez. Un paisaje de Beruete y un vaso de agua de Gaya. La maravilla inagotable de la toponimia: Fontibre, Duruelo, Algairén; Madrigal de las Altas Torres, sierra de Líbar… La voz de Enrique Urquijo y la voz de Antonio Vega. El pan y la palabra en Segovia, según María Zambrano. Las mixtificaciones de Cunqueiro, y el hojaldre de su prosa suculenta. Galdós: siempre, y sobre todo, Galdós (en sus novelas, una España que vale más para ti que la que te rodea). La intuición, sí, de que la vida es sueño, y la estampa de dos amigos que vuelven derrotados a casa por esos caminos: no querrías que dejaran de recorrerlos.
El bullicio y la melancolía de los ríos (Tera, Jerte, Rus…). Cielo y piedra en Moncayo, Valderredible, Guadarrama, Ayllón. El olor de la menta al salir muy temprano de casa, en Zorraquín, una mañana de julio. Tapias encaladas en pueblos de La Mancha. La alegría de las palmeras, bajo las que no se puede ser desgraciado (García Baena), en Zafra, en Denia o en Mallorca. La vegetación agreste de un barranco —ese derroche de vida apurada— en la estepa de Zaragoza. En verano, atardeceres malva del Cantábrico, y el perfume de las dunas. La plaza Mina de Cádiz, recién regada, una mañana cualquiera. El letrero con letras rojas y verdes de la confitería La Humildad, en una calle de Portillo que da a la nada. La fronda del bosque en Valvanera. El busto alto de Unamuno en Bilbao. La balsa de agua sobre la que dice Fidel que se alza Urueña.
Y la luz de Málaga. (Málaga o el triunfo de la luz).
Patria mía: a la salida de un pueblo, por un camino antiguo, un humilladero.