Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoPaz en la guerra

Paz en la guerra


Erich Maria Remarque

Titulo esta entrega con este título paradójico y con el permiso del señor Unamuno, que en gloria esté. Sea cierto o no eso de la hipótesis de la vida eterna, lo que sí es cierto es que Miguel de Unamuno vive, pues la vida después de muerto está constituida únicamente, es decir, objetivamente, por la memoria. La ambición de esa sensación que enuncia el título de la novela unamuniana –la primera que publicó, basada en la guerra carlista-, parece que habita en la obra Sin novedad en el frente, del novelista alemán Erich Maria Remarque, publicada en 1929 y que la crítica califica unánimemente como pacifista y antimilitarista.

El autor participó en la Primera Guerra Mundial cuando contaba sólo 18 años, entrando como recluta en 1916. Al año siguiente fue enviado al Frente Occidental. En 1918 recibió la Cruz de Hierro de Primera Clase, y no fue hasta 1919 cuando lo licenciaron del ejército. Sintiendo, al acabar la guerra, una fuerte antipatía por el nacionalismo alemán, que iría a acabar en el despótico y sangriento poder de Hitler, se exilió a Suiza. Sin novedad en el frente fue quemada por los nazis. Habiendo nacido en 1898 en Hannover, todavía Prusia, Imperio Alemán, falleció en 1970 en Locarno. De esa su más célebre novela se han hecho tres versiones cinematográficas, en 1930, 1979 y 2022, además de otras obras suyas, como Tres camaradas, Arco de Triunfo, protagonizada por Charles Boyer e Ingrid Bergman, y Tiempo de vivir, tiempo de morir, publicada en 1954 y que en 1958 adaptó para el cine Douglas Sirk, con el título de Tiempo de amar, tiempo de morir, donde Erich Maria Remarque trabaja como actor. No se puede decir que fuese un escritor muy prolífico.

En una de mis entregas recientes en este blog, hablaba, como ahora, asimismo de la Gran Guerra, tomando la figura del también escritor Ernst Jünger, nacido sólo tres años antes que Erich Maria Remarque, en 1895, aunque llegó a ser muy viejo, muriendo a punto de cumplir los 103 años en 1998. La diferencia de Jünger con Remarque es que el primero era un guerrero apasionado de su misión. Amante del combate, su Diario de Guerra detalla minuciosamente sus labores en las batallas (era oficial mientras que el otro era un simple soldado); aludía a su propia persona, mientras que la novela Sin novedad en el frente, también relatada en primera persona, utiliza como narrador a un personaje ficticio, Paul Bäumer, no exactamente el alter ego de Erich Paul Remark, su nombre verdadero. El retoque de su apellido en el afrancesado Remarque lo hizo porque sus antepasados eran franceses, contra quienes luchaba, precisamente, en la guerra. Una de las cosas que en su obra primero subraya es que en la guerra sólo cuentan los hechos, apartando cualquier atisbo de espíritu. Cepillarse las botas era lo decisivo, más que el pensamiento. “Un botón reluciente es más importante que cuatro volúmenes de Schopenhauer.” Enseguida cae en la cuenta: “Nos habíamos alistado con entusiasmo y buena voluntad, y, sin embargo, hicieron lo posible  para que nos arrepintiéramos.” Apreciando grandemente, eso sí, el gratísimo sentimiento de la camaradería.

En plena campaña, oye los terribles gritos de los caballos heridos. Refiere, reflexiona compasivamente y sentencia: “Nunca había oído gritar a un caballo y apenas puedo creerlo. Es la desolación del mundo, la criatura martirizada, un dolor salvaje y terrible el que grita. Nos hemos puesto pálidos. […] Creedme: la mayor vileza es que los animales tengan que hacer la guerra.” Esto a Jünger no se le habría ocurrido plasmarlo. No es que el excelente escritor de Heidelberg fuese cruel, pero aceptaba los hechos de la guerra asumiéndolos.

La guerra es no deseada, pero imperativa. En esos chicos, obligados por su profesor a alistarse en esos primeros momentos, extrañamente alegres, que provoca la declaración de guerra, el primer disparo apuntó, sentimentalmente, al corazón. Al cabo, ellos mismos, cumpliendo por obligación su servicio militar, no acabaron creyendo en otra cosa más que en la guerra. Una situación tan provisional en la que “cada soldado permanece con vida gracias al azar.” Después de un ataque, la depresión afluye. Eso le pasa a Paul Bäumer, pero a Jünger ni por asomo. Jünger, tras el ataque, buscaba el sueño, un buen lecho o una bebida alcohólica, si la había, para resarcirse. La miseria (él no tenía temor a la muerte) la consumía como parte de la fascinante aventura que para él suponía la guerra.

A medida que avanza el libro, el sentimiento de conmiseración se acentúa. El protagonista es centinela de un campo y describe a prisioneros rusos cercados por alambradas; si muere alguno de ellos, cantan oficios religiosos. Los soldados cambian figuritas que los rusos fabrican por medios cigarrillos o escuetas rodajas de salchichón: “Si supiera algo más de ellos, cómo se llaman, cómo viven, cuáles son sus anhelos, qué les causa angustia, mi emoción tendría un objeto y podría convertirse en compasión. Ahora, sin embargo, no veo en ellos sino el dolor de la criatura, la terrible melancolía de la existencia y la falta de misericordia en los hombres.” La narración llega al summum cuando nuestro soldado establece un monólogo, que quiere ser diálogo, con  un enemigo al que acaba de matar, diciéndole que si arrojasen los dos las armas y los uniformes, podrían ser hermanos; encontrándose al borde del colapso al abrir su guerrera y encontrarse en la cartera fotos de su joven mujer y de su hija pequeña. Acaba contando el sucedido a sus compañeros y recibe esta contestación: “No tenías alternativa. ¿Qué otra cosa podías hacer? Para eso estás aquí.”

Al final de la novela, ya conscientes los combatientes alemanes de que la guerra está perdida, afloran sentimientos postreros que resumen el deseo de paz: “Lo que con más fuerza me mueve son los sentimientos. El ansia de vivir, la nostalgia del hogar, la sangre, la embriaguez de la salvación.” Y una fuerte esperanza, tenazmente consoladora: “No es posible que se haya desvanecido para siempre aquella ternura que llenaba de inquietud nuestra sangre, aquella incertidumbre, aquel encantamiento, aquel ansia de futuro, los mil rostros del porvenir, la melodía de los sueños y de los libros, el deseo y el presentimiento de la mujer…”

Elias Canetti

Acabó la guerra con unas duras condiciones impuestas a la perdedora Alemania por el Tratado de Versalles, que tuvieron como terrible consecuencia, entre otras, la enorme inflación que padeció el país germano. Elias Canetti vivió en Frankfurt precisamente en esos años, desde 1921 a 1924. La familia, ya fallecido el padre, se trasladó desde Zurich, con el disgusto del joven Canetti, quien en la ciudad suiza fue enormemente feliz. En el segundo libro de sus memorias, La antorcha al oído, narra así la llegada inmisericorde de la inflación:

“Era la época en que la inflación alcanzó su cota máxima; el salto diario de los precios, que al final llegaría hasta el billón, tuvo para todo el mundo consecuencias extremas, aunque no idénticas Era un espectáculo monstruoso; todo cuanto ocurría –y no era poco- dependía de una sola condición: la devaluación del dinero a un ritmo demencial. Fue mucho más que un caos lo que se abatió sobre la gente, era algo similar a explosiones cotidianas: quien sobrevivía a una, sucumbía a la próxima al día siguiente. Yo notaba los efectos no sólo a nivel general, sino también a mi lado, sin tapujos, en cada uno de los miembros de la familia; el suceso más ínfimo, privado y personal tenía una y la misma causa: la delirante fluctuación del dinero.”

Más del autor

-publicidad-spot_img