Recogidos tras algún naufragio de papel o flotando sobre las olas de las ocasiones perdidas, abandonados en el mar de las prisas, sobre la espuma de los olvidos. Algunos pecios.
El maniqueo Mr. Priestley
John Boynton Priestley (1894-1984) fue un autor de éxito en su tiempo y sus obras, al menos los títulos más populares, continúan llevándose a escena con cierta asiduidad. Hoy siguen viéndose con agrado, siempre acompañadas por un escalofrío de raíz moral y alguna incertidumbre sobre la elasticidad de las magnitudes temporales que baraja el autor británico. Hace un par de meses vi el montaje de El tiempo y los Conway que Juan Carlos Pérez de la Fuente presentó en los madrileños Teatros del Canal. Antes, con más o menos una temporada de por medio, se habían sucedido un par de aproximaciones a Llama un inspector. Esa insistencia de priestleys en el menú escénico me ha llevado a una digestión más prolongada que la de un rumiante perezoso durante la que he ido barruntando que el estimable escritor y dramaturgo se complace en nada disimulados planteamientos maniqueos en los que condena a todos los personajes confortablemente burgueses que pueblan sus obras.
Su mirada es crítica, desde luego, y tampoco tiene por que andarse con paños calientes a la hora de juzgar las lacras de una clase social, pero llama la atención la saña con la que retrata a unos seres con trazos en los que no se advierte ni un ligero matiz positivo. Me referiré al montaje que tengo más reciente. Como el cántaro del cuento de la lechera, los proyectos de la familia Conway terminan haciéndose añicos contra una realidad terca y sombría. Así lo quiso Priestley que en 1937, poco antes de que el mundo se lanzara a la vorágine de la Segunda Guerra Mundial, dibujó este feroz diagnóstico de dimensiones proféticas en el que resume el pulso de la sociedad de su época. Seguidor, como Aldous Huxley, de las teorías del diseñador aeronáutico John Williams Donne, que preconizaba una concepción no lineal del tiempo, en la que pasado, presente y futuro serían simultáneos, y defendía los sueños precognitivos, Priestley jugó con las dimensiones temporales en alguno de sus mejores obras, como Esquina peligrosa, Yo estuve aquí antes y las dos ya citadas.
En 1919, la familia del título celebra el cumpleaños de Kay, la escritora de la familia; acaba de concluir la Primera Gran Guerra y la alegría y los planes de los jóvenes miran desafiantes al futuro. Aldabonazo: una segunda escena, que transcurre en 1937 y que tal vez sea una percepción premonitoria de Kay, ofrece un panorama desolador, en el que todas las aspiraciones y esperanzas se han ido a pique. Tercer acto: la acción vuelve a 1917, en el momento que todos expresan sus expectativas, una situación que contrasta violentamente con lo que los espectadores han visto que sucederá a causa de las malas decisiones tomadas en ese ultimo tramo. El autor, convencido activista político e intelectual de izquierdas, desata su flamígera critica antiburguesa y despedaza cualquier atisbo de felicidad posible: ni un personaje se salva del naufragio, todos ven sus esperanzas rotas, sumidos en el desengaño, la ruina o la degradación, un poco al modo chejoviano, aunque sin el suave escepticismo poético del escritor ruso.
Un maniqueísmo acentuado en el montaje que comento por desmañada puesta en escena de Pérez de la Fuente a partir de la estupenda versión cocinada por Luis Alberto de Cuenca y Alicia Mariño. El trabajo de dirección pecaba de falta de nervio aunque no de falta de estrépito en los momentos de optimismo y se esforzaba denodadamente en subrayar hasta el exceso melodramático las claves pesimistas: luz tenebrosa, paredes que se inclinaban sobre los personajes, el ostensible tictac del reloj avanzando… Una serie de elementos que, de alguna manera, dejaban en evidencia las artimañas del autor para llevar el agua a su molino, como si levantara el tapete bajo el que el mago oculta el secreto de sus trucos. Maniqueo o no, tampoco es mala noticia que se programe al interesante –aunque una miaja rancio– Priestley. Seguiré reflexionando.
Señas de identidad
Un par de ráfagas traídas a las playas de la memoria por el caprichoso piélago. La primera. Divertida, aguda, transgresora y estimulante la propuesta perfomativa que Adolfo Simón bautizó hace unos meses en DT Espacio Escénico como Anatomía Queer. Una cuenta pendiente que me acaba de asaltar, casi por casualidad, como un fantasma de las Navidades pasadas que me reclamara el pago de una antigua deuda de palabras. Tiene razón ese heraldo que se ha abierto paso por entre el heteróclito contenido del baúl de las cosas eternamente por hacer: el montaje de Simón, protagonizado por la bellísima Elena Esparcia, merece ese comentario postergado que no tuvo en su día su pequeño tributo de papel. El autor y director explora en él, con hondura y ánimo travieso, las señas de identidad sexual y sus fronteras no tan definidas en “binomios restrictivos” (hombre/mujer, homo/hetero) como las normas sociales tienden a señalarnos. Parte de una investigación de la propia actriz y se desarrolla por territorios en los que el humor suave busca la complicidad del público para actuar como un berbiquí que horadara la dura costra de las convenciones y los comportamientos inducidos. Como una Venus de aquel arte povera que en los setenta del pasado siglo llenó las galerías de proyectos voluntariamente menesterosos, Elena Esparcia emerge desnuda de entre un montón de ropa usada que parece una instalación de Michelangelo Pistoletto; con gesto burlón, se ciñe prendas tradicionalmente masculinas y se pinta un elegante bigote y patillas a juego. Luego, en un recorrido itinerante, nos dará una conferencia sobre cómo, a partir del personaje de un cómic sadomasoquista alemán, se diseñó la muñeca Barbie, se confundirá con muñones de maniquíes yertos en un escenario de alambradas bélicas y, para terminar, repartirá horchata vestida de jovial fallera valenciana con el nalgatorio al aire, proclama calipigia que cierra un espectáculo atractivo, subterráneo e inteligente.
La segunda. Otro débito arrasado por la voracidad de los días. La compañía jienense Teatro Xtremo trajo al espacio intimo de la sala Lagrada, dentro de la programación del último Festival Escena Contemporánea, una original performance alimenticia, San Lorenzo mártir, inspirada en una pequeña talla del siglo XVI, obra de Sebastián de Solís, que se exhibe en el museo catedralicio de Jaen y en la que el santo se retuerce desnudo sobre la parrilla en la que es asado; una inscripción proclama: “Assum est, inqüit versa et manduca” (Asado estoy, denme vuelta y coman). Los tres integrantes de la compañía –Luisa Torregrosa, Iván Goto y Ricardo Campelo, que también firma el espacio escénico, la iluminación y la dirección– realizan en esta propuesta diversas acciones: el guiso en un infernillo de una carne indeterminada que expande su aroma por la sala, grafitis de figuras y de la frase latina asociada a la escultura, depilado de axilas, piernas e ingles por parte de la actriz… Una sucesión de actos e imágenes que juegan con el enigma y la sugerencia, astillas de significado, seducción. E ingestión de la vianda cocinada, pero solo hubo para los intépretes, lástima de apetito que el olor había ido induciendo durante la función. Con su pan se lo coman, que diría aquel. Y así lo hicieron, incluyendo además vino.