Paco
Lo malo de estar arriba del todo es que los demás sobreactúan cuando los tienes delante. Lo malo de parecer poderoso es que todos tratan de agradarte en exceso adelantándose a tus deseos. El pelota que está dispuesto a todo por un ascenso, el competidor que está dispuesto a todo por una tregua, el sicario que está dispuesto a todo por un cliente fijo.
Por eso Paco dejó de mandar dar una paliza a alguien, ni tan siquiera insinuarlo. Porque decía que le dieran un susto a Fulanito y a lo peor le dejaban en silla de ruedas. Porque insinuaba que Menganito se había pasado de listo y al poco se enteraba de que le habían quemado el coche. Porque señalaba delante de todos a Zutanito y al cabo de los días aparecía Zutanito todo él señalado. El pómulo izquierdo, la mandíbula, los dedos de la mano.
La única vez que Paco mandó dar una paliza como tal, la única vez que cometió la torpeza de soltarlo por la boca, bien lo sabe dios, lo jura por sus nietas si hace falta, fue cuando los chilenos le mamonearon una comisión en lo de Leganés y tuvo que ponerse serio para que no le chulearan delante de su gente.
—A ese cabrón vais y le dais unas hostias bien dadas.
—A mandar, don Francisco.
Es lo que tiene estar arriba del todo: que tú dices que hay que dar unas hostias bien dadas y sabes que le van a dar una paliza.
De todo eso hace ya mucho. Cuando de todo hace ya mucho es que ya no tienes nada que contar, que eres un mierda, que estás fuera del tinglado. Que lo bueno te lo dejaste atrás y que vives de la memoria de lo que fuiste, pero no de la realidad de lo que eres.
La memoria de lo que fue: don Francisco, 38 años, el tiburón más voraz de la sierra de Madrid, un paisaje de retroexcavadoras y hormigoneras y él detrás como un hurón con el negocio de las puertas, sobres con billetes de 10.000 pesetas, las mordidas, los encargos de los chilenos, las comisiones para el concejal de turno, las noches en Bocaccio, el Jim Beam etiqueta negra, las putas caras, Luisa en el salón esperándole hasta las tantas.
La realidad de lo que es: Paco, 58 años, el estafador estafado, el empresario que se comió el marrón cuando Hacienda quiso dar un escarmiento público, un paisaje de acreedores y cuentas del banco embargadas y él detrás como un hurón tirando de los ahorros en negro, el gilipuertas de las puertas, la hernia de hiato, el omeprazol, las putas baratas, los cuatro contactos que quedan, Luisa en el salón esperándole hasta las tantas.
Hay cosas que no cambian: por ejemplo, las putas; por ejemplo, Luisa en el sofá haciendo sudokus y con unas gafas pequeñas sobre la nariz.
—¿Te caliento la cena?
—Déjalo, mujer. No tengo hambre.
Hay cosas que no cambian y luego hay otras que sí: de don Francisco a Paco, en sólo una década.
—Tienes los pies helados.
—Coño, como que hace frío.
—Es que no sé a qué tienes que andar hasta estas horas por ahí.
—Ya sabes. Dando coba al consejero. A ver si nos sale lo de Galapagar.
—Anda, ven, pon los pies entre los míos.
Que algo no sea verosímil no significa que no sea verdad. Por eso es tan buena su historia y por eso le han llamado ya de un par de periódicos y de una televisión en los últimos ocho meses. Porque quieren que cuente su vida aunque sea cambiando el hombre, aunque sea sin que se le vea la cara, aunque sea trampeando el lugar de los hechos. Tres veces se han puesto en contacto con él: la historia cojonuda del rey de las puertas que acabó en la ruina por culpa de la crisis económica. Tres veces ha dicho que no.
Antes Paco decía una sola vez que no y ya bastaba. Ahora Paco dice tres veces que no y le siguen dando la murga.
Lo bueno que tiene estar abajo, lo bueno que tiene parecer poca cosa es que nadie sobreactúa delante tuya y todos se muestran tal y como son.
El pelota que antes te decía está usted más delgado, don Francisco, hoy te escupiría a la cara que eres un puto gordo, mírate. El competidor que antes te adulaba para ver si entraba contigo de a medias, hoy te retiraría la escudilla y el saludo. El sicario que antes te decía lo que usted mande, don Francisco, hoy te mataría sin ni tan siquiera mirarte a los ojos si uno solo de tus múltiples acreedores, uno solo, tuviera las pelotas de pagar lo que vale un trabajo como ése. El de matar. Si los nuevos tuvieran cojones como los teníais antes. Vosotros.
Los jóvenes de ahora desprecian a la gente que es como tú. De eso estás completamente seguro. Desprecian esos trajes de toda la vida, con tu chaleco y tu corbata a juego; desprecian que estés gordo, tu pelo graso y que te guste que se vea que te fue bien: el viejo Audi A6, el reloj Viceroy que ahora no podrías comprarte, echar la mano al bolsillo para pagar la primera ronda como siempre hacías antes, los dos anillos de oro.
Desprecian tu dinero y hasta tu pasado: que un día cojas a uno de esos mierdas con piercing y le digas a la cara que tú no estudiaste nada, chaval, y qué; que le cuentes que empezaste como aprendiz en la ebanistería en la que trabajaba tu tío currando 14 horas al día, trabajando a destajo, inhalando barnices y masticando serrín, ¿te enteras?, para ir ahorrando poco a poco, ir prosperando, tener iniciativa propia, que es lo que ahora no tenéis ninguno; y al final terminar llevando una empresa propia, ojo, una cosa de uno, un negocio de la hostia levantado con estas manitas y no como tú, eh, que vives del momio. A costa de todo, claro, a ver qué te piensas. Teniendo que poner orden cuando te quieren quitar lo tuyo, cuando hay otro que se piensa que te puede mear encima. Ganándote un respeto. Jugando como hay que jugar para estar con ellos allí arriba, idiota, con sus normas, con sus Montecristo, con sus mismas tarjetas de crédito, con sus mismas mentiras si llega el caso. Y así poder comprar esta casa que ahora no podría comprarme, chaval. Y pagar aquellos institutos caros, gilipollas. Y el coche de la hija que ahora se queja porque no tiene un Mini. Y las vacaciones en Perú del 2003.
Qué sabrás tú.
Estuvo completamente seguro del desprecio de todos ellos el día en que, bromeando a los postres con que si habían pensado en casarse, Lorena le soltó que a ver si él se pensaba que Félix, su novio, era como él.
Precisamente Félix, que no tiene ni oficio ni beneficio, que está estudiando una segunda carrera pero que no ha trabajado en su vida, que hablará mucho inglés, habrá hecho muchos masters y sabrá mucho de Bellas Artes, pero que se levanta a la una de la tarde el sábado como un perro y se va al sofá a ver las motos, que no hace más que quejarse y que lo único que ha sabido hacer con su tatuaje en el cuello y su gorrito de lana es preñarle a la hija, hace un año, y darle dos nietas en vez de dos nietos. Esas mellizas que maúllan como gatas.
Luego está el desprecio de Lorena, más desconcertante, más irritante, más ventajista, más incomprensible, más infantil. Hay días en que la hija le desprecia por todo lo que tuvo (pretérito perfecto simple y tercera persona del singular), y hay otros días en que lo hace por lo poco que tienen (presente y tercera personal del plural).
Él tuvo. Hace muchos años.
Ellos no tienen. Ahora.
Y menos que van a tener, piensa Paco sin entrar en detalles conjugadores.
Es verdad que la comparación no se aguanta, que antes en casa no se miraba el dinero y que ahora sí; que hasta el 2009 no habría pasado nada si se hubiera encendido cada cigarro que fumaba con un billete de cinco (y eso que se metía un paquete al día entre pecho y espalda: 20 pitillos por cinco euros igual a 100, 100 euros diarios a la basura y no lo habrían notado), y que ahora había cosas que no podían seguir siendo: la peluquería semanal de Luisa, un apartamento en alquiler para la hija, el tabaco, los bogavantes que ocupaban la nevera de cuando en cuando, los dos coches, el cinco jotas que le traía Nino desde Huelva sin preguntarle a cuánto era el kilo, hacer shopping, que cacarea la pija de Lorena.
Durante un tiempo ha sido como cambiar un AVE por un tren regional, se dice Paco. Sí, eso ha sido. Se lo dice mientras mira una maqueta que acabó el martes el del gorrito de lana, no se vaya a matar currando la criatura. Una maqueta. En tres semanas.
—¿Te gusta, Paco?
—¿Y eso para qué sirve?
—Hombre servir, servir, para nada. Es para relajarse. Por mero placer estético.
—Ya.
—Miguel Ángel decía que la perfección no es cosa pequeña, pero está hecha de pequeñas cosas.
—¿Qué Miguel Ángel?
—Un pintor.
—Ya.
Así ha sido lo de la familia. Igual que cambiar el AVE por un regional de esos antiguos que iban parando en todas las estaciones sin saber si al final llegarías a donde querías llegar. Mismo recorrido, pero tardando más. Lejos de primera clase. Más apretados. Todo más cutre. Peor. Con muchos traqueteos. Bloqueada la salida de emergencia que te cae más a mano. Teniendo la sensación de que a lo peor descarrilas.
No hay más porque la ubre se secó. Lo dijo así hace unos meses, cuando su hija se le quejó en un desayuno por una chorrada: la ubre se secó. Como se lo decía su madre de pequeño a final de mes, la madre de Paco, que se crío con las vacas en Sanabria y siempre andaba inventando: unas patatas con níscalos, unos calostros con miel, unas sopas de ajo casi sin ajo. No hay más porque la ubre se secó y porque si entre pitos y flautas se sacan 4.000 euros al mes y no se mete, el saco acaba por vaciarse.
No es que seamos pobres, no, déjate de tonterías, Lorena, le dijo. Y a Lorena le asustó que su padre le contestara muy en serio cuando ella sólo quería hacer una broma, todavía sonriendo frente al tazón de cereales cuando su padre comenzó a hablarle así, de ese modo, desenfrenado, como esos toros de los dibujos que echan humo por los agujeros de la nariz.
Pobre es el que no tiene qué comer, recuerda Paco que le saltó a la hija mientras mira al maquinista que hay en el Alvia de la maqueta, la pareja con una maleta en el andén, el semáforo en rojo. Pobre es el que sólo come arroz o pasta, recuerda que le soltó subiendo la voz. Pobre es el que se va a quedar sin casa y sale en la televisión para ver si da pena (con un número de cuenta rotulado en la pantalla) y hay alguien que le arregle lo suyo, lo que no tuvo arrestos para arreglar como siempre ha hecho él desde que tenía 15 años. Con estas dos manos, míralas. Lo mismo decapar durante horas en la ebanistería mareado con el olor a cola que firmar un contrato de 15.000 puertas brindando con Moët Chandon. Lo mismo cenar unas sopas de ajo que hincharse a ostras. Así han sido los de su generación. A los que nadie les ha regalado nada. Gallos de corral que podrían comer lentejas todos los días, como antes, pero que han criado unos polluelos amariconados que no están dispuestos a ello, pollitos con calvas entre las plumas, pegados a la gallina de la madre, esperando que les pongan el pienso en la mesa.
No es que sean pobres, qué narices va a ser uno pobre si tiene casa en Aravaca y chica rumana hasta hace poco. No es que tengan que pedir dinero (al menos de momento no), sino que a uno lo han bajado a gorrazos del pedestal. Como echándolo de allí con saña, como si hubiera sido un intruso todos estos años y sólo pudieran ocupar ellos las buenas saunas. Morenos de rayos UVA. Tipos con los caracolillos del pelo engominados en la nuca. Tiburones de treinta y tantos con los dedos muy finos y las uñas muy bien cortadas, nada que ver con esos pulgares suyos que parecen porras. Cabrones que pronuncian bien los participios. Que dicen “acabado” en vez de “acabao”, que ordenan “id para allá” en vez de “ir pa’llá”. Antes en Bocaccio y ahora en Gabanna.
—¿Te gusta, Paco?
—¿Y esto para qué sirve?
Alguien tendría que ponerse a trabajar en esta casa, al menos hasta pagar lo que se le debe a Hacienda, que se lleva lo que entra de la pensión de Luisa y de lo otro y que les tiene puesta la proa. Alguien tendría que ponerse a trabajar en lo que fuera, porque Paco/don Francisco no quiere irse de Aravaca ni empezar a decirle a su hija que se olvide de todo: del apartamento que le iba a alquilar, del Mini, del Colegio Británico.
Alguien tendría que ponerse a trabajar porque las cuentas no salen, porque las viene echando desde hace tiempo y no cuadran. Ni del derecho ni del revés. Y si se sacan 4.000 euros y no se mete, un mes, otro, otro más, el siguiente, un año, y otro año, y otro más, la ubre se seca, que diría su madre. Hay que buscar algo. Algo. Un sueldo de 1.000 euros, pongamos. Un poco cada uno. Lo que sea. Lo que buenamente fuera saliendo. Hasta que le aseguren que lo del terreno del parking de Galapagar va para adelante.
No va a ser su mujer, Luisa, que está haciendo sudokus y le pregunta que cómo es que viene a estas horas.
—¿De dónde vienes a estas horas?
—De hacerles la pelota al concejal y al consejero. Por lo de Galapagar. Como no salga me voy a cagar en su puta madre. 300 euros de cena. Y este gilipollas pagando. El que menos tiene de los tres.
No va a ser tampoco Lorena, que viene de Pilates y no sabe que su padre ha decidido dejar de pagarle el capricho.
—La niña se va a enfadar cuando se entere.
—La niña se va a enfadar, la niña se va a enfadar… A lo mejor a la niña hay que decirle que no hay. Que ya no hay. Que a este paso tenemos que poner la casa en venta, joder. Tanta sopa boba.
No va a ser el de la gorrilla y el tatuaje en el cuello, que está en la buhardilla viendo la segunda temporada de The Wire por primera vez y que dice que él sólo piensa trabajar en lo suyo. Lo suyo. Como si tuviera derecho a poseer algo sin mover el culo.
—¿De qué?
—The Wire.
—¿Deguaier?
—Si, papá, es una serie americana de hace unos años. The Wire. Déjale que la vea. Ya bajará a comer cuando termine, a ti qué más te da que comamos juntos o no. A ver.
—Hombre, si está bajo este techo…
—Eres insoportable. En fin. Me voy a callar.
No van a ser las mellizas, que acaban de tomarse el biberón y duermen plácidamente.
Va a ser él.
Él no es que sea viejo, un hombre con 58 años no es viejo. Su padre con 84 años vendimiaba. Él no es que sea viejo, decimos. Pero está cansado. Con los espolones ensangrentados. Como en las peleas de gallos clandestinas. El macho del corral está cansado.
Paco quería nietos en vez de nietas porque sabe que alguien algún día se las va a follar. Es ley de vida. Es ley de macho. En el mundo generalmente dan los hombres y reciben las mujeres.
A lo mejor no lo ve por la edad. Pero se lo imagina. Se imagina a las mellizas con dos cretinos con la cara llena de granos o con las zapatillas desabrochadas, qué sabe uno. Agarrándolas en cualquier callejón y haciéndolas vete a saber qué marranadas. Dándole luego la mano a él, esas manos que a saber dónde han estado. Este es Raúl, abuelo. O Pedro. O Martín. O Víctor. O Borja. Dándole un beso las mellizas a él, esas bocas que a saber qué han hecho.
A Luisa se lo ha pedido muchas veces pero Luisa es muy clásica. Luisa es de ponerse tumbada boca arriba y de luz apagada, de no hacer ruido y de no decir nada mientras estás ahí dándole que te pego.
En eso cree que son mejores los tiempos de ahora que los suyos. Porque ahora un crío de 17 puede haber desvirgado a tres chavalas lo mismo que haber estado con dos a la vez, pero en su época de joven en Sanabria o en Madrid no te comías nada hasta el matrimonio, todo lo más tocar una buena teta o así. Y luego en muchos casos te casabas con una como Luisa y ya sabías que no te ibas a poder salir del sota, caballo y rey.
Los hombres siempre encima y las mujeres debajo. Así ve la vida Paco. Desde arriba. Por eso piensa en las mellizas mientras camina y en que hubiera deseado dos nietos en vez de dos nietas. Las dos nietas que ha sacado a pasear junto a Luisa en el carrito gemelar, de la marca Bugaboo, que su hija no quería otro: 1.500 eurazos.
—Brrrm, brrrm.
—Las vas a asustar, Paco.
—Si se ríen… Mira cómo se ríen.
—Qué se van a reír. Están cagando las pobres.
—Ah.
—Llevan tres días sin hacerlo.
—Vaya carro que os compró el abuelo, eh… Brrrm, brrrm…
Lorena tenía ocho años cuando Paco se compró el primer Mercedes. Lo que le llamó la atención a la hija no fueron ni la tapicería de terciopelo ni el salpicadero de cuero. Ni tan siquiera el olor a pino que emanaba de aquella bola que colgaba del retrovisor. Lo que le llamó la atención a Lorena del primer Mercedes del padre fue el tubo de escape del vehículo. Grande, reluciente, cilíndrico, a veces frío, y otras tan caliente que no se puede tocar.
—Papá, ¿y por qué los coches tienen tubo de escape?
—Verás. Porque por el tubito sueltan toda la porquería. Porque si no lo tuvieran, reventarían. Se empezarían a hinchar y a hinchar y acabarían explotando.
El hombre es como un coche, piensa Paco. Y la polla es el tubo de escape. Si no sacas lo que llevas dentro, estallas. Si no descargas, te vuelves loco.
Un hombre no puede estar trabajando 10 horas, haber tenido que comprar a un tío de la competencia para que le cuente todo, pagar la comida de un político de pueblo, ver cómo te hacen la rosca cuatro babosos, echar a uno a la calle aunque sepas que la culpa no es de él, meterse tres whiskys tratando de cerrar un contrato, soltar dos voces a los empleados para que no se te suban a la chepa, saber que has perdido 40.000 euros porque no tienes los dedos finos ni las uñas perfectas, un hombre no puede hacer eso casi todos los días, decimos, y no reventar. A no ser que tenga una forma de liberarse, de soltar la tensión, el tubo de escape que es el nabo.
A Paco no le gusta decir local de alterne ni local de citas. No le sale decir burdel ni prostíbulo. A Paco lo que le gusta decir es puticlub, como se ha dicho de toda la vida de dios. Puticlub, cojones. Entrar al garito, que las putas huelan tu dinero, que se te arremolinen a tu alrededor como panteras con hambre, que te toquen la entrepierna tomando una copa, que no te den la brasa con penalidades, que estén muy alegres, vaya, que sonrían, que para eso vas a pagar tú, que para cosas tristes ya está la calle.
Eso era antes. Todas las semanas. Solo o acompañado. Invitando él si hacía falta. El tubo de escape de Paco.
Ahora que las cosas van de mal en peor, Paco tiene que espaciar el vicio, el único vicio que mantiene. O sondear otros nichos de mercado más propicios, que diría el cursi de su yerno. Esto es, que si no te puedes tirar a una muñeca rusa de 25 años pues te tendrás que conformar con una señora de 50 que a lo mejor es de Cáceres. Que si no te puedes pagar la carne blanquita y dura pues te tendrás que arreglar con las pistoleras fofas de una parturienta. Que si no te puedes meter en un puticlub exclusivo pues te tendrás que apañar con uno de carretera.
La vieja historia de las lentejas y de los bogavantes. Hay que saber comer de todo. Lo mismo patatas con níscalos que una vichyssoise de mariscos. Eso le enseñaba la madre en el pueblo. Eso y que a veces la ubre de la vaca se seca. Un día. Se empieza a secar un día. Porque no hay más.
La cosa es que el yerno no pegará ni palo, pero las maquetas las hace virgueras. La estación de madera con sus tejas verdes. Las traviesas de las vías perfectamente alineadas. El andén con sus adoquines damasquinados. Los tres bancos para que la gente se siente mientras viene el tren. El Talgo azul marino entrando por la derecha. Los viajeros esperando para subirse, unos con maletas, otros saludando, otros agarrados del brazo, todos del tamaño de esos soldaditos que antes te vendían en sobres en los quioscos.
—¿Te gusta, Paco?
—Pssssh. No está mal.
—Esta es más difícil que la del Alvia, eh. Ya te lo digo yo.
—¿Y qué tren es ese?
—Un Talgo.
—¿Un Talgo?
—Sí. Viene de las siglas Tren Articulado Ligero Goicoechea Oriol. ¿A que eso no lo sabías?
El primer tren que cogió Paco fue para ir de Zamora a Madrid con 14 años, porque en casa la ubre se secó del todo y la madre le mandó a la ebanistería de su hermano para trabajar. El último tren que ha cogido Paco ha sido el otro día en Embajadores, ya de madrugada, cuando salió de un club de adultos a las seis y no tenía dinero para un taxi.
Él antes no era de coger transporte público. A don Francisco le gustaba conducir personalmente su Volvo o su Audi. Y cuando no era posible aparcar a la primera, buscaba un parking, o le daba las llaves al aparcacoches de la puerta. Lanzándoselas. Como el que le arroja una limosna al pueblo. A don Francisco le gustaba llamar a Radio Taxi Mercedes y no decirle ni mu al taxista, para que se notase la distancia sideral entre los dos. Entre el que lleva y el que es llevado. Entre el porteador que hace de mulo y el emperador que va en litera.
—¿Puede bajar la radio?
—Si, cómo no.
—¿Puede subir la calefacción?
—Claro. Ahora mismo.
A Paco sí, a Paco ahora no le queda otra que coger el metro cada vez que se mueve por Madrid: un bono de 10 viajes que sale por algo más de 12 euros. O esperar a que el 34 le lleve hasta Atocha y allí coger la Renfe hasta Aravaca. Aunque a veces tenga la sensación de que hace el tonto, de que el único que se aprieta el cinturón en esa casa es él. No lo hace Luisa, que le espera hasta las tantas y cree que va a salir lo de Galapagar. No lo hace Lorena, que antes despreciaba al padre porque tenía mucho y ahora lo desprecia porque no tiene, que estudió Periodismo y que debe creer que vendrán a casa a ofrecerle trabajo, que piensa que tendrá un Mini en la puerta tarde o temprano, un Mini rojo con una franja blanca en el medio, ha pedido ya, como el que le vio a Marga el pasado mes de junio. No lo hace el de la gorrita de lana y el tatuaje en el cuello, que bastante tiene con la nueva maqueta del AVE o con decir que Talgo viene de las siglas Tren Articulado Ligero Goicoechea Oriol. No lo hacen las mellizas, que se meten doblados los botecitos de leche Enfalac Premium, la virgen qué precio, ni que fuera Jim Beam etiqueta negra, durmiendo la mona en su Rolls Royce Bugaboo de 1.500 eurazos.
—Luisa, así no podemos seguir.
—Así cómo.
—Así. Con este ritmo de vida. Gastando como si no pasase nada, coño. Como si todo fuese igual que antes. Como si lloviese la pasta. A lo mejor hay que vender la casa. No sé. O el coche. O todo. Porque, claro, estos dos no se van a poner a currar ni aunque los mates. Con las niñas somos seis en casa. Y no llegamos. Es que no llegamos. Por más cuentas que echo, no llegamos. Aquí tenemos ya la de tu hermana, que no tiene ni donde caerse muerta pero le gusta aparentar…
—…
—Pues aquí igual, lo mismito. No tengo ni puta idea pero algo hay que hacer. He pensado en intentar buscar un trabajo. Por probar. Hasta que se arregle lo de Hacienda, supongo. El no ya lo tengo –se mete la mano en el bolsillo de la camisa–. Mira esto, lee –le entrega el recorte a Luisa, que deja los sudokus, y sigue hablando–. Es un anuncio, aquí. Qué pone, eh.
—“¿Llevas tiempo buscando una oportunidad?”.
—Por probar. No dice nada de la edad. No dice nada de que haya que saber inglés. O de que haya que tener estudios. No sé. A lo mejor les encajo. Tú sabes Luisa que a mí nunca se me han caído los anillos, que tú y yo no somos como estos niños de ahora que viven de balde. A lo mejor es un disparate. Pero es que nunca lo he intentado. Voy, hago lo que me digan, a lo mejor son mil y pico euros. A lo mejor resulta que lo que quieren es alguien con un perfil de empresa. Creo que voy a ir. Joder, por qué no. Por qué no me va a salir a mí el trabajo.
Hacer cola en el Inem, no; dejar que te graben las televisiones allí como un pobre gilipollas, no; que sepan los vecinos que ya no eres de los suyos, no; juntarte con tu nueva ralea, no: pongamos, llevar sus mismos chándales, ir todos al Dia a comprar, mirar las ofertas, no tirar la comida que sobró y todas esas cosas que antes hacían siempre los otros. No te digo que nos desenmascaren, le viene a decir a Luisa. No te digo que vayan a enterarse de lo que ya somos, le viene a explicar. Pero sí reconocer lo que hay. Al menos de puertas adentro, mujer. Nosotros. Tú y yo, Luisa. Que sabemos lo que nos costó esto, que tuvimos que hacer veinte reverencias antes de que nos dejasen entrar a su club, ¿recuerdas?, cosas como gastar lo que no teníamos para aparentar que sí lo teníamos, cosas como mentir y decirles que sí, que sí que habíamos estado en Mikonos, que sí habíamos desayunado en el Loewe de Montecarlo, que sí que nos gustaba el golf, claro, aunque no tuvieras ni puta idea y tuvieras que apuntarte a unas clases para no hacer el ridículo; hasta que poco a poco te van dejando entrar en su fiesta, y entonces pillas cacho, te cae un contrato de esos de no te menees, de esos que ni soñaste, empiezas a jugar en otra liga, a despreciar lo pequeño que fuiste.
—Por probar no pierdo nada –traga saliva Paco–. Es un trabajo.
Luisa se quita las gafas, le sonríe al esposo y le pone la mano en la mejilla.
—¿Hasta que salga lo de Galapagar?
—Hasta que salga lo de Galapagar.
Con el Grecian 2000 pareces más joven, como mucho de cuarenta y cinco años o así, no más. Con los anillos en la mano derecha se ve que no eres un muerto de hambre, sino alguien con recursos. Afeitado pareces otra cosa, no sé, más limpio, menos derrotado, más en guardia.
En la vida es muchísimo más importante lo que aparentes que lo que seas, ya te has cortado con la cuchilla, hostias. Esas mamonadas de la integridad, esas chorradas de ir de cara siempre, son cosas de perdedores o de curas rojos, ir de cara para que te la partan los que saben de qué va el mundo, ser íntegro para darles tres cuerpos de ventaja en la carrera, para que cuando quieras remontar ya sea imposible, anda, ponte un trocito de papel higiénico en la barbilla para que se corte la hemorragia, que pareces un gorrino degollado.
Pareces un gorrino degollado pero no lo eres, ojo. La diferencia entre lo que uno parece y lo que uno es, eso es lo que le tiene a Paco embobado ahora, mientras busca la loción y se la extiende en la cara para que le escueza bien, sintiendo ese ardor placentero que también te da el tequila o el Jim Beam. El orujo bien frío. Los labios, cuando has comido muchas pipas. La piel levemente quemada por el sol en la playa. O el coño de una puta, por qué no.
A las mujeres les pasa igual, que juegan a parecer una cosa y luego son otra. El otro día mismamente, en el club de adultos, una tiarrona que parecía una mula allí, sola en la barra, dejándose ver, para luego llevársela a la oscuro y venirle a Paco con que no, con que no quería hacer nada. Entonces para qué vas. A ver. Entonces para que cojones vas, o es que te crees que esto era un karaoke. Isabel.
La diferencia entre ser una puta o no serlo, parece que ya no sangras.
La diferencia entre ser el rey de las puertas o el rey de los gilipuertas, recoge la toalla del suelo.
La diferencia entre darle la mano a un tío de forma afectuosa o dándosela sabiendo que se las va a mandar romper, tira de la cadena, haz el favor.
Mandar dar una paliza, meterse en mil chanchullos, hacer cosas que no querrías, engañar a un socio, llevar un paquete grande en el camión sin hacer preguntas, disimulado entre un pedido de 200 puertas, callar sobre lo que hace el comisionista con el dinero, mirar para otro lado cuando Montero llega con dos niñas de 16 y les dice que son unas gatitas que se ha encontrado en la calle y que papá les va a poner una inyección, ja, o mejor ja, ja, ja, ja, porque si no le ríes la gracia a Montero vas dado y quedas fuera para siempre. Porque si no participas en el fiestón que ha pagado Montero es que no eres nadie en el sector.
Paco ha tenido que comer mucha mierda. A bocados, masticarla, tragarla, sentir que el bolo nada alimenticio va bajando despacio hasta caer en el estómago, chof, la mierda que engulles, ñam, cayendo como un engrudo que te llena, sin poder vomitar pero con un aliento del demonio.
—Paco, te huele la boca.
—Pues me he lavado los dientes.
—Anda, ponte a dormir con el aliento para el otro lado que así no duermo.
Ya nadie produce cosas sólidas, nadie hace un adobe, nadie hace un mueble a mano de ebanistería, una casa bien hecha, despacio, con mimo, como cuando Luisa ponía el horno y todo sabía mejor. Ya nadie se espera a ver crecer el árbol que plantaste. Sólo interesa ganar la pasta y que le den a la producción, yo mismo. Comprar a tres y vender a cinco. Amasar. Llevar sobres de dinero a casa y amontonarlos en lugar seguro. Salir corriendo a otro sitio sin mirar atrás antes de que lleguen los otros. Dejando a deber a todo dios. Sabiéndote un delincuente cuando no pones nada a tu nombre. Creando empresas interpuestas que son puro humo. Para que cuando venga el lobo a soplar, fiuuuuu, no suceda nada porque todo es de mentira. Porque la casa es de papel y todo está agusanado, desde los cimientos hasta el tejado, tome, señor lobo, la casa, quédesela si quiere.
La única vez que Paco mandó dar una paliza como tal, lo jura por las mellizas que se acaban de cagar si hace falta, fue cuando los chilenos le mamonearon una comisión en lo de Leganés y tuvo que ponerse serio.
—A ese cabrón vais y le dais unas hostias bien dadas.
—A mandar, don Francisco.
Arturo no tenía necesidad de aquello, Arturo ya cobraba bien por presentar a unos y a otros, por sentarlos en una mesa donde comían tres y la factura subía a 900 euros, restaurantes de dos o tres estrellas en la Guía Michelín en los que Arturo nunca pagaba y se sentaba en el medio. Arturo ya se llevaba su parte, el cerdo de Arturo ya estaba engordado, y si le dejaban sentarse en la mesa y no le tiraban el plato al suelo era sólo por decoro, porque los de antes, los de su generación, los que tuvieron que currárselo todo, son gente campechana y que sabe lo que es la vida, gente que llegado el caso deja el tenedor y el cuchillo y coge la chuletilla de lechal con los dedos. Porque sabe que el que paga manda, el que se lleva la mano a la cartera hace lo que le sale de los cojones.
Por eso dice Paco que lo de Arturo fue querer reventar de tanta gula. Porque Arturo tenía allí su tajada segura y no había necesidad de haber tenido que pasar por todo aquello: trabajar para él pero también hacerlo bajo cuerda para los chilenos; meterle paquetes en los camiones sin su permiso primero; perdonarle después como a un hijo, aunque no tuviera edad para serlo; entrar luego en el negocio, claro; para acabar descubriendo que el día en que venden una tonelada de polvo blanco del puro, el día en que les toca el Gordo, a él le dejan fuera, sin su comisión, el rey de los gilipuertas.
Coronado le contó lo que sucedió porque Paco quiso saber si era verdad lo que había oído. Porque él nunca había mandado dar una paliza y no se imaginaba que la cosa fuera a ser así.
—¿De verdad que quiere saberlo, don Francisco?
—Cuenta, hostias.
Coronado le contó que metieron a Arturo en la furgoneta Mercedes mientras hacía footing por la noche y que se lo llevaron a la casa de campo. Que dentro de la furgoneta ya debieron de darle una buena somanta de hostias, porque él conducía y no escuchaba más que gritos, porque por más que subía la música no se dejaban de escuchar los alaridos. Que le quitaron la cinta americana de la boca porque se estaba ahogando con la sangre y las babas, y que decía perdón, perdón, perdón y Coronado ayúdame. “Eso decía, don Francisco. Que todos se reían”. Se reían Alexander y Ramush, los dos albanokosovares; se reía Yulian, el búlgaro; se reían todos menos él. Le contó que se sobraron tres pueblos cuando llegaron al pantano a la una de la madrugada. Que sacaron una botella de vodka y la cosa se les debió ir de las manos. Que estaba todo muy oscuro, mismamente como hoy, porque no había nada de luna, pero que se oían los ruidos, como cuando rompes la rama de un árbol o cascas una nuez. Una vez. Y otra. Y otra. “Que Arturo se meó encima, don Francisco, que antes de terminar les suplicaba por algo de un hijo enfermo, decía”. Y que cuando a él le pidieron que encendiera un momento los faros de la furgoneta porque no veían bien, vio que lo tenían atado a un árbol, con la cara como desfigurada, como si no se distinguieran los ojos de la boca o de la nariz y todo fuese una misma plastilina de sangre, como si la cara fuera una careta y se la hubieran arrancado a tiras. Que le echaron vodka por la cara y le orinaron encima antes de ponerse a fumar, y que Arturo seguía con lo del hijo, pidiendo perdón, como un disco rayado: perdón, perdón, perdón. Que los dos albanokosovares y el búlgaro estaban cansados de tanto pegarle y que Arturo parecía medio desmayado, que luego se soltó y echó a correr, pero que él se quedó en la furgoneta. “Como había mandado usted, don Francisco, yo en la furgoneta todo el rato”. Que salieron detrás de él y que Arturo corría más rápido ladera abajo, hacia el agua, como una liebre enloquecida, golpeándose con las piedras y rodando medio ciego. Que entonces estuvo una hora esperando, con las puertas de la furgoneta cerrada, y que cuando volvieron los dos albaneses y el ruso lo hicieron solos. Sin Arturo. “Que antes de arrancar les dije que qué había pasado y que me contestaron que yo calladito, que lo habían empaquetado para América. Así dijeron. Empaquetado. Rumbo a América. Como los emigrantes que iban a buscar trabajo antes. No me diga lo que significa eso, don Francisco, porque eso sí que no lo sé”.
A Lorena le gustaría tener un padre mejor. Otra cosa. No este pobre hortera de los dedos gordos y del pelo graso. Un padre que no se tirase sonoros pedos por el pasillo ni se sentara despatarrado en el sofá, un padre como el de Marga, por ejemplo, más delgado, con otro pedigrí, con otro color, las manos más finas, que dijera “he terminado” en vez de “he terminao”, que se lo pudieras presentar a tus amigas y no te diera vergüenza.
Paco se da buena cuenta de que el aumento del desprecio de su hija es directamente proporcional al descenso del dinero que les queda en la bolsa de la basura que hay en garaje.
Le pasó por primera vez la otra tarde. Dos semanas después de que le explicara a voces por qué no iba a tener un Mini, por qué no iba a entrar en esta casa el puto Mini de mierda, le dijo en concreto, que me tienes hasta los cojones, hostias, así le dijo. Le pasó una semana después de que una mañana se le inflaran las narices porque eran las doce y el de la gorrita de lana seguía durmiendo arriba y no bajaba a desayunar, aquel día laborable en que Paco vio que nadie quería laborar y acabó por subir, abriéndole la persiana hasta arriba y liándose a patadas con la maqueta. Que si pensaba que el trabajo le venía a la habitación, que si estaba hasta ahí mismo de los vagos, que si él con 16 años masticaba serrín en la ebanistería y bla, bla, bla. Las mellizas se pusieron a llorar y Paco pidió disculpas. La mirada reprobadora pero dulce de Luisa, la mano en el hombro de la esposa. Paco acariciando la mejilla de una de las niñas, don Francisco que ya se calma, chssss, bonita, chssss. Lorena mirando al padre como quien mira a un escarabajo, entre el asco y el miedo.
—No las toques –le dijo Lorena al padre sin mirarle a la cara. Cogiéndole la muñeca con el dedo gordo y el índice y apartándole la mano, igual que el que coge algo pringoso y lo retira para no mancharse.
—…
—Mírate. Eres patético.
Y se miró al cabo de media hora en el dormitorio. A solas. Lo hizo, palabra que lo hizo. Y se vio algo patético, esa es la verdad. El elástico del esquijama dado de sí, la panza sobresaliendo como un balcón con vistas al mar, la cara de botijo rústico, las varices de las piernas, blancas como una gallina desplumada, los cuatro pelos de la cabeza cruzándole la calva a lo Anasagasti, la papada pujante, los pelos de las orejas asomando como un manojo de cables, el hombre que fue: un paisaje de retroexcavadoras y hormigoneras y él detrás, como un hurón, con el negocio de las puertas. El hombre que es: un gilipuertas que no tiene nada, que lo único que hizo es currar, sí, a lo bruto, sí, a su modo, sí, cogiendo él la decapadora si hacía falta y apartando al obrero, mira, se hace así, cosas que ya no se hacen, papá no seas ridículo, que eso lo hagan ellos.
Lo de Galapagar no va a salir jamás, le dijeron el martes. Descojonándose en su cara. Dejándole que pagara la última ronda y prometiéndole que ya le avisarían si se enteraban de algo.
—¿Te caliento la cena?
—Déjalo, mujer. No tengo hambre.
Y luego.
—Tienes los pies helados.
—Coño, como que hace frío.
—Es que no sé a qué tienes que andar hasta estas horas por ahí.
Y más tarde.
—Paco, te huele mal el aliento.
—Pues me he lavado los dientes.
—Anda, date la vuelta.
Si no le sale el trabajo, llamará a los chilenos para entrar en eso que no se debe nombrar, en eso que es mejor que nadie sepa, el negocio del polvo blanco: se acuerda de Arturo. Si no le sale el trabajo, perderá a las nietas que aúllan como gatas, se desvela, va al baño, orina largamente mientras lo piensa. Si no le sale el trabajo, está convencido de que su hija le despreciará más. Lorena, que de pequeña decía que su novio era papá.
Deben de ser las cinco de la mañana.
Paco tira de la cadena.
Este texto corresponde al tercer capítulo de la novela Peligro de derrumbe, que acaba de publicar La esfera de los libros.
Pedro Simón (Madrid, 1971) es periodista del diario El Mundo, director del curso de Periodismo Social de Unidad Editorial y ha obtenido diversos galardones por sus artículos. Ha publicado otros tres libros en esta editorial, el último de ellos Memorias del alzheimer. Peligro de derrumbe es su primera novela.