Tienen apariencia conciliadora y constructiva. Pretenden abrir puertas o tender puentes. Nacen de un genuino y desideologizado deseo de contribuir a “salir de esta”. Se consideran realistas o innovadoras. Se expresan sin mala intención en un artículo, una conferencia, una reunión de trabajo, el ascensor. Parecen inofensivas y suelen provocar el asentimiento mecánico de quien las escucha. A veces, incluso generan ilusión.
Son sólo frases. Frases bien sonantes, cortas y contundentes que raramente provocan debate o discusión. Frases fáciles de recordar y repetir, que quedan ahí, flotando en el aire. Frases que a veces sabemos de dónde vienen, quién las dijo por primera vez, y a veces no. Frases peligrosamente inofensivas.
Una perfectamente instalada, desde hace poco, en el discurso colectivo es la frase-cantinela “Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”. Aunque ha provocado algunas sonadas reacciones en contra y ha servido para que Twitter vibrase por un tiempo con memorables manifestaciones de ingenio condensado en 140 caracteres, ahí está. La repiten como un mantra las señoras que esperan su turno en la charcutería, los taxistas, los empleados de banca, y no sería extraño escucharla en boca de algún niño resabiado.
“El Estado de bienestar no es viable” o su variante casera “El Estado no puede ocuparse de todo”, también adornan o zanjan a menudo conversaciones amables de café o sala de espera. “No se puede gastar más de lo que se tiene” y “Ahora toca apretarse el cinturón” son latiguillos habituales. Una de las más preocupantes es la que sentencia que “En realidad, todo se decide en Bruselas” o su triste alternativa según la cual “Aquí quien manda es Merkel”.
Todas estas frases generan confusión, eluden responsabilidades, reparten injustamente las culpas, entierran la posibilidad de debate y contribuyen a diseminar alegremente, en una especie de inconsciente conspiración polinizadora, la idea del fin ya no sólo del Estado de bienestar, sino del Estado mismo.
En la misma línea, en ámbitos más especializados, se escuchan cada vez más a menudo afirmaciones aparentemente inofensivas que albergan o esconden inquietantes tesis revisionistas de principios y paradigmas tan importantes como el contrato social o los derechos humanos. Un ejemplo es este titular, tal vez tergiversado pero bien llamativo: “El Tercer Sector propone un gran pacto social entre empresas, ONG y ciudadanos”. ¿Y el Estado? ¿Dónde queda el Estado? Es fácil imaginar la sonrisa taimada de los que abogan por su desaparición cuando ven cómo los buenos les hacen el trabajo sucio de una manera tan limpia.
Otro ejemplo de esta peligrosa deriva del lenguaje está tomando forma en el seno mismo de las organizaciones de derechos humanos, donde últimamente se escucha con demasiada insistencia una frase ambigua de evidente doble filo: “El Estado no es el único responsable de respetar y garantizar los derechos humanos”. Hace unos años tal vez no resultara tan arriesgada, pero en el contexto actual debe manejarse con el máximo cuidado si no se quiere contribuir con ella –y sobre todo con las decisiones estratégicas basadas en esa idea- a diluir y revisar a la baja el sistema internacional de protección de los derechos humanos. El riesgo es despojar al Estado de sus responsabilidades legales y consuetudinarias sin haberlas convertido antes en jurídicamente vinculantes para esos otros actores supuestamente corresponsables de su cumplimiento –esto es, las empresas-.
Es momento de hilar fino y no dejarse confundir por una aparente ausencia de liderazgo y de ideas. Es momento de no ponerse trampas a uno mismo. Debemos recordar, y no revisar, la historia del pensamiento político y de las aspiraciones y valores que han guiado a la humanidad en los últimos siglos. Es hora de hablar de Platón, Roussaeu, Max Weber y Rawls.
Vamos, que propongo ponerse pedantes y combatir así esas frases peligrosamente inofensivas que alimentan la mortífera alexitimia social.
Yolanda Román es jurista y activista social especialista en derechos humanos e incidencia política.