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Peligrosos acercamientos al otro en el nuevo periodismo americano: Bowden, Conover, LeBlanc y Orlean

 

Charles Bowden, Ted Conover, Adrian Nicole LeBlanc y Susan Orlean pertenecen a la generación siguiente a la que Tom Wolfe denominó en 1972 como los nuevos periodistas. Estos periodistas literarios están ahora en el centro de la nueva producción de narrativa de no ficción. Como muchos otros grandes reporteros literarios de su peña, aceptan el magisterio y siguen en la senda de Wolfe, Mailer, Thompson, Talese y compañía, pero le agregan temas y tratamientos, innovan y complejizan la mirada y las herramientas que usan.

 

Robert Boynton (2005) los llamó los nuevos-nuevos periodistas en un libro de entrevistas, donde figuran tres de estos cuatro. Las mayores contribuciones de Bowden, Conover, LeBlanc y Orlean son el diálogo que establecen con las investigaciones y la escritura de las ciencias sociales, sobre todo la sociología y la antropología, y la manera en que se sumergen en grupos considerados distintos, opuestos u otros en la prensa tradicional y el imaginario colectivo de Estados Unidos.

 

Los nuevos periodistas de Wolfe escribían casi siempre sobre la misma sociedad norteamericana, que estaba cambiando vertiginosamente en los sesenta y setenta, aunque sus personajes viajen a Vietnam o a la Luna. La nueva camada se interna en el mundo radicalmente distinto de los narcotraficantes mexicanos, los camioneros de Perú o del Congo, las toreras de España o las adolescentes de suburbio sumidas en el crack. Estos nuevos temas traen a los periodistas nuevos problemas de cómo abordar a sus personajes, problemas éticos, de uso de lenguaje, de trabajar con el probable prejuicio de los lectores.

 

Mientras el periodismo mainstream de Estados Unidos se sigue replegando en sus propios ricos y famosos y los reality shows que no tienen nada de real, estos cuatro fanáticos del periodismo literario abren el campo de lo posible en periodismo hasta cotas inalcanzadas, y vuelven a marcar el camino en jóvenes reporteros de Iberoamérica.

 

Este análisis se centra en uno o dos libros esenciales de cada uno de ellos: La ciudad del crimen, de Charles Bowden; Coyotes y Novato, de Ted Conover; Random Family, de Adrian Nicole LeBlanc, y The Bullfighter Checks her Makeup y El ladrón de orquídeas, de Susan Orlean. De estos, algunos básicos, como Coyotes, Random Family y The Bullfighter Checks her Makeup no han sido traducidos al castellano. Por lo tanto, en los libros en donde la edición que cito en la bibliografía está solo en inglés, la traducción de los fragmentos que utilizo es mía. También me baso en crónicas y reportajes para revistas de los cuatro, muchos de ellos recogidos en antologías, especialmente la muy influyente Literary Journalism, editada por Norman Sims y Mark Kramer (1995).

 

 

1. Charles Bowden: el gringo viejo salvado por la locura

 

Ciudad del crimen, que la editorial Debate publicó en España en 2011 con magnífica traducción de Jordi Soler, es una obra maestra de la prosa poética de no ficción. Charles Bowden, su autor, es un veterano, encallecido y aguardentoso cronista de la frontera entre Estados Unidos y México. Vive en el borde de la frontera, en Tucson, Arizona, y tanto su estilo como su pinta en las fotos me hacen pensar en un Charles Bukowski de la no ficción. Ya había ganado premios con Down by the River y con Some of the Dead are Still Breathing, y sus crónicas en las más importantes revistas de periodismo literario le habían traído un público fiel. Pero apenas se le conocía en Latinoamérica y en España.

 

Hay algo viejo, de aliento clásico, en Ciudad del crimen. Tal vez eso es lo moderno: al buscar entre los cronistas o periodistas literarios norteamericanos actuales, uno de los hilos que se perciben es el desarrollo en la depuración, la sofisticación de la prosa, el diálogo con los nuevos novelistas y cuentistas y con la poesía, hasta llegar a un punto casi experimental.

 

Contar el argumento de lo que sería un documental, imitar las formas de contar de lo audiovisual y el relato multimedia con imágenes y voces y cosas de colores que se mueven es hacer que la escritura siempre vaya a la zaga. Bowden representa el camino inverso: de vuelta a lo que hace grande a la literatura, el fulgor del verbo, el construir mundos reales solo con palabras. Nada menos que con palabras.

 

“Estoy mirándola en su celda, en el asilo. Un pequeño colchón lo ocupa todo, y al lado hay un recipiente amarillo de veinte litros para el producto de las micciones y las defecaciones. Las paredes son de baldosas blancas, porque los pacientes como Miss Sinaloa tienden a pintar las superficies con sus propias heces. La puerta es de metal sólido con una pequeña ranura para que las Miss Sinaloa del mundo no puedan arrojar sus heces al personal. (…). Estaba calva. El personal había tenido que cortar su hermosa cabellera porque constituía un riesgo. Hay pacientes que tienen tendencia a estrangular a las personas con su propio cabello” (2011: 93).

 

Miss Sinaloa es una hermosa muchacha de pueblo, violada durante días por una pandilla de policías, que acaba encerrada en un asilo y que el autor encuentra transitando el borde de la locura, de la desesperación, de la rabia y el odio a sí misma y al mundo. Así es Tijuana, el mundo de la frontera, un mundo a punto de romperse en mil pedazos que solo se puede entender y contar si uno se coloca, como Miss Sinaloa, en la frontera entre lo que se debe contar y lo que no se puede entender.

 

Bowden aparece entre los muertos, los futuros muertos, los deudos destrozados de los muertos, los periodistas que se apresuran a contar los muertos antes de que los maten a ellos también, los asesinos sensibles y los corruptos honestos. Sale y entra en escena como un fantasma. Es una voz que sobrevuela el escenario intolerable de crimen, droga, muertes y violaciones, una ciudad que si fuera una persona ya estaría muerta. Y Bowden ya estaría loco, como Miss Sinaloa, si no tuviera un método para evitarlo.

 

“Hay dos maneras de estar a salvo y cuerdo. Una de ellas es el silencio, fingir que no ha pasado nada, y negarse a decir en voz alta lo que pasó. La otra es un pensamiento mágico, inventar explicaciones para lo que te rehúsas a decir, y gracias a estas explicaciones vas desestimando esa cosa que no puede llegar a tus labios. Por supuesto, esto se aplica a los individuos. Prensa, políticos y agencias gubernamentales tienen un tercer método: citan a los carteles de la droga y dicen que todo lo que pasa es culpa de ellos. Esta táctica es muy atractiva y lo remite a uno a la infancia, cuando la noche pertenecía a los monstruos y a los fantasmas. Esta era la herramienta de la guerra fría, cuando los comunistas estaban escondidos debajo de la cama, y es la herramienta de las nuevas guerras contra el terrorismo y las drogas. Como un reloj parado, es puntual ahora y entonces. Organizaciones de todo tipo mienten, engañan, roban y matan. Sin embargo, en Juárez casi nadie asocia que los asesinatos están vinculados a un hecho” (2011: 54).

 

Seguimos el hilo de sus palabras, nos parece que de alguna manera entendemos lo que nos dice. Pero es una verdad más verbal que basada en datos, entrevistas, la descripción fiel de escenas vistas y documentos revelados. Todo está entendido y asumido a un nivel muy profundo y en un área poética de la mente. Bowden grita en susurros, porque nos habla como quien cuenta una historia terrible y explica cosas que son inexplicables.

 

¿Cómo explicar los cuerpos de mujeres jóvenes y pobres, como Miss Sinaloa, que aparecen todas las semanas en el desierto? ¿Los cadáveres maniatados y con signos de tortura que brotan a diario, sin que nada cambie, sin que los discursos tengan el más mínimo efecto?

 

La violencia extrema se apoderó hace décadas de Ciudad Juárez, y Charles Bowden le canta a la sinrazón metiéndonos en la cabeza de gente como Miss Sinaloa, que sufrió más de lo que alguien puede soportar, y al mismo tiempo nos cuenta a quién sirve este ambiente de terror, quién quiere que no termine el tráfico de droga y la lucha entre pandillas, por qué siguen en su puesto policías tan obviamente corruptos, crueles y cobardes.

 

¿Se pueden contar semejantes historias, se puede entender este paisaje descorazonador desde el periodismo tradicional, o desde el periodismo narrativo elegante y bajo control del típico estilo The New Yorker? El polvo de los muertos se te mete adentro, y uno comienza a desvariar al tratar de relatar ese horror.

 

Bowden está adentro de su tema, pero sale al borde a tomar aire y a escribir sus relatos espléndidos. La prosa siempre está al borde del efluvio poético, pero en su prólogo decide directamente escribirnos en un poema narrativo, un poema de no ficción, que interpela directamente al lector y lleva al autor, con una seguridad pasmosa, a escribir un prólogo directamente en versos libres, interpelando al lector:

 

“Voy a decirte algo sobre la temporada de asesinatos.
¿Qué?
¿No te gusta la violencia?
Entiendo.
Pero súbete al coche.
¿Dices que es difícil ver por las ventanillas oscuras?
Ya aprenderás lo que es la oscuridad.
Miss Sinaloa es un detalle. Era especial, muy fina.
Subió al coche, por supuesto. Qué paseo, Dios mío.
Bueno, sí, está el tema de la cocaína, el whiskey y la cordura que podría socavar su posición en la comunidad.
¿Ves a esa gente en la calle fingiendo que no existes y esta máquina enorme con las ventanillas oscuras, fingiendo que nada de esto te está pasando a ti?
Eso eras tú hasta hace unos pocos minutos” (2011: 11).

 

¿Es esto periodismo, incluso en la acepción más inclusiva y laxa del término? Sí, si decides subirte al coche de Charles Bowden.

 

El camino al que nos invita en su versión fascinante y dolorosa de la narrativa de no ficción no es para cualquier reportero, no es para cualquier tema y no es para cualquier lector.

 

 

2. Ted Conover: viajar hacia el otro metiéndose uno mismo en la maleta

 

Ted Conover es un cincuentón que anda siempre con la maleta hecha. No espera que el polvo de los muertos lo inspire, oteando su territorio como un rey desde su atalaya o como Charles Bowden. Conover es un viajero, en el viaje permanente hacia los otros está la lógica de su tipo de periodismo. También a diferencia de Bowden, su método radica más en mirar al otro en el espejo, al lado y en relación con su propio reflejo. Viaja junto con sus personajes, pasa mucho tiempo con ellos en su ámbito y hace sus cosas con ellos, y luego su relato se centra en la relación entre el narrador y los otros.

 

Una escena del que considero su mejor libro, Coyotes (1987), muestra esta extraña mezcla de candidez personal y uso sofisticado del método de observación participante del antropólogo.

 

Conover ha pasado varias semanas trabajando en los naranjales de Arizona con un grupo de jóvenes mexicanos con quienes pasó la frontera ilegalmente, como “espaldas mojadas”. La monótona y cansada vida del peón sin papeles es dormir en un cortijo mugriento, comer mal y frío, levantarse al alba y deslomarse bajando toneladas de naranjas de los árboles.

 

La primera vez que el grupo entró a un bar destartalado para disfrutar de una ronda de cerveza medio tibia, Ted (que entre sus amigos mexicanos se hacía llamar Teodoro), tan falto de mujeres como sus compañeros de viaje, empezó una conversación picante, un coqueteo latino, con la chica que atendía la barra. El escritor explica en su texto que entre los jóvenes y robustos mexicanos, sentía que todavía tenía algo de sex appeal. Pero en un momento, la chica le baja el alma a los pies, o lo pone en su lugar: le habla de la green card, de cómo la relación con un gringo auténtico puede hacerle cumplir su sueño: los papeles.

 

Como Chaplin veía a sus compañeros de miseria en la cabaña nevada de La quimera del oro como si fueran pollos asados con sombrero, Conover se vio a sí mismo con los ojos de esta chica mexicana: no como un hombre deseable que quería ser, sino como el propietario de un pasaporte útil. Un pollo con green card.

 

La anécdota no lo deja bien parado. Esa es la cuestión: mostrar la complejidad y los malentendidos de las relaciones entre miembros de distintos grupos étnicos en Estados Unidos. Para hacerlo, se usa a sí mismo como personaje, como conejillo de indias, como ejemplo, y disecciona sus propias acciones, reacciones y sentimientos como haría un entomólogo con la mariposa prendida de un alfiler.

 

 

2.1 Investigar como antropólogo, escribir como novelista

 

Conover nació en Denver, Colorado, en 1958, y estudió antropología en Amherst College. Para su tesis se montó en trenes de carga por todo Estados Unidos, compartiendo la vida de los vagabundos. De allí surgieron su personal y fascinante mezcla de antropología y periodismo narrativo y su primer libro, Rolling Nowhere (1984), donde relata sus viajes, las vidas de estos nómadas contemporáneos y el modo en que estos desclasados de la sociedad del éxito viven hasta sus últimas consecuencias el sueño americano de la libertad.

 

Con Coyotes (1987) se convirtió en un autor conocido. Su dominio del castellano y las ciencias sociales le permitieron entender el mundo de sus amigos y compañeros de ruta, los “espaldas mojadas” que cruzan cada año ilegalmente la frontera hacia su país para trabajar en la agricultura, los servicios o la construcción y así aportar lo básico a sus pueblos en México. Pero también entiende bien el mundo de los granjeros sureños, esos que conviven con los inmigrantes y usan y abusan de su trabajo, algunos de los cuales al mismo tiempo apoyan a candidatos xenófobos.

 

Conover usa en parte el método que George Orwell inventó en El camino de Wigan Pier, Sin blanca en París y Londres, y Homenaje a Cataluña. En mi libro Periodismo narrativo (Publicaciones de la Universidad de Barcelona, 2012) me atreví a bautizarlo como “sufrir para contarlo”. En este método es también un referente Jack London con su clásico Gente del abismo (1903). Conover se extenúa en los naranjales y, en su propio cansancio extremo, entiende con todo el cuerpo el drama y la determinación de estos inmigrantes, duerme en sus catres mugrientos, y pasa con ellos la frontera: debe de haber sido el único gringo con pasaporte que camina por el desierto a merced del sol inclemente, de los buitres y de la patrulla fronteriza.

 

Así pudo vivir el episodio más noticioso de Coyotes: un destacamento de la policía mexicana pega y tortura a los viajeros, sus compañeros y amigos, frente a sus ojos. Cuando caen en la cuenta de que entre ellos hay un estadounidense, y para más gravedad, periodista, tratan de arreglar la situación, pero ya es tarde. El maltrato policial no se lo cuenta nadie: Ted Conover es un testigo directo.

 

Y así nos lo describe, en la escena después de que los policías arrastran al viejo Genaro, uno de los “espaldas mojadas”, hasta la oficina del comandante, en plena frontera:

 

“Primero escuchamos acusaciones, después las negativas de Genaro, interrumpidas por acusaciones en voz más alta. Finalmente, tras un largo silencio, las palabras ‘¡Ay, Dios mío, Dios mío!’ vinieron a través de la pared. Sus parientes de Quirambal, vestidos de negro, temblaban mientras duraba la tortura. ‘¡No, por favor!’. Miraban al piso, tensos, mientras escuchábamos. Oímos golpes y estrépito. ‘¡Señores, por favor!’. El policía más alto nos miraba. Escuchamos jadeos, toses, boqueadas; Genaro debía de tener dificultades para respirar. Recé para que los hombres de Quirambal se mantuvieran bajo control, por su propio bien” (La traducción es mía. 1987).

 

No es un ensayo antropológico, ni un manifiesto político, ni una denuncia: es la narración más descarnada pero literariamente relevante, que hace que los lectores sintamos que estábamos allí, con él. Y en cada escena de Coyotes no sabemos qué va a pasar a continuación.

 

La estructura es sabia: comienza en la frontera, tratando de cruzar con un joven. Cuando están a punto de llegar, el joven es detenido. De allí pasa a la vida de otro grupo en Arizona, y sigue a los inmigrantes en su periplo por distintos estados y diversas actividades, hasta que pasada la mitad del libro, viaja al pueblo de Ahuacatlán, en Querétaro, uno de los pueblos donde la mayoría de los hombres emprenden el peligroso camino al norte.

 

En sus pueblos, estos jóvenes, que los medios de derecha de Estados Unidos denigran y desprecian, son héroes. ¿Cómo es un pueblo bonito, en un valle fértil, donde la gente apegada a la tierra, la familia y sus costumbres tiene como sueño viajar a un sitio donde en el mejor de los casos son despreciados, y en el peor, torturados, encarcelados o muertos? Con Conover conocemos el alma de Ahuacatlán, y las razones de uno de los dramas más acuciantes del siglo.

 

 

2.2 La lupa en el espejo

 

Tras Rolling Nowhere y Coyotes, Conover se enfrentó a su propia clase: aplicó su método en el exclusivo resort de esquí de Aspen, en su estado natal de Colorado. Bajo la mirada del periodista-antropólogo, los blancos ricos de Estados Unidos aparecen con todos sus prejuicios, miedos y desesperación por encajar en la sociedad del éxito. Whiteout (2001), su retrato colectivo, no es bondadoso, pero está hecho desde el conocimiento y la piedad por las debilidades humanas y comprensión por la forma en que la sociedad afecta el pensamiento y las acciones de cada uno de sus grupos. Igual que los recogedores de naranjas en Arizona.

 

Es importante puntualizar que Conover viaja meses con sus personajes, en proyectos aparentemente alejados del día a día de la realidad informativa, pero sus temas parten de una búsqueda de respuestas a temas que se están discutiendo en los medios, en la política del momento. El asunto de los inmigrantes ilegales era uno de los grandes temas debatidos durante la presidencia de Ronald Reagan, en los ochenta. Además de ser un fascinante relato y un alegato contra la discriminación, Coyotes es un gran aporte en ese debate.

 

Novato (2001), el primer libro de Conover traducido al castellano, es su entrada en otro territorio, uno de los fundamentales en la discusión política de los noventa. Desde que los fundamentalistas de derecha del gobierno de Reagan decidieran que el consumo de drogas era un problema de seguridad, no de salud o de bienestar social, tomaron una medida trascendente: transformar la tenencia y consumo de drogas en delito, y castigarlo con penas de cárcel no conmutable. Así subió de uno a dos millones la población carcelaria. Así se creó un ejército de jóvenes que antes se rehabilitaban con multas o castigos menores, y que ahora se colocaban para siempre en el circuito de la marginación. No entraban delincuentes en las cárceles: en las prisiones se hacían delincuentes. Los centros penitenciarios estaban abarrotados, y un grupo encargado de castigar y reprimir, pero que era víctima a su vez del nuevo sistema, era el de los guardias.

 

Conover quería conocer su mundo, pasar unos días con ellos. Pidió permiso en varias prisiones, y en todas le dijeron que no. Entonces tomó una decisión radical: elaboró un currículum abreviado, sin mentir pero sin mencionar sus títulos académicos y sus libros, y se presentó al examen para ser guardia. Tras pasar las pruebas, fue asignado a una de las prisiones más famosas del país, la legendaria Sing Sing, en el estado de Nueva York.

 

En Novato, Conover no viajó con los guardias, como hizo con los “espaldas mojadas” y los vagabundos: fue uno de ellos. No adoptó un disfraz, porque realmente había estudiado, se había aplicado y estaba esforzándose por ser un buen carcelero. Durante treinta meses vivió, miró, preguntó, hizo de guardián. El novato era él. En el epílogo del libro explica que la forma de trabajo le ayudó mucho: como un reportero, el guardia tiene que pasear por su territorio con una libreta y un lápiz en la mano, observándolo todo, haciendo preguntas y anotando incidencias. Así descubrió de primera mano lo que ya le habían contado las estadísticas: que hay una evidente sobreabundancia de los negros, latinos y otras minorías étnicas en las cárceles. Un joven negro tiene más del doble de posibilidades de ser encarcelado por consumir droga que un blanco. Un cuarto de los jóvenes varones afroamericanos han pasado por las prisiones.

 

Pero también descubrió otro mundo, del que casi no se habla: el de los mismos guardias. Provienen en su mayoría de familias pobres, muchos de los mismos ámbitos de los que vienen sus víctimas. Nadie los escucha, nadie quiere conocer sus problemas. Como los soldados en Irak, son la primera línea de una guerra que los políticos decidieron y que está llevando a su país a ser más injusto, más segregado, más violento.

 

Novato es un excelente ejemplo de texto de periodismo narrativo y de informe de trabajo de campo etnográfico, con el método de la observación participante donde habían descollado Bronislaw Malinowski, Margaret Mead y Claude Lévi-Strauss. Pero en vez de la Polinesia, Ted Conover se internaba en el territorio prohibido, la tribu accidental de los carceleros y los encarcelados. Allí conoció a St. George, un carcelero lento y fofo, tan hastiado de su vida en Sing Sing que con frecuencia conducía seis horas a una ciudad alejada, para dormir en su casa, y volver a la mañana siguiente.

 

“‘¿A qué ciudad?’, le pregunté, y él me hizo bajar la voz: no quería que los reclusos supieran nada de él. Tenía razón. Por eso no constaban nuestros nombres de pila (solo la inicial) en las etiquetas que lucíamos en la pechera y tampoco revelábamos otros detalles personales. Todo ello venía explicado en una anécdota, a buen seguro apócrifa, que yo ya conocía de la Academia pero que St. George me volvió a contar: un funcionario saca de quicio a un recluso influyente de su bloque. Tres días después, el preso le entrega un sobre grande: dentro hay fotos de la hija del funcionario columpiándose en el patio de su casa” (2001: 121).

 

Este mundo de miedos y recelos mutuos, de lo que Pierre Bourdieu (1987) llama violencia simbólica, está mostrado con relatos descarnados, íntimos, precisos como este. El libro fue finalista del Pulitzer y ganó el premio a la mejor obra de no ficción del Círculo de Críticos de Estados Unidos.

 

 

2. 3. Por las carreteras del desamparo

 

El último libro de Ted Conover es una colección de relatos de viaje. Se llama The Routes of Man (2010), Las rutas del hombre, y retoma un viejo proyecto del gran viajero literario del siglo XX, el norteamericano Paul Theroux. Theroux recorrió gran parte del mundo en tren. Los trenes, los grandes abridores de espacios y unidores de mundos en el siglo XIX, eran en el siglo pasado todavía la gran forma en que las masas se movían por enormes superficies, visitaban a sus familiares lejanos, iban del campo a la ciudad y volvían para la cosecha o para las fiestas, comerciaban, huían de guerras y hambrunas.

 

Uno de los libros más logrados de Theroux es El viejo expreso de la Patagonia (2000), el relato preciso y poético de su viaje desde su casa en Boston hasta la última estación de la Patagonia argentina: el pueblito ventoso y desolado de Ingeniero Jacobacci, en la provincia de Chubut. En los setenta recorre la América de las guerras y las revoluciones, de los cambios sociales, la industrialización, el auge de la clase media y los grandes relatos. Se baja del tren para internarse en el Darién y el Canal de Panamá y para recorrer el Camino del Inca, y para visitar a Jorge Luis Borges en su casa de Buenos Aires, y vuelve a subirse para tratar de entender los paisajes humanos desde las ventanillas y las conversaciones de camarote. Otros libros fundamentales de Theroux son: En el gallo de hierro (viajes por China) (1997), El gran bazar del ferrocarril (desde el Reino Unido hasta el lejano oriente, en parte a bordo del mítico Orient Express) (1975) y El safari de la estrella negra (cruzando África) (2003).

 

En esta época los trenes están moribundos: los exterminaron los intereses de los constructores de carreteras y autopistas y los poderosos empresarios del camión y el autobús. Por eso, y porque las carreteras son las vías sanguíneas de nuestro tiempo, Conover se monta en camiones y buses para recorrer cuatro continentes. Las crónicas fueron publicadas independientemente, la mayoría en la revista The New Yorker en la década de 2000, e incluyen el relato de un viaje por los caminos imposibles de las montañas de Perú, siguiendo a los madereros que trafican con maderas preciosas de especies arbóreas en vías de extinción, y la estremecedora crónica del viaje por el África occidental, donde los camioneros esparcen el sida a su paso.

 

Ted Conover enseña periodismo narrativo en la Universidad de Nueva York, ya tiene el pelo cano y decreciente, pero no se le ha apagado la sed de viajar, de ir a los confines de los otros y de verse y analizarse a sí mismo en situaciones desconocidas.

 

Los relatos de The Routes of Man, como los de sus libros anteriores, van siempre en tres dimensiones:

 

a) Por un lado, hacia temas de interés periodístico actual, para tratarlos con profundidad y en su viaje a las raíces y la sensibilidad de quienes los viven, darnos información valiosa y ángulos nuevos para entender mejor.

 

b) Por otro lado, con su pulso narrativo afiatado, nos hace conocer grupos y ambientes con los que nos identificamos sin buscarlo. Esto es fundamental en el actual periodismo norteamericano, que viaja lejos pero se queda casi siempre en los personajes, los puntos de vista y las sensibilidades de los de casa.

 

c) Y, en último término, nos invita a un viaje hacia sí mismo, no con el fin morboso de que conozcamos sus debilidades y su intimidad, sino para ponerse en el lugar del lector: nos está invitando a desnudarnos, a mirarnos nosotros también al espejo, a imitar su ejemplo. El uso de la primera persona no solo como voz y como mirada sino como autoanálisis es tributario del mejor Orwell, pero está en Conover enriquecido por las herramientas y las estrategias narrativas de la larga tradición de escritura etnográfica.

 

 

3. Susan Orlean: encuentros sorprendentes con lo extraño y lo doméstico

 

No creo que haya un periodismo narrativo masculino y otro femenino. Pero en dos de las más talentosas e innovadoras cronistas de la actual generación norteamericana, Orlean y LeBlanc, hay una mirada absolutamente personal, un fijarse en lo que otros no perciben, en escuchar hasta los más modestos murmullos, en percibir detalles secretos en las cosas, la gente y las historias, en contar con una mezcla cautivadora de gracia y piedad. ¿Es una mirada femenina? Eso lo tiene que decidir cada lector. Siento que hay una mirada distinta a la mía, pero en muchas páginas de Conover o Bowden también lo siento: es lo que tiene el dueño de una forma personal de acercarse a la realidad.

 

A ambas las conocí en una antología de periodismo literario de después de los ochenta que seleccionaron y editaron Norman Sims y Mark Kramer (1995). Sims, uno de los académicos más activos de la Asociación de Estudios del Periodismo Literario (IALJS), y Kramer, durante años el director del Centro Nieman de Periodismo Narrativo en la Universidad de Harvard, han desempeñado un papel de similar magnitud para la generación de jóvenes cronistas que la que Tom Wolfe personificó con su seminal El nuevo periodismo (1986).

 

En los dos tomos de antología (aquí desaparece la palabra “nuevo” y el adjetivo es, sin pedir disculpas, “literario”) y en el estudio Literary Journalism in the 20th Century (2008), que compila Sims, desgranan los elementos esenciales del género: la búsqueda de personajes, grupos y sitios que representen algo importante de lo que está pasando, una tendencia, un cambio social, un problema usualmente relacionado con la violencia urbana, la falta de encaje de los jóvenes, la pobreza, la injusticia, el mundo de los otros (un vendedor de crack, el imán de una mezquita radical, una prostituta adolescente, el miembro de una pandilla juvenil, un joven neonazi, por ejemplo), no percibidos o no entendidos por el grupo al que suelen pertenecer los lectores.

 

El periodista narrativo se introduce en estos grupos de los que no suele hablar el periodismo tradicional, pasa mucho tiempo con ellos, gana su confianza, vive y es capaz de contar escenas significativas con ellos de forma narrativa: con escenas, con diálogo directo, con descripción precisa. Y puede explicar lo que significa aquello que ve. Los personajes se van desarrollando, van cambiando, van entrando o saliendo de situaciones conflictivas a la vista del lector. Y al final, el mundo de estos personajes es contado con un estilo que busca lo preciso y lo poético. O tal vez busca la poesía en lo concreto y sensorial.

 

En la segunda antología de Sims, llaman la atención dos breves perfiles escritos por dos autoras que eran nuevas para mí, que me abrieron a nuevos temas, nuevas formas de contar, nuevas posibilidades de la mirada: Susan Orlean y Adrian Nicole LeBlanc.

 

Susan Orlean escribe sobre ‘El hombre americano a los 10 años’, un texto publicado originalmente en The New Yorker y ya seleccionado en la antología de Sims y Kramer (1995). Es un artículo delicioso. Se le podía haber ocurrido a cualquiera; pero se le ocurrió a ella. Con un sentido muy acuciado de lo importante que es prestar atención a los detalles para entender los cambios generacionales, Orlean se lanza a pasar una temporada no en una guerra lejana ni con un grupo de fanáticos incomprensibles, sino con un niño de 10 años, de clase media relativamente acomodada, un niño relativamente interesado por el mundo, relativamente inteligente y sensible. Un representante de los niños de hoy, que navegan a través del bombardeo de imágenes y mensajes publicitarios, que viven las relaciones y las amistades con sus pares de forma muy distinta a la que solían sus padres, y que se comunican a través de la alta tecnología de una forma radicalmente nueva.

 

Colin Duffy, el niño en cuestión, invita a la periodista a entrar en su mundo, a jugar con él, a entender sus códigos. Y ella nos invita a nosotros, los lectores, de una manera tan clara y al mismo tiempo tan cargada de ironía y profundidad ligera que terminamos viendo el mundo como lo percibe la siguiente generación.

 

‘El hombre americano a los 10 años’ ya es un clásico, sobre todo por la simplicidad clásica con que Orlean trata un tema nuevo. Así comienza:

 

“Si Colin Duffy y yo nos fuéramos a casar, deberíamos tener libretas de superhéroes que hagan juego. Usaríamos pantalones cortos, grandes tenis, camisetas amplias con los nombres de atletas famosos todos los días, incluso en invierno. Dormiríamos con la ropa del día puesta. Seríamos muy buenos jugando al Nintendo Street Fighter II, pero Colin sería mejor. Haríamos los deberes, pero nunca sería muy difícil y siempre estaríamos acabando de hacerlos. Comeríamos pizza y golosinas en todas nuestras comidas. No tendríamos sexo, pero nos sentiríamos atraídos el uno por el otro, y como por arte de magia, los bebés empezarían a aparecer en nuestra casa. Ganaríamos la lotería y compraríamos tierras en Wyoming, donde tendríamos toda clase de animales chulos” (2001: 3).

 

Y así hasta completar la primera página. El truco es simple, tanto que es raro que no haya sido popular antes. Pero quienquiera que lo use ahora en un artículo de revista en Estados Unidos, sería una copia de Susan Orlean. El desplazamiento de los sueños, aspiraciones y forma de ver el mundo del personaje hacia el periodista provoca a la vez hilaridad, comprensión y una forma original de colocar al reportero en el centro de la acción.

 

Orlean pasó mucho tiempo e hizo muchas preguntas a Colin y a decenas de niños como él, obviamente, como para poder elaborar ese gran primer párrafo. A partir de allí, la escritura es algo más tradicional, y nos cuenta lo que hacen juntos, de qué hablan, cómo organiza su día y cómo ve su futuro. No hay nada de infantil, de búsqueda de un punto de vista aniñado en la prosa que usa la autora. Toma a Colin como un igual, y el resultado es a la vez divertidísimo y lleno de respeto.

 

En la antología de perfiles de The New Yorker, hay otra obra maestra de Orlean: ‘Show Dog’, un perro de campeonato de belleza. Y el comienzo es una variante del mismo juego:

 

“Si yo fuera una perra, estaría enamorada de Biff Tuesdale. Biff es perfecto. Es amistoso, guapo, rico, famoso y está en perfecta forma. Casi nunca babea. No le asusta el compromiso. Quiere tener hijos —en realidad tiene varios, y quiere muchos más—. Trabaja duro y es un gran profesional, pero también sabe cómo divertirse” (2001: 27).

 

Susan Orlean, una mujer alta y esbelta, de piel muy blanca y pelo castaño que suele llevar largo y revuelto, juega con su imagen, con el juego de la mujer que se describe a sí misma como objeto de deseo de otros y que imagina relaciones con desconocidos. Tal vez esta sea una forma femenina de acercarse a los personajes de sus textos periodísticos, ya sea un niño o un perro. Pero yo prefiero verlo como una forma muy particular de una escritora de no ficción sorprendente, que ya traspasó la frontera del conocimiento popular.

 

Buena parte de su fama se la debe a su primera y brillante obra de no ficción, El ladrón de orquídeas (2001), de la que se hizo una película que no sigue la historia que cuenta el libro sino la investigación de la misma Orlean, representada por Meryl Streep. Con una perseverancia rayana en la obsesión, propia de todos los verdaderos periodistas literarios, Orlean se lanza a la caza de los buscadores de la orquídea perfecta. La delicadeza de esta flor única y su estética de formas y colores exagerados, que serían delirantes si no fuera que los creó la naturaleza, la llevan a seguir el camino de fanáticos orquideólogos.

 

El seguir a gente enamorada y obsesionada con su trabajo es una buena forma de interesar y atrapar al lector. Y en el mundo extrañísimo de las orquídeas, encuentra también Orlean, como en casi todos sus escritos, una forma de hablar de manera original de las pasiones, pulsiones y temores humanos.

 

La colección de retratos de Orlean, publicada en 2002, se llama The Bullfighter Checks her Makeup (ella misma coloca en su libro en inglés el nombre en castellano: La matadora revisa su maquillaje) y la portada la muestra a ella misma en pose torera, arrastrando el capote y mirando sobre su hombro al lector, como si este —nosotros— fuera el toro. Su personaje es la torera Cristina Sánchez, mujer valiente, osada y vilipendiada en un mundo de hombres.

 

Entre otros, incluye el perfil de la cantante Tiffany, de 14 años, que vendió cuatro millones de álbumes de su disco debut, junto con los de famosos y desconocidos, todos extraños y llamativos. En todos encuentra maneras de hacernos sentir que son tan raros como para que pensemos en nosotros mismos en nuevos términos, y que son al mismo tiempo parecidos, que nos podemos identificar con ellos, incluso con el perro Biff. Lo extraño y lo cercano, el alejamiento y la identificación, y siempre el personaje de la misma periodista en un lugar original, inesperado.

 

 

4. Adrian Nicole LeBlanc: hasta el fondo sórdido de los descastados y un poco más allá

 

En la misma colección de Norman Sims, Adrian Nicole LeBlanc presenta a un personaje muy distinto: Trina, una prostituta de 16 años de Staten Island, adicta al crack. El retrato es devastador, y a la vez tristísimo y lleno de un humor negro, sarcástico, inteligente, propio del personaje, una chica inteligente y despierta sobreviviendo en un mundo cruel:

 

“En las calles locas, la belleza malévola de Trina brilla. Hoy sale a la superficie la extrañeza de su adolescencia perdida: veo la fealdad de su dolor en el cuello demasiado cerrado de su chándal negro, en la forma en que aprieta los muslos, en la manera en que tiemblan sus manos, en su cara abotargada, sin expresión. Es todavía una niña pero parece estar más allá de todo arreglo, mientras en su torrente sanguíneo fluye el tranquilizante Atavan” (1995: 224).

 

Así la encuentra LeBlanc, en una habitación del Hospital del Buen Samaritano. No tiene fe en el futuro, no tiene fe en sí misma. La periodista trata de ayudarla. ¿Qué desea?

 

“Me gustaría ir a la sección teen de una tienda y preguntarle a una chica teen qué usaría ella. Eso es lo que quiero” (1995: 224).

 

LeBlanc no lo dice, pero nosotros lo entendemos perfectamente: Trina está tan lejos, tan lejos de su yo adolescente, que su sueño es vestirse como otra. Su sueño es ser otra, pero en el fondo ella también sabe que nunca lo logrará.

 

El final es desolador: Adrian sale, va, viene, trabaja, compra, y de vez en cuando visita a Trina, que mientras tanto cumplió la mayoría de edad y entró en la cárcel de adultas por posesión de drogas. Desde su enésima estancia en la cárcel, llama a su única amiga incesantemente. El final de la crónica es una sucesión de mensajes en el contestador automático de la periodista. Nos quedamos con la voz. Nos quedamos con un nudo en la garganta que se queda ahí durante horas.

 

Al leer el libro que demostró la grandeza, el enorme talento narrativo, la increíble, demencial persistencia de Adrian Nicole LeBlanc, sentí que Trina & Trina (1995) era un ensayo, un ejercicio. El producto definitivo es infinitamente más ambicioso, más logrado, y más triste.

 

Random Family (2003) es un gran libro, uno de los más importantes e impactantes libros de no ficción de todos los tiempos. LeBlanc sigue a un grupo de personajes de los barrios bajos del Bronx durante 11 años. Es un relato contado en riguroso orden cronológico, con decenas de personajes, que se lee como una gran novela realista de Zola, de Dickens, de Tolstói. Sus 400 páginas cuentan la larga y enrevesada historia centrada en Jessica, una adolescente de barrio como cualquier otra, solo que provista de una belleza y un magnetismo sexual que hace que los hombres se le acerquen como moscas a la miel.

 

La historia empieza con una Jessica quinceañera acosada por los hombres, en casa de una madre patéticamente incapaz para criar a sus cuatro hijos y egoísta por la fragilidad a la que la llevaron la pobreza y su propia debilidad. En centenares de escenas presenciadas por la autora, donde la voz narrativa de LeBlanc apenas apunta conclusiones y metáforas poéticas que brillan por la economía con la que son esparcidas en el texto, se narran con detalladísima precisión primero la búsqueda de algún sentido de la vida en la sordidez del barrio pobre, luego la caída de Jessica y su pandilla en la droga y el crimen, más tarde en la cárcel y finalmente en el difícil balance que los mantiene de este lado del hambre, de la violencia, de la muerte y de la ley.

 

En el Bronx de Random Family los jóvenes se hacen viejos, los bebés se hacen adolescentes y tienen hijos a la misma edad imposible que sus padres, los niños abusados y golpeados se convierten en adultos abusadores y violentos, los hombres desafían a la muerte y las mujeres bajan la cabeza con rabia.

 

El oído de LeBlanc para captar la forma en que hablan y actúan los personajes de su historia, la mayoría latinos en una Nueva York multiétnica, produce un efecto inmediato de verdad. Y la forma en que entiende los temores y deseos y secretos anhelos de sus criaturas, el milagro de una imaginación de novelista echándole horas a la intemperie de la calle dura.

 

“Milagros y Trinket hacían una pareja extraña”, dice, al presentar a dos de sus personajes menores. “Si un río corriera entre los estilos de muchachas en el Bronx Sur pobre, estas dos acamparían en orillas opuestas”. Milagros, quien nunca llevaba maquillaje, echaba su aburrido pelo marrón hacia atrás y se refugiaba en lo que llamaba el “look simple”: camisetas, zapatillas, jeans. Trinket se embadurnaba de lápiz labial, pintaba arco iris de delineador de ojos alrededor de sus ojos verdes y armaba su cabello dorado en forma de melena leonil. Trinket esperaba convertirse en madre, mientras que Milagros proclamaba, en voz alta y con frecuencia, echando fuego por las fosillas de su nariz, que nunca tendría hijos ni terminaría como esclava de ningún hombre (2003: 8).

 

Pero Trinket terminó emparejada con el pequeño traficante de crack con el que Jessica tuvo su primera hija, y Milagros acabó cuidando de las mellizas que Jessica tuvo con su segundo hombre, hermano menor del primero. Y para cuando Jessica conoció a Boy George, un gran traficante y matón que movía cientos de miles de dólares en el momento de mayor auge de la heroína en el barrio, la familia entera estaba perdida. En la ola de dinero fácil, sobredosis, cárcel y delaciones cruzadas cayó también su hermano menor, César, quien entró al negocio ilegal mientras iniciaba un romance con Coco, una niña sonriente e insegura.

 

En vez de seguridad, amor y confianza, todos buscaban y derrochaban e intercambiaban sexo, dinero y droga. O tal vez debo decir que el sexo, el dinero y la droga eran la forma de conseguir o de creer que conseguían seguridad, amor y confianza. La pandilla de Jessica es una triste cohorte de perdedores del sistema, que nacieron en un mundo complejo y cerrado.

 

 

4.1 Hasta meterse en la piel de sus personajes

 

Random Family es un tratado de antropología, de psicología, de historia, de economía, de filosofía, con la precisión y la profundidad de muy pocos textos académicos. En sus páginas se entienden palmariamente cuestiones de clase, de raza, de género, de generaciones que rompen con el pasado para caer en lo mismo, se percibe la brutal lógica de la sociedad norteamericana. La pobreza que embrutece y el dinero fácil y abundante que embrutece más no se explican como teorías: los vemos, los palpamos, los olemos.

 

El larguísimo camino de Jessica, César, George, Coco y su multitud de amigos, enemigos, socios, traidores, padres, hijos, hermanos y multitud de parejas sexuales, casi todas pasajeras, adquiere sentido en este detallado relato. Lo repetitivo se vuelve la explicación de un patrón de conductas y de reacciones ante situaciones cambiantes, casi todas trágicas. Sentimos que nos empapamos de la vida y la lógica de estas personas y de la lógica y la funcionalidad del sistema que los tiene atrapados y que por breves espasmos creen dominar, para caer pronto en las garras trituradoras de las que no pueden escapar.

 

Hacia el final de la primera de las cuatro partes, después de un breve tiempo en el que Jessica comparte la riqueza del negocio de la droga de Boy George, el FBI arresta a su novio, casi todos los amigos y servidores se vuelven contra él para salvar su propio culo, y Jessica, mujer maltratada, de pronto se ve libre de su agresor, con mucho dinero para gastar pero con sus permanentes demandas y chantajes desde la cárcel, donde va a visitarlo regularmente. LeBlanc copia las duras preguntas que Jessica se hace a sí misma en su cuaderno escolar de estudiante fracasada.

 

“1. Es esto un castigo de Dios para que no sea feliz Realmente.
2. Amo a esta persona
3. Puedo realmente ser Feliz con
4. Puedo realmente esperar a George”.

 

… y así hasta 10 preguntas. Jessica no logra contestarlas, pero George les busca respuestas en su propio mundo de mafioso encarcelado: obliga a Jessica a tatuarse su propio nombre, los dos nombres entrelazados, un corazón con sus nombres sobre su corazón.

 

Jessica termina tatuándose seis declaraciones, cada vez más grandes y explícitas, hasta terminar con un largo poema en su omóplato. Entonces Adrian Nicole LeBlanc escribe: “Era como si Jessica tratara de convencerse de que estaba enamorada desde afuera hacia adentro” (2003: 81).

 

Por supuesto, la historia con Boy George termina mal, muy mal, como todas las historias de esta chica, como la historia de su patética madre, como la historia de su pobre hija.

 

¿Cómo hizo Adrian? ¿Cómo aguantó 11 años en este proyecto, sin saber dónde irían a parar sus personajes, viéndolos casi a diario, anotando con minucioso cuidado todas sus andanzas y sus opiniones. Ni ellos sabían en qué irían a terminar, ni siquiera cómo terminaría cada día. Jessica es representativa de un mundo muy de los ochenta y los noventa, pero también el preanuncio de un mundo actual. Es típica de un universo de latinos en Estados Unidos, pero también universal, también propio de los pobres en grandes ciudades de todo el mundo.

 

Pero Jessica es también un individuo querible y exasperante, una persona compleja y fascinante y un gran personaje de la literatura. Como Perry, el asesino de A sangre fría, de Truman Capote. Como el Raoul Duke de Miedo y asco en Las Vegas, de Hunter S. Thompson. Como la Miss Sinaloa de Ciudad del crimen, de Charles Bowden.

 

 

5. Conclusiones. Cuatro autores que agrandan la realidad

 

¿Qué tienen en común estos periodistas narrativos estadounidenses de comienzos del siglo XXI? Que agrandan la realidad, afinan nuestra mirada, enriquecen las herramientas con que los periodistas narrativos y los escritores de no ficción cuentan lo que pasa.

 

En la influyente antología The Literature of Reality (1995), la académica Barbara Lounsberry y el eminente cronista Gay Talese dividen sus selecciones de ejemplos en diversas categorías, que comienzan con formas de presentar la realidad y jugar con el lenguaje hasta formas de agrandar la realidad.

 

Esto suena peligroso: ¿cuánto se puede agrandar un hecho, una escena o un personaje sin distorsionarlo, sin transformarlo en ficción?

 

Pero en esencia, agrandar es aplicar una lupa, mirar lo pequeño, lo minúsculo, como si fuera grande. En última instancia, hacer visible lo invisible. Como hace un fotógrafo con un detalle, que con la ayuda de una cámara potente permite detener la imagen y hacernos notar lo que de otra manera no veríamos. Así agrandan la realidad Bowden, Conover, Orlean y LeBlanc.

 

Pero también usan herramientas de las ciencias sociales, además de las literarias que ya habían introducido de a poco los pioneros, como Daniel Defoe, Antón Chéjov o José Martí en sus crónicas periodísticas y sobre todo como emprendió como proyecto la generación del Nuevo Periodismo.

 

Este es el gran adelanto de esta nueva generación, creo: en ese maridaje entre periodismo y ciencias como sociología, antropología, psicología social y ciencia política, avanzan mucho en hacernos entender cómo los casos que presentan explican una realidad amplia, un contexto social, un tiempo y un lugar, lo que sucede en el mundo.

 

Y por último, estos periodistas son grandes lectores, están atentos a las corrientes literarias de este comienzo del siglo XXI y a lo que sucede en el cine, el video, las nuevas tecnologías, la forma en que los lectores actuales están insalvablemente tamizados por su constante exposición y uso de internet, los discursos fragmentados que cambian de género y de estilo constantemente, las personalidades múltiples que adquirimos desde niños para comunicarnos con el exterior, agrandadas hasta el infinito por las redes sociales.

 

El mundo que muestran estos cuatro autores es un mundo distinto al del siglo XX; los personajes son distintos, sus retos y contextos han cambiado, ha cambiado el papel y el personaje del periodista, y ha cambiado el lector.

 

A esta nueva concatenación de miradas se dirigen LeBlanc, Orlean, Conover y Bowden. En primer lugar, me refiero a la nueva mirada de los personajes mismos sobre su mundo y sobre sí mismos. En segundo término, a la nueva mirada del periodista sobre aquello de lo que escribe, a sus nuevas y más penetrantes miradas a sí mismo y al lector. Y por último, a la mirada de los propios lectores, quienes ahora se acercan con menos inocencia pero con más necesidad de quedar atrapados por una gran historia.

 

 

 

Bibliografía

 

Bourdieu, Pierre (1987): Cosas Dichas, Buenos Aires, Gedisa.

 

Bowden, Charles (2011): Ciudad del crimen, Barcelona, Debate.

 

Boynton, Robert (2005): The New New Journalism. Conversations with America’s Best Nonfiction Writers on their Craft, Nueva York, Vintage Books.

 

Conover, Ted (2001): Novato. Guardia en Sing Sing, Barcelona, Alba.

—    (2001): Whiteout, Nueva York ,Vintage Books.

—    (2006): Coyotes, Nueva York, Vintage Books. 

—     (2010): The Routes of Man, Nueva York, Vintage Books.  

 

Herrscher, Roberto (2012): Periodismo narrativo. Cómo contar la realidad con las armas de la literatura, Barcelona, Publicaciones de la Universidad de Barcelona.

 

LeBlanc, Adrian Nicole (2004): Random Family, Nueva York,

Scribner.

 

Orlean, Susan (2002): The Bullfighter Checks her Makeup, Random House.

—    (2001): El ladrón de orquídeas, Barcelona, Anagrama.

 

Remnick, David (2001): Life Stories. Profiles for The New Yorker, Nueva York, Modern Library Paperbacks.

 

Sims Norman y Kramer Mark (eds.) (1995): Literary JournalismNueva York, Ballantine Books.

 

Sims Norman (ed.) (2008): Literary Journalism in the Twentieth Century, Northwestern University Press.

 

Talese, Gay y Lounsberry, Barbara (eds.) (1995): The Literature of Reality. Writing Creative Nonfiction, Harper-Collins.

 

Theroux, Paul (1975): El gran bazar del ferrocarril, Barcelona, Plaza & Janés.  

—    (1997): En el gallo de hierro, Barcelona, Ediciones B.

—     (2000): El viejo expreso de la Patagonia, Barcelona, Ediciones B.

—     (2003): El safari de la estrella negra, Barcelona, Ediciones B.

 

Wolfe, Tom (1986): El nuevo periodismo, Barcelona, Anagrama.

 

 

Este texto está incluido en el libro Crónica y mirada. Aproximaciones al periodismo narrativo, coordinado por María Angulo, que acaba de publicar Libros del K. O.

 

 

 

Roberto Herrscher (Buenos Aires, 1962) es periodista narrativo, reportero especializado en música, sociedad y medio ambiente y profesor de periodismo. Dirige el Máster en Periodismo BCNY, organizado conjuntamente por el IL3-Universidad de Barcelona y la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia, donde enseña desde 1998. Dirige la colección Periodismo Activo de Publicaciones de la Universidad de Barcelona. Es autor, entre otros, de los libros Periodismo narrativo (Publicaciones de la UB, 2012) y del relato de no ficción Los viajes de Penélope (Tusquets, 2007)

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