Ana Zamora recupera la emocionada memoria de María Josefa Canellada en Penal de Ocaña, un primoroso montaje que ha presentado en la madrileña sala Kubik Fabrik.
Kubik Fabrik, una joven factoría teatral madrileña de atractiva e inquieta programación y actividades escénicas diversas, lucha por arraigar en un territorio donde el teatro no suele figurar en el difícil menú de cada día. Pero su presencia en el barrio de Usera está consiguiendo el pequeño milagro de vivificar el pulso cultural de la zona con una oferta múltiple y de calidad. Para llegar a la sala hay que callejear un poco y enfrentarse a una empinada cuesta; al final de ella y frente a la comisaría del barrio, las puertas de la Kubrik se abren para el caminante en el número cinco de la calle de Primitiva Gañán.
Mi primer encuentro con esta fábrica de experiencias escénicas –y seguro que no el último– ocurrió hace unos días, en una noche en que el invierno imponía sus augurios y el viento era un coro de lobos boreales capaz de congelar el ánimo del más bragado. Mientras atravesaba las calles casi desiertas, se redoblaba en mí la convicción de que si casi siempre el teatro exige cierto compromiso personal, era necesaria una fe inquebrantable y un amor incondicional por él para aventurarse hasta allí en tales circunstancias. Franqueado el umbral, fui abducido por una antesala atestada del público que esperaba el comienzo de la función. Resultó realmente reconfortante encontrarse con un bullicioso cónclave de peregrinos también creyentes en las virtudes taumatúrgicas de la actividad teatral. Luego, el espectáculo resultó un ascua ideal para calentar el ánimo e iluminar la vida.
Sí, valía la pena la caminata nocturna para ver Penal de Ocaña, un trabajo en el que Ana Zamora y su compañíaNao d’amores se han apartado de sus habituales caladeros medievales y renacentistas donde pescan materiales preciosos para fabricar esos estupendos montajes que cosen el prodigio con encanto y rigor. En esta ocasión han escogido una novela en la que María Josefa Canellada (1912-1995), esposa de Alonso Zamora Vicente, vertió su diario de la Guerra Civil. Finalista del premio Café Gijón en 1954, no fue editada íntegramente hasta 1985. El texto toca muy de cerca el corazón de la directora de Nao d’amores, pues la filóloga y novelista fue su abuela.
Cuando estalló la guerra, María Josefa Canellada era una joven estudiante de Filosofía y Letras con maestros del fuste de Tomás Navarro Tomás, Pedro Salinas, Xavier Zubiri, Rafael Lapesa, José F. Montesinos, Américo Castro y Ramón Menéndez Pidal. Concluida la contienda, terminó sus estudios y presentó, dirigida por Dámaso Alonso, su tesis doctoral, El bable de Cabranes. Posteriormente colaboró con multitud de centros docentes y de investigación de España, Portugal, México y Estados Unidos, amén de ser miembro de número de la Academia de la Llingua Asturiana desde su fundación en 1981, y académica correspondiente de la Real Academia Española desde 1986.
La protagonista de Penal de Ocaña, María Eloína Carrandena, es una estudiante entusiasta que se presenta como enfermera voluntaria para cuidar a los heridos más graves en los frentes de batalla, primero en el hospital de Izquierda Republicana en Madrid, y después en el hospital de sangre en que fue transformada la antigua cárcel de la localidad toledana. María Eloína vive una aventura de solidaridad y dedicación en la que coloca sus principios morales sobre cualquier otra circunstancia. Abnegada hasta la extenuación, intentando siempre insuflar optimismo a los pacientes, dolorida por las muertes, contactando de cuando en cuando con sus antiguos maestros y compañeros de la Universidad, ansiosa de noticias sobre su familia, anota en su diario un día a día de dificultades, de minúsculas alegrías y decepciones. Es un texto nervioso y puntual, amasado con materia viva, que va creciendo con la levadura de la verdad emocionada. La enfermera, no demasiado a gusto con la cantinela constante de las consignas comunistas, decide irse del hospital y desaparece en Madrid cuando le encomiendan la vigilancia de unos heridos políticamente sospechosos y candidatos a ser eliminados.
Ana Zamora explica que, entre el 2 de octubre de 1936 y el 2 de octubre de 1937, su abuela escribió sus avatares en un cuaderno “que día tras día se iba convirtiendo en espacio de reafirmación personal, siempre vivida desde un inmenso compromiso moral con la situación que le rodea. Nosotros, conmovidos con esa experiencia, hemos querido convertir en materia teatral el testimonio real de aquella estudiante de Humanidades, que se va haciendo a sí misma a través de las elecciones que toma en su periplo cotidiano… descubriendo a través de su angustia, más que de la propia razón, lo que es la verdadera existencia. Y detrás de todo ese gran aprendizaje, el de la responsabilidad del hombre no sólo ante sí mismo, sino ante toda la humanidad”.
Todo ello queda patente en un montaje primoroso, de intimidad trascendida, en el que Elena Rayos, acompañada al piano y en varias acciones por Isabel Zamora, realiza un gran trabajo de interpretación, un ejercicio radiante de contagiosa vehemencia e instalado en un arco de matices que transita del entusiasmo al paulatino desencanto sin perder un ápice de entrega. Ana Zamora dibuja en su puesta en escena un universo de pequeños detalles simbólicos que materializa en la maleta de la que saca ropa que cobra vida, en las figuritas de papel que la actriz va disponiendo en círculo a lo largo de la representación: un barco, una flor, una pajarita, un avión…, elementos perfectamente integrados en un todo en el que la selección y dirección musical de Alicia Lázaro, el vestuario de Deborah Macías, el escueto espacio escénico de David Faraco y la singular iluminación de Miguel Ángel Camacho y Pedro Yagüe configuran un fantástico espectáculo cuya voluntad de recogimiento casi minimalista es tan grande como su calidad.