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Pensé en los sueños.
Pero no mientras soñaba (que era cosa que me sucedía antes; la del metasueño), sino despierto. Aunque algo embriagado, en la noche del sábado; una extraña noche de sábado solitaria. Silenciosa.
Hace frío y tengo la ventana abierta, pero todo está bien, porque sobre mis piernas tengo una manta de estrellas.
Tengo cervezas, tengo tabaco. Tengo libros.
Tengo soledad y un silencio total.
Todo está bien, ya lo dije.
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Corre el aire. 12 grados.
Hoy no espero ninguna llamada; tampoco la deseo.
(digo de la gente, no de la literatura, a la que sí que busqué con afán)
No sé por qué pienso que todos los malos libros encierran, al menos, un buen verso (o casi).
Prefiero no decir cuál ha sido el libro –de poesía, obvio- que me acabo de leer y con el que me ha sucedido esto. Seremos gentiles. Así que recurriremos a unos versos de Valente, para congraciarnos con la noche oscura y la lírica.
Dicen así:
“y vamos / hacia los oros de la noche antigua”.
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Así estamos hoy, tras la lectura de otro libro, El Comensal, de Gabriella Ybarra.
Pues yendo a sacarle el lustre al recuerdo.
Y se me agolpaban (no sé por qué) en la mente imágenes lejanas, muy lejanas.
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En realidad, El comensal (Caballo de Troya, 2015) va menos de la muerte que de la pérdida de las referencias, de la desubicación súbita.
Escribe Ybarra que “la muerte antes de tiempo es siempre violenta”.
El Comensal indaga en la memoria sensorial de los símbolos (el traje negro de la madre, el lugar del bosque donde ETA asesinó al abuelo) y es en fin de cuentas, una exploración sobre las consecuencias del daño vivido, de cómo un acontecimiento traumático que parece nos pasa inadvertido (pues sucede en nuestra niñez) modifica y, en gran medida, trastorna nuestras posibilidades de futuro.
Porque aunque directamente uno no pueda calibrar la magnitud del daño (me refiero al momento mismo en el que éste se produce), sí sufre sus secuelas, pues marcan el contexto en el que uno se ha criado, delimitan con una exactitud tenebrosa el modo en el que se articulan (y articularán) las relaciones, los afectos, los sentimientos, las ideas.
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Guardando las distancias y con todo el debido respeto, entiendo de lo que habla Ybarra. Yo mismo perdí a mi madrina cuando apenas tenía menos de un año. He llevado puestos sus pendientes, sus camisas, tengo una foto de ella en mi mesilla de noche; voy a visitar su tumba cada vez que bajo a Castellón.
Haberla perdido de esa manera no me afectó directamente, pero sí a través de aquellos que sufrieron aquella pérdida terrible (tenía 23 años): sus hermanas (mi madre, mi tía), sus padres (mis abuelos), su marido (mi tío).
Sé que eso condicionó de una manera brutal mi modo de relacionarme con los demás, de sentir, de amar; por no hablar de los miedos. Durante muchísimos años estuve convencido de estar condenado a que me matara un cáncer (ella murió de cáncer; lo supe hace unos pocos años, no muchos. Antes esas cosas no se comentaban, eran secretos de familia).
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Es domingo por la noche y todo sigue tranquilo.
Hemos celebrado esta tarde el cumpleaños de mi sobrino.
Me tomo un café y vuelvo de nuevo a Valente.
Escribe:
ESTAR.
No hacer.
En el espacio entero del estar
Estar, estarse, irse
Sin ir
A nada.
A nadie.
A nada.”
En esto estamos; ahora mismo.
Aquí.
En este escritorio silencioso y (re)confortante.
Donde tratamos, con afán, de ser nosotros mismos.