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Una frase de El año del pensamiento mágico de Joan Didion me acompaña como una sombra: “La vida cambia en un instante, en un instante normal”. Una lumbalgia, una radiografía de las vértebras L-1 a L-5 y un TAC con contraste desataron el tsunami de malas noticias que componen mi instante normal prolongado. Vivo dentro de una tormenta de vientos huracanados en la que la lluvia rachea horizontal al suelo. Me lanza del optimismo al pesimismo, de una posible supervivencia de tres o cuatro años a apenas unos meses. Es agotador tanto cambio de expectativas, que obligan a una reprogramación constante, de urgencia. Pese a que intento aferrarme a la realidad de los hechos comprobados que han ocupado la centralidad de mi trabajo y de mi vida, me afecta emocionalmente tanto quiebro. Me defiendo desde el humor británico. No es fácil mantener la entereza, pero no se me ocurre otra alternativa.
Me colé como protagonista en el proyecto de este libro que ya ha desechado dos guiones, uno dedicado al miedo a la muerte en las sociedades occidentales y otro centrado en la orfandad tras la muerte de Maud. Con el diagnóstico de los cánceres comencé a rodar sin control, tal vez como defensa, decenas de escenas sin saber qué quería contar. He acumulado tanto metraje de película que no sé por dónde empezar ni qué hacer con él. Tengo material para un filme de extraterrestres, otro de romanos y un tercero de zombis. Pueden ser simultáneos o en serie. Editar este libro-madeja será una tarea titánica contra el tiempo, un ejercicio optimista de sedimentación. Ninguno de mis amigos sería capaz de desenredar el caos de voces, imágenes, músicas, ideas, libros ajenos, citas y emociones. La llegada atropellada de mis enfermedades galopantes me situó en el centro egocéntrico de la trama, un lugar que me resulta familiar. El libro ha sido estos meses un contenedor en el que he volcado todo, desde los miedos hasta las risas, desde los sentimientos hasta las ideas, en busca de agarraderas para mantener la calma. Necesito un tercer guion e inteligencia para deshacerme de lo superfluo, que es mucho. Busco una voz, la mía, la única que puede relatar lo que siente y piensa, sabiéndome condenado por el cáncer. Necesito un marco narrativo, un contexto que me permita ordenar recuerdos, vivencias, reflexiones, giros dramáticos inesperados, para que todo fluya sin sobresaltos para el lector.
Estoy ante el desafío de encajar cada pieza para alumbrar la imagen de lo vivido. Hay un caos de piezas revueltas distribuidas en decenas de cajas: las de la infancia, las de la juventud, las de la madurez, las de los viajes y las de las personas que he conocido. Debo extenderlas en el suelo de mi cerebro, analizar los tamaños y las formas antes de establecer una estrategia de trabajo.
A mis padres les encantaba hacer puzzles, así, en inglés, como los llamaba Maud. Ocupaban durante semanas la mesa del salón, obligándonos a comer por turnos en la cocina. Era un acontecimiento familiar en el que nunca participé. Son ejercicios de serenidad, que a mí me ponen nervioso. Muerto mi padre, le regalé unos cuantos de tres mil piezas a mi madre, que los recibía con alegría sin importarle su dificultad. A mi hermana Mo, la favorita de mi padre, también le gustan mucho. Una Navidad le regalé uno de una mano en blanco y negro. En la tienda me advirtieron que era endiablado: “Perfecto. Es lo que busco”, contesté. Nunca me llevé bien con Mo.
La lectura de Mortalidad de Christopher Hitchens me proporcionó la hondura que necesitaba para navegar por estas nuevas aguas que en nada se parecen al río Número Dos. Me siento el capitán Willard adentrándose en las selvas africanas del río Nung con la misión de matar al coronel Kurtz. Son aguas que huelen a fango y a animales muertos en las que el peligro carece de rostro.
Hitchens resuelve con brillantez lo que me producía tanto aturdimiento: la separación de los dos mundos. Aunque no estaba tan lejos de las palabras exactas, me faltaba el talento para verlas. Define el cáncer de esófago que le mató en dieciocho meses como “una deportación muy amable y firme” que le llevó desde “el país de los sanos a la frontera inhóspita del territorio de la enfermedad”. Quedé impactado. Es una definición cargada de magia, hermanada con el libro de Italo Calvino. El conflicto entre el País de los Sanos y el País de los Enfermos admite juegos literarios y mentales más agudos y eficaces que mi frío País de los Inmortales enfrentado al País de los Mortales.
La palabra precisa permite respirar, avanzar sin descalabros ni cortinas de humo que distraen de lo esencial. Disfruto de los libros que se despliegan en decenas de caminos alternativos, algunos evidentes y otros menos visibles, escondidos entre el follaje de las palabras. Cada ruta representa una propuesta de viaje diferente al construido por el autor. Leo despacio porque necesito digerir cada párrafo, masticarlo, hacerlo mío, duplicarme en él. Fantaseo con esos mundos imaginarios, consulto significados para alcanzar la comprensión del texto desde la exactitud del lenguaje y rastreo en internet en busca de datos y artículos que me ayuden a paliar una incultura enciclopédica, edificada sobre la herencia de las escuelas que me tocaron en la España franquista. Nadie me enseñó el valor de la creatividad en un ambiente lóbrego en el que el aprendizaje memorístico dominaba sobre el pensamiento. Nadie me enseñó que las matemáticas que tanto odié disponían de una puerta trasera hermanada con la música. ¿Por qué no nos conquistaron para la causa de los números y las ecuaciones desde las tripas de una sinfonía, liberándolas del sopor de unos profesores incapaces de transmitir pasión por el saber? Nadie me enseñó que todos los saberes viajan unidos a sus épocas, sosteniéndose y explicándose los unos a los otros. Solo al final de mi larga tortura escolar encontré a un profesor de Historia, Carlos, que me despertó el entusiasmo por aprender mientras nos proyectaba diapositivas acompañadas de música. Se piensa, construye, escribe, pinta y guerrea conformando la unidad que define una época.
¿Cómo se puede educar sin entusiasmo si aprender resulta grandioso? Ahora aprendo a morir, a asumir que mi vida se acerca al final. Lo tomo como una enseñanza postrera en una vida de privilegios que me permite decorar a capricho lo que queda. No siento el plazo de la finitud como una guillotina; no pienso “este será mi último verano, mi último viaje”. El nuevo aprendizaje no se nutre de adioses y sentimentalismos. El objetivo es pesar lo vivido y exclamar “¡Ha merecido la pena!”. Finalizar este libro-pe- lícula es esencial en el proceso de despedida. Es el último gran círculo que debo cerrar. Es el momento de releer, tirar, limpiar, pulir y detectar la palabra fuera de sitio que hunde un texto. Paul Éluard decía que para escoger una para un poema desechaba noventa y nueve. Siempre me gustó la edición y el principio de “menos es más”.
Algunos de los libros que leo en estos meses contienen referencias musicales que me empujan a Spotify para escuchar la composición o la voz del autor mencionado. Así descubrí al cantante Shahram Nazeri, presente en Brújula, la novela de Mathias Énard que se mueve por las fronteras culturales entre Occidente y Oriente con una asombrosa agilidad narrativa. Así recobré el gusto por Franz Liszt, de quien me compré un vinilo en los años setenta. ¿Qué sé del genio húngaro? ¿Puedo hablar de él más de treinta segundos? Busqué historias y vídeos que me mostraron su magia hasta llegar a los doce estudios de ejecución transcendente interpretados por Yunchan Lim. Toca de memoria, como Liszt. Cierra los ojos porque está dentro de la música, no tanto de la que sale de sus dedos y pies, sino de la que está en la cabeza del compositor. Estos viajes nocturnos por Bach, Chopin, Mozart, Beethoven, Brahms, Stravinski me educan y me preñan de emociones ajenas que hago mías. Estos instantes sublimes logran pausar el tiempo, ensanchar los minutos, ralentizarlos, darles sentido. Es como si viviera varias vidas en cada instante, engañando a la contabilidad mundana. Como esos libros que me fascinan, me siento como un árbol repleto de ramas extendidas, abierto a mi destino.
El primer segundo de mi instante normal didionano comenzó en julio de 2022 en el despacho de la traumatóloga María Rodríguez Arguisjuela. Me informó de que mis vértebras estaban bien, aunque con ·algo de artrosis·. Tras una pausa dramática, porque no debe ser nada fácil dar malas noticias, añadió que el TAC urgente ordenado el 25 de abril por la urgencióloga Virginia Tomé Reollo para determinar el origen de un dolor lumbar persistente había puesto de manifiesto la existencia de un aneurisma en la aorta, en la zona abdominal. Sabía que era una dolencia peligrosa, pero desconocía los detalles: en caso de romperse, la posibilidad de muerte súbita es del 90 %, y del 10 % restante que llega vivo al hospital, fallece la mitad.
Años de juego con la muerte me situaban de repente en medio de una calle polvorienta de un pueblo cualquiera de las películas de John Ford o Sergio Leone, o en la maravillosa Sin perdón de Clint Eastwood. Allí estaba yo, en jarras, las piernas separadas y sin un revólver en la cartuchera. Parecía un pésimo comienzo para medirme con el pistolero más rápido del Oeste.
La doctora alabó mi disposición ante la noticia y ordenó un angio-TAC –prueba de imagen que permite observar en 3-D la anatomía arterial y venosa– para determinar el tamaño del aneurisma, y me derivó a Cirugía Cardiovascular, mis nuevos compañeros de viaje. Su trabajo como traumatóloga había concluido.
Tras recibir la noticia del aneurisma bajé caminando desde el Hospital de la Fundación Jiménez Díaz, en la plaza de Cristo Rey, hasta la calle de las Fuentes, donde vivo. Este recorrido se convirtió en los meses siguientes en una ruta de descomprensión que me permitía emerger con cierta seguridad tras cada zarandeo médico. Sentado en un banco de madera frente al Parque del Oeste, restañaba las heridas situando las palabras recibidas en un descansadero mental en espera de que amainasen y pudiera comprender su significado, sus consecuencias, y situarlas en su orden dentro de la trama. Me enfrentaba a mi primer problema de salud grave después del asma y una malaria africana. Eché de menos a Maud, en su versión anterior a la acción demoledora del Alzheimer: la madre de la infancia. Necesitaba compartir con ella mis temores e invocar su protección. La orfandad es también soledad interior, sentirse sin GPS en medio de un Atlántico embravecido.
El viernes 5 de agosto, un día después del angio-TAC que debía determinar el tamaño del aneurisma y su ubicación exacta, la traumatóloga Arguisjuela me convocó de urgencia en la Fundación Jiménez Díaz. Nadie llama con tanta premura para dar buenas noticias. Acerté en una de las opciones: “Han encontrado algo más”. La alerta lanzada por el radiólogo llegó primero a la médica que había solicitado la prueba pese a estar destinada a Cirugía Cardiovascular. Había “una masa sólida cavitada en la base del pulmón izquierdo de 4,3 por 3 centímetros de aspecto patológico”, según rezaba el informe que leí más tarde. Sonaba bastante más a palmera que el aneurisma: sonaba a cáncer, una palabra prohibida en el País de los Sanos. Arguisjuela trató de conseguirme esa misma tarde una cita con el Departamento de Neumología. Me enfrentaba a un nuevo reto, tan serio como el aneurisma. ¿Seguiré tan preparado como presumía en el manejo de una segunda situación médica extrema? Recordé una frase empleada unos días antes para explicar a dos amigos la anomalía de mi aorta en la zona abdominal: “Es fatídica si se rompe, pero tiene una alta tasa de curación si se opera a tiempo. Peor es un cáncer”.
La cita con el neumólogo en jefe del hospital, Germán Peces-Barba, llegó dos días después. Antes de acudir a su consulta en la primera planta de la Fundación Jiménez Díaz, busqué información sobre él. La curiosidad es la base de mi trabajo. Nada más verle embutido en su batín blanco, sentado detrás de la mesa del despacho, sentí confianza. Transmitía calma y experiencia. Giró la pantalla del ordenador; mostró la imagen en mi pulmón izquierdo, donde residía el ocupante.
Lo primero que teníamos que hacer era descartar el cáncer, dijo señalando con el índice a la masa del nódulo. Me prescribió un PET (tomografía de emisión de positrones) y una ecobroncoscopia para obtener una biopsia.
Le pregunté por los ganglios mencionados en el informe. Quería saber si estaban relacionados.
—Puede que lo estén o puede que no.
Repetí en voz alta el mantra elaborado con urgencia tras el hallazgo del aneurisma: “Mi vida está hecha. Estoy satisfecho con lo conseguido, pero esto no significa que me rinda. Tengo buenas vibraciones. Sé que su trabajo es científico y el mío, sensorial. Vamos a formar una buena pareja”. Soy una persona inclinada a los discursos parapeto. Los repito de memoria como si fuesen una plegaria laica.
—En casos con dos enfermedades graves simultáneas [una en la aorta y otra en el pulmón], ¿cuál tiene prioridad? –pregunté a Peces-Barba.
—La más urgente –respondió.
Exploré de nuevo en la red en busca de información sobre la nueva dolencia: cáncer de pulmón. Existían varios tipos con sus apellidos y subapellidos que conducían a diagnósticos y estadísticas de supervivencia diferentes. Me faltaba formación para interpretarlos. Empecé a perderme en enredos vinculados a tumores asociados a amigos y familiares fallecidos. Opté por frenar la búsqueda. Me propuse reducir los googleos y las lecturas de los informes, promesa que no tardé en incumplir.
Acababa de finalizar de manera brusca una vida movida por la inercia, sin otro límite temporal que el de la conciencia de la muerte en un tiempo no revelado, y empezaba otra en la que me disponía a atravesar regiones y comarcas repletas de páramos. Pensé, tal vez por asociación, en Juan Rulfo y su Comala mágica e infernal que tanto me impactó de joven: “Un pueblo muerto, poblado solo de voces gastadas, ecos, murmullos, fantasmas y sombras”, según le relata Damiana Cisneros a Juan Preciado. Me enfrentaba a mis primeras dificultades en el tránsito hitchensiano del País de los Sanos al País de los Enfermos. Un viaje sin retorno que se realiza a través de desiertos habitados por sirenas mitológicas que hechizan con sus cánticos embaucadores y por monstruos que son nuestros fantasmas desatados: miedo a lo que somos y a lo que dejamos de ser. Mis desiertos físicos personales son menos poéticos: pertenecen a Irak –país al que viajé varias veces antes y después de Sadam Husein–, a Emiratos Árabes Unidos, a Kuwait y al Sáhara Occidental, por donde se mueven las caravanas de la muerte compuestas de personas reducidas a la esclavitud a cambio de la ilusión de vivir un poco mejor. No queda rastro de la seda ni de las especias y los minerales, tampoco de la literatura que todo lo embellece.
El viaje del País de los Sanos al País de los Enfermos es corto y largo a la vez porque, una vez cruzas la frontera, el tiempo queda suspendido en un limbo, entras en un no-tiempo definitivo. Dejan de servir hasta los relojes de Lobo Antunes que andan al revés. Paul Auster advierte desde su libro La invención de la soledad que “el hecho de que uno vague por el desierto no quiere decir necesariamente que haya una tierra prometida”.
Ahora, pasados los meses, Paul y yo compartimos el mismo confinamiento en Cancerland, en palabras de su esposa-escritora Siri Hustvedt. Podría ser un buen cartel para mi ciudad-aún-sin-nombre si no se tratase de una región en la que seguramente existan decenas de urbes, cada una con su cáncer y órgano afectado, cada una con sus cementerios, en los que las lápidas no den cuenta del tiempo vivido desde el nacimiento a la defunción, sino de los minutos, semanas, meses o años en los que fuimos felices. Es una imagen hermosa robada de un relato de Bucay. O quizá sean solo barrios: pulmón, colon, hígado, páncreas, mama, esófago, útero, huesos…, dentro de Ciudad Tumor, como la llama Hitchens.
Esta separación categórica entre el País de los Sanos y el País de los Enfermos por desiertos es muy italocalvinista: permite el juego literario, pero falsea la realidad. Ambos países conviven a menudo en el mismo espacio sin mezclarse, como si fueran realidades superpuestas. Un hospital es una frontera por la que transitan los sanos y los enfermos, cada uno con sus idas y sus venidas guiados por mapas de esperanza o rechazo. Los médicos que nos atienden son centinelas encargados de vigilar las alambradas. Pese a su amabilidad y esfuerzo no dejan de ser personas que consideran la enfermedad y la muerte con la que conviven a diario como un accidente ajeno que no les afecta. Además de estar sanos, son inmortales.
Sé desde joven que voy a morir porque la muerte es una certeza. Lo único imprevisible es el día y la hora. No la evitan ni el poder de las armas ni los rezos de cardenales, imanes, rabinos y demás hechiceros. Algunos multimillonarios como Steve Jobs pueden posponerla un tiempo, enganchados a la ilusión de un milagro.
Lo prudente es asumir lo inevitable y entrenarse en ello. Soy pragmático, ordenado y reflexivo. Me muevo dentro del principio de realidad, algo que no es incompatible con soñar y defender utopías. Sé que es una ventaja sobre quienes escogen una vida inmortal, excitados por la fantasía de una existencia sin caducidad. Solo desconozco lo esencial, cuándo moriré y de qué, aunque en los últimos meses he empezado a tener pistas. Salvo accidente, sé en qué estadística terminaré: pulmón.
La construcción de un vínculo no dramático con la muerte comenzó a los quince o dieciséis años, con mi despegue como lector de alta literatura de la mano del padrastro de una amiga del barrio, Bernardo Arrizabalaga, quien me recomendó leer La muerte en Venecia de Thomas Mann, el primero de muchos libros. De su mano inicié mi primera etapa de lecturas masivas y desordenadas, tratando de recuperar el tiempo perdido en los años de molicie y catástrofe escolar. Sentía vergüenza de mi retraso frente a los que presumían de una cultura desbordante, expansiva. Una frase de Chesterton acudió al rescate: “El principal enemigo del libro es el devorador de libros”.
Con los años he aprendido que muchos guardan el secreto de leer menos de lo que aparentan. Tengo ejemplares en mi biblioteca que jamás abrí. Necesito su presencia por si una madrugada me despierto con el apetito de leerlos. Son textos especiales que por alguna razón adquirieron el estatus de objetos, y desde esa condición ayudan a construir la armonía de mi casa. Esos objetos que conforman mi vida llenan un doble vacío, el que procede del exterior y el que nace de mi interior. Son restos de todos mis naufragios y de las casas que habité. En El cisne negro, Nassim Taleb sostiene que una biblioteca particular debe contener lo que uno sabe y mucho más de lo que uno no sabe. Lo llama la antibiblioteca.
Aprendí a explorar las posibilidades poéticas, sociales y emocionales de la muerte porque era una vía para perderle el miedo. Hablar con naturalidad de un final inapelable descoloca a los vivos. Descolocar es una de mis grandes pasiones. Ramón Lobo Varela, mi padre en jefe, culpaba de ello a Franz Kafka, uno de mis primeros escritores favoritos, de quien leí casi todo antes de los veintitrés años. Le atribuía una mala influencia sobre mi ánimo.
Lo cabal en el País de los Sanos es esprintar con la cabeza echada hacia atrás y los ojos bien cerrados por los caminos que conducen a la Ítaca de Constantino Cavafis, negándose a admitir que la riqueza de la que se habla no está en la isla de Odiseo, sino en el viaje que nos conduce hacia ella, en nuestra habilidad de nutrirnos de lo inesperado: voces, olores, palabras, sabores, sonidos, personas.
Este texto pertenece al libro que Ramón Lobo terminó de escribir poco antes de irse a un país sin cobertura y que ha publicado la editorial Península.