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Mientras tantoPequeñas soledades del tiempo

Pequeñas soledades del tiempo


 

Última noche antes de partir de nuevo.

El vecindario está en calma. Apenas si se oye la ráfaga lejana de un coche veloz dos manzanas más allá, en la carretera, como si una ola rompiera en un acantilado.

Pero aquí no hay mar. Aquí solo hay tiempo.

Es tarde, y uno debería de estar descansando ya para el viaje de mañana. Lo que pasa que ahora, como ocurre siempre en los susurros y regocijos de los adioses, respiro una acaparadora y envolvente intuición: que entre estas paredes verdemares de gotelé se esconde el secreto del tiempo.

Habitamos en un inconsciente y consuetudinario vaivén del afán de cada día. Y uno acaba por no darse cuenta casi nunca de nada. A una semana le sucede otra, y así indefectiblemente hasta que va calando en nuestros sentidos, y cada vez con mayor melancolía, la sensación de que, cuando se echa la vista atrás, lo vivido se ha vivido, sí, sobre todo los actos de más gozo; pero también se siente como que no se ha tocado lo vivido. Se nos escapa. Como si dejara de pertenecernos y se deshiciera constantemente. Igual que cuando intentamos coger arenilla bajo el agua de la playa y se desbarata y desaparece de inmediato al sacarla a la superficie.

Así, uno se pregunta en noches meditabundas como esta: ¿es el presente una quimera, una ilusión? ¿O es una estrella fugaz que se escabulle a cada segundo, igual que un pececillo huidizo en la orilla del mar? Y si es así, ¿no genera una desazón de vida, una impresión de que no se toca lo que se vive? Ya el poeta Jorge Manrique lo versificaba: «Pues si vemos lo presente / cómo en un punto se es ido / y acabado/ si juzgamos sabiamente, daremos lo no venido por pasado». O sea, ni presente ni futuro: todo desemboca en el pasado, que ha acumulado ya el letargo más presente de los tiempos.

Y cuántas veces tenemos que reconocer, con cierto desencanto, que el presente se manifiesta y permanece palpable en situaciones más bien plúmbeas y desagradables: momentos sobre todo de espera, de hastío, pero también de incertidumbre, de dolor. Basta que no deseemos el presente para que este emerja raudo. Si queremos que algo se pase pronto (el dolor de una pérdida, un día pesado en la oficina), el presente se hace notar: sofrena su ritmo, se estanca, nos desespera, y cada segundo es un martirio en nuestra existencia. Pienso en el viaje de mañana: estaciones de tren, aeropuertos. Horas y horas de presente. Pienso también en las desesperantes salas de espera de los hospitales o de cualquier administración, o en la guardia hierática del rey de Inglaterra, o una noche entera velando a un ser querido, o los primeros días de un desamor. El presente ahí se recrea con saña.

Por el contrario, los momentos de placer que tanto ansiamos llegan y se van casi como del rayo, y nos dejan la impresión de que no se ha tocado lo vivido, de que palpar la buena vida es como intentar asir el bello firmamento en el reflejo plateado de un río. Nuestra comida preferida, una buena película, el segundo encuentro con la persona a la que empezamos a amar. «Al brillar un relámpago nacemos y aún dura su fulgor cuando morimos: tan corto es el vivir». Bécquer. Todo placer es efímero y pretérito. Un beso, parafraseando con libertad a Borges, es algo que siempre sucede en el pasado.

Pero esta noche se me revela otra forma de cazarlo: el presente se me presenta en habitaciones como esta, en las que otrora uno ha gastado tanto tiempo de su vida (tanto como para sentir impregnadas en las cosas y en cada rincón la presencia de uno mismo), que pareciera como si el yo siguiese aquí sentado, como si nunca hubiera partido. Como si todavía tuviera que hacer algo para salir de aquí.

Y no se perciben con demasiado destello ni los ecos del pasado ni los sueños del mañana (y eso que estos lugares en los que antaño pasamos tantas horas suelen estar cargados de infinitos ayeres, ensoñaciones, pequeñas soledades). Aquí parece que todo está muy quieto, inmóvil, de piedra. De una quietud, de una inmovilidad, de una pedregosidad como la de un camposanto. La ventana, la mesa del escritorio, los libros en la estantería. Sin embargo, todo se siente tan quieto como vivo; tan inmóvil como cambiante; tan de piedra y tan en silencio como el arte: presente eterno.

Acaso hay que retirarse un tiempo para apreciarlo. No volver hasta que se vuelve.

En este sentido, dice Natalie Goldberg que vivir durante mucho tiempo en un mismo lugar entorpece los sentidos, sobre todo la mirada. Es, al alejarse de las cosas y cuando se les da su tiempo, que comienza a erigirse en ellas un presente sólido que ya no se fuga con tanta facilidad y ejerce ahora un poder enigmático sobre nosotros: nos sobrevive.

Quizá por esa misteriosa trascendencia, muchas veces, antes de partir, subo aquí por inercia y siento un miedo existencial: el miedo de pensar que puede que sea siempre la última vez. Pero, pese a las circunstancias, «la persona humana no es tiempo, sino que está en el tiempo», dice el antropólogo Sellés. De modo que aquí arriba seguirá siempre vivo el yo que lo habitó: el yo que subía de niño a esta pieza alta de la casa, cuando hace mucho que era un salón impersonal y cerrado al que nadie venía; el yo que abría su puerta con temor y aspiraba el olor de la espera, de lo que aún no se ha estrenado, y que sentía el frío de un invierno estacionado en los radiadores apagados.

El yo que encontró aquí el lugar donde instalar su silencio y pasar madrugadas en vela en busca de otro presente perenne que nunca muere: el gozo de escribir. Ese miedo antiguo a que todo pase y nada quede; ese deseo de multiplicar los panes y los peces de la vida. La ilusión durante unas horas de que, al escribir, uno vive tocando el tiempo.

 

 

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