Home Arpa Pequeño inventario de literatura yonqui. Drogas y literatura, un paseo personal

Pequeño inventario de literatura yonqui. Drogas y literatura, un paseo personal

 

No sé por qué se escribe. Yo no lo sé. En realidad, creo, ninguno de los que lo hacemos conocemos el motivo exacto. A pesar de ello, todos los que escribimos tenemos un buen catálogo de explicaciones, más o menos epatantes, preparadas, por si llega el afortunado momento en que seamos entrevistados para alguna publicación de gran predicamento, o algo por el estilo. A mí, personalmente, me gusta asegurar que escribo para evitar convertirme en asesino en serie. Pero tengo otras respuestas. Todo depende del momento, ya digo.

 

El caso es que, a pesar de no tener muy claro el motivo que nos induce a escribir, es evidente que para hacerlo se precisa escapar de la realidad. A modo de recetario, que es algo muy en boga en estos tiempos de fascismo encubierto tras fogones televisivo:

 

—Primero: vivir, mucho y muy intenso, empaparse de realidad.

—Después: huir de ella para, así, poder recrearla en la escritura.

 

A veces no es fácil, muchos de ustedes lo saben. Puede llegar a ser incluso doloroso. Y, para evitar tal tormento, muchos literatos, al igual que practicantes de otras disciplinas, han recurrido, históricamente, a otro suplicio, más tormentoso si cabe: el consumo de drogas. Aparte los propios abismos personales a los que cada uno se enfrenta, está comprobado científicamente que el uso de drogas psicoactivas excita la zona del cerebro en que se procesa el lenguaje, provocando una intensa estimulación de la capacidad verbal. Otro motivo de peso, pues, para que tantos y tan grandes literatos hayan recurrido al consumo de estupefacientes durante su proceso creativo.

 

Hacer un recorrido histórico del uso de las drogas en la creación literaria sería tarea que podría emplear varios tomos bien surtidos de páginas y referencias. Por ello me propongo en esta breve exposición un par de objetivos: en primer lugar ser, efectivamente, lo más breve que mi natural tendencia al exceso me permita; y, por otra parte, recurrir a mis propios gustos y obsesiones. Al fin y al cabo, uno no sabe escribir si no lo hace acerca de sí mismo. Llámenlo narcisismo, si lo desean, pero ya dije que de no invertir mis horarios menos amables en escribir posiblemente los hubiese dedicado a recorrer los intrincados senderos del asesinato serial. Así que, sea dejar impresas mis obsesiones la mejor terapia para evitar tal dislate. Tampoco deseo hacer una enumeración de obras literarias escritas bajos los efectos de los psicotropos. No. Más bien deseo ceñirme al título, y hablar de literatura yonqui, o sea, aquella escrita por literatos fuertemente enganchados al uso de diversas drogas.

 

¡Ah!, lo olvidaba: por supuesto, dejaré a un lado el alcohol. Sería más fácil hacer un brevísimo recuento de los escasos escritores abstemios que hayan tenido algo importante que decir en la historia de la literatura.

 

Y para iniciar este egocéntrico viaje al uso de estupefacientes en la literatura, nada mejor que comenzar con mis amados Baudelaire y Rimbaud.

 

Charles Baudelaire (1821-1867), poeta maldito por excelencia, consumidor desordenado de alcohol (por supuesto), láudano, opio y hachís, autor del mítico poemario Las flores del mal, que tanto ha hecho por la poesía posterior al siglo XIX. Hubo muchos otros antes que él, pero para mí es el primer yonqui de la literatura digno de sincero y eterno elogio. He enumerado algunas de las drogas que consumía el decadente bardo francés, citando por separado el láudano y el opio, cuando el primero es un preparado del segundo. Un preparado en que al opio le complementan ciertas dosis de azafrán, canela, clavo… suena delicioso, ¿verdad? Debía serlo, a tenor de la recurrencia con que el poeta se entregaba a tal precipitado de elixires. Nada que decir del opio. Creo que es de sobra conocido, y en el imaginario popular abundan las imágenes de fumaderos orientales en que un puñado de chinos serviles proporcionan decoradas pipas a sus aturdidos clientes. Lo que parece no ser tan conocido, o al menos haberse obligado a olvidar, es que fue el Imperio Británico quien impuso a los chinos, justo en tiempos de Baudelaire, el consumo masivo de opio para engordar las ya gruesas arcas del archipiélago inglés. Que las guerras del opio las iniciaron los mismos mercaderes que inician todas las guerras que aún son, y las que serán… acudan a los libros de historia si no me creen o me consideran partidista, racista, o en ese plan.

 

El láudano, a diferencia del opio puro, no se fuma. Se consume por vía oral. Los efectos son idénticos. La variación reside en la celeridad con que los mismos acometen al usuario. El opio provoca el abandono total y absoluto a los enrevesados vericuetos de la mente, proporcionando una sensación de relajación difícilmente accesible por otros medios. Pero no olvidemos que, en el siglo XIX, estas drogas eran medicamentos de uso común para tratar todo tipo de dolencias. De hecho, ya se encargaron los británicos de imponer a la población china una farmacopea de anulación y libra esterlina. Como cualquier medicamento, hoy día, que cura más los bolsillos de los poderosos que los organismos de los necesitados.

 

Pero no nos desviemos del tema. Regresemos a Baudelaire y sus drogas. Sí, el poeta las probaba, las consumía, analizaba sus efectos, los disfrutaba pero, presa de su carácter torturado, también los sufría. Sus experimentaciones con los narcóticos engendraría una obra de difícil catalogación (como cualquier obra digna de consideración) e insustituible lírica que el autor tituló Los paraísos artificiales. Lejos de hacer una defensa a ultranza del uso de sustancias alteradoras de la conciencia, Baudelaire pone en entredicho la poca moralidad del mismo, y el peligro de que sean ellas quienes comiencen a usar a la persona, y no al contrario. De hecho, deja escrito que “está prohibido al ser humano, bajo pena de decadencia y de muerte intelectual, alterar las condiciones primordiales de su existencia y romper el equilibrio de sus facultades”, o que “toda persona que no acepta las condiciones de la vida vende su alma”.

 

A uno, personalmente, le agrada más el Baudelaire drogadicto, producto del cual crecerían esas Flores del mal que reverdecieron de estupor y látigo la lírica del siglo XIX. Si es preciso intoxicarse de hachís, opio, o derivados, para escribir tal obra maestra, y dejar en ella frases como la certera “¿Qué es el Arte? Prostitución”… ¡Bienvenidos sean!

 

Arthur Rimbaud (1854-1891), el enfant terrible por antonomasia, el joven anarquista del verbo y la conciencia, el libérrimo creador del verso libre que dio vida a la bohemia e hizo de la irreverencia arma cargada de futuro, como dijese aquel otro de la poesía. Sin la existencia del joven de Charleville, la de la poesía estaría claramente tullida, y aún seguiríamos declamando himnos militares o patrióticos (que es lo mismo), como si la más alta expresión de la sensibilidad supusiesen. Sí, lo sé, hay no pocos que aún se emocionan con tales “versos” y pretenden imponerlos al resto como bizarra señalética vital, haciendo alarde de su poética desdichada… ¡Qué le vamos a hacer! Afortunadamente, unos cuantos tuvimos la suerte de conocer a Rimbaud antes de que los mercachifles de la sociedad decidieran desterrar de nuestras vidas la belleza, sin haberla sentado antes en sus rodillas, como hiciese el joven francés. Al caso: si Baudelaire inauguró el malditismo literario, Rimbaud, sencillamente, inauguró la poesía moderna, e incluso la modernidad toda. Ya lo dejo escrito el propio autor: “Hay que ser absolutamente moderno”.

 

Rimbaud, efebo maligno, delicuescente magnificador del exceso, a pesar de amar la poesía de Baudelaire, le llevaba la contraria enalteciendo la alteración de las condiciones naturales de la vida humana por todo medio a su disposición. Así fue como desordenó sus años adolescentes, aquellos que dedicó a la escritura, con todo tipo de sustancias intoxicantes, del láudano al hachís, pasando por la absenta, obsesionado con agudizar hasta el extremo todos los sentidos. “Caer en el abismo, cielo, infierno, ¿qué importa?/ al fondo de lo ignoto para encontrar lo nuevo”. ¿No es acaso este deseo común a todo el que escribe, e incluso a todo el que aspira a abandonar la vida asegurando haberla vivido? Y, por si acaso el deslumbrante torrente verbal y sensorial de sus Iluminaciones y su Temporada en el infierno lo dejaban poco claro, el poeta insistió, en sus Cartas del vidente, al exclamar: “Yo es otro”. Eso, y nada más, es o puede ser la poesía. Allá quien no lo comprenda.

 

Hay historiadores y biógrafos que afirman que un jovencísimo Rimbaud fue violado por un pelotón de soldados durante su primera escapada a la capital francesa. Aquel suceso coincidió, en el tiempo, con la Comuna de París. Un bisoño Rimbaud había entregado sus ansias juveniles de libertad a la causa ciudadana, y quiso ser testigo de primera fila. Cantó a las mareas de la libertad y la organización obrera, pero fue domeñado por los rigores de la realidad más salvaje. No son pocos los que afirman que la citada violación hizo despertar en él la necesidad de desarreglar en la mente lo que en el cuerpo ya había quedado, para siempre, violentado. Puede ser. Algunos creemos que allí comprendió que toda revolución es equívoca si son otros quienes la dirigen, y decidió comandar la suya propia. Una revolución de excesos contra toda norma y normal discurrir de la vida. Fue en aquellos tiempos, se cree, que probó por vez primera la absenta, elixir que le acompañaría durante buena parte de su etapa creativa. Difícil cuestión la de considerar tan famoso néctar como droga, o simplemente bebida alcohólica. La realidad es que parte de ambas encontramos en el mítico licor verde, y que su conjunción era lo que llevó a Rimbaud, entre otros muchos, a desposarla en las lunas de hiel de la creatividad. La bebida es un compendio de esencias naturales que puede alcanzar los 80º, y entre los cuales se encuentra el ajenjo, con su elevada concentración de tujona, psicoactivo causante de alucinaciones desmesuradas. Exquisita y peligrosa mixtura, por tanto.

 

Rimbaud puso punto final a la más influyente obra poética de la historia conocida a la edad de 19 años, cuando muchos aún comienzan a garrapatear torpes sonetos de luna lánguida y amor traicionado. Por aquel entonces ya había experimentado en su cuerpo los efectos, no sólo de la absenta, sino de toda droga disponible en la época, siempre con el ánimo, como digo, no ya de escribir sino de vivir al extremo. Objetivo logrado.

En ambos casos encontramos que la utilización de sustancias psicoactivas potencia la sensibilidad de los autores, llevándoles a liberar la pluma de los estrictos corsés de la realidad impuesta y el academicismo. Como decíamos al inicio: ambos logran huir de la realidad que les impone la sociedad para poder recrear esa otra en la que habitamos todos: la verdadera, la que no confesamos al prójimo, la que sufrimos y gozamos.

 

Baudelaire, consumido por el spleen (que es como un fado desafinado en francés) y la ausencia de horizonte más allá de dejar feroz constancia de los abismos de la mente a los que decide lanzarse el cuerpo, sufría por la debilidad moral del verse enganchado a las sustancias enervantes. Rimbaud, derrotado por la burda pantomima de la realidad, sufría por no poder forzarla de continuo hasta los límites de lo conocido. Ambos catalogaron las posiciones morales que, ante el uso de estupefacientes, toman hoy quienes conforman, junto a nosotros, esto que hemos dado en llamar sociedad. Ambos desequilibraron las normas que imponían corsé a la literatura con la intención de hacerla irrespirable.

 

Y, por jugar a las casualidades (o causalidades, quién sabe), dejaremos constancia de que el año en que nacía Baudelaire publicaba el británico Thomas De Quincey sus celebérrimas Confesiones de un inglés comedor de opio. En sus páginas, un autor desquiciado por la adicción a dicha sustancia dejaba manifiesta prueba de sus intenciones de abandonar el hábito de consumo. Lo hacía subvirtiendo los procesos mentales lógicos, haciendo gala de su inusitada inteligencia, y desquiciando a los garantes de las buenas costumbres burguesas de la época. ¡Salud!

 

Siguiendo con este personal periplo por los viajes psicoactivos de literatos famosos, pasaríamos de los dos fenómenos franceses, saltando casi un siglo de historia, para llegar a la egregia locura de Antonin Artaud. Pero sería de mal gusto ignorar, en el ínterin, la adicción a la cocaína de Robert Louis Stevenson (1850-1894), que daría obras tan jugosas y dignas de estudio como El extraño caso del Doctor Jeckyll y Mr. Hyde, paradigma de la esquizofrenia del hombre moderno, o el infierno de adormidera en que vivió hasta su muerte Jean Cocteau (1889-1963), cuyo intento de desintoxicación narró memorablemente en Opio. No logró desengancharse. A Stevenson se le recuerda, mayormente, por La isla del tesoro, que encendió no pocas imaginaciones niñas y nos llevó a más de uno a considerar la literatura como el más enriquecedor de los viajes. No me cansaré de recomendar la lectura de tal obra con las dioptrías de la edad… que no era tan juvenil como se nos quiso hacer creer. Cocteau, ese otro joven prodigio de las letras y otras disciplinas artísticas, prefirió lanzar a sus Niños terribles al viaje que todo joven desea emprender: aquel que transita los límites de la realidad para florecerlos de fantasía. Esta lectura nunca nos la impuso la escolaridad como recomendada para la tierna adolescencia. Pero, de nuevo, hay que volver a ella cuantas veces sea posible.

 

Antonin Artaud (1896-1948), el enajenado por excelencia de la literatura, el terrorista empeñado en dinamitar los cimientos clasicistas y estrechos de miras en que se aposentaba la sociedad de la época (y aún) sin malestar alguno por los daños colaterales, fue padre de todo lo que puede considerarse teatro moderno. En los dictados teóricos de su insustituible Manifiesto del teatro de la crueldad apuesta por “el impacto violento en el espectador”, y por “trascender la realidad para entrar en contacto con la vida real”. Ignoro si influyeron más, en el polifacético autor marsellés, el largo historial de electroshocks sufridos a lo largo de su paso por psiquiátricos varios con el objetivo de curarle, o la larga lista de sustancias intoxicantes que consumió con la avidez de un náufrago sediento, parece ser que con la misma intención: abandonar la cuerda floja del desequilibrio mental. Lo que se evidencia es que su navegación tóxica le hizo siempre estar más cerca de los sueños que de la realidad. “Hay que darle a las palabras sólo la importancia que puedan tener en los sueños”, aseguraba, no sin razón.

 

De entre todas estas sustancias refulge, cual perla mirífica, el peyote, que el literato aprendió a consumir en México, en compañía de los indios tarahumaras. Por primera vez, la historia de la literatura abre sus puertas a los enteógenos: drogas que provocan estados alterados de conciencia y que, si hacemos caso a su origen etimológico, logran que Dios habite dentro del consumidor. Estados de realidad alterada, más que intensificada. Artaud escribe Un viaje al país de los tarahumaras, que constituye, prácticamente, como un tratado antropológico que abre la vía de escape de la sociedad mercantilizada occidental a distintas formas de pensamiento y vida más enraizadas a la tierra y lo natural, lo indígena, y todos esos términos que tanto daño han acabado haciendo, lamentablemente, a la literatura, con sus hijos minusválidos: los libros de autoayuda, y también en otros campos, como Pachamama, new age, tattoos, y en ese plan. En compañía de los citados indios tarahumaras mexicanos este artista total aprendió los arcanos del peyote, un cacto cuya potente concentración de mescalina hace que sea utilizado por distintas tribus indígenas como puerta de entrada al mundo interior. El peyote, para dichos nativos, es planta sagrada que conecta al humano con la propia divinidad que le habita el ánima, y logra con sus intensos efectos psicoactivos acceder a un estado de conciencia superior en que alcanza (dicen) la comprensión de la existencia.

 

Artaud defendió que sus desarreglos mentales eran los fogonazos de lucidez que, de poseerlos el común de los mortales, iluminarían la mente humana para hacerla más amplia. En su memorable ensayo Van Gogh, el suicidado de la sociedad, tomó como patrón la genialidad del pintor holandés para confeccionarse el traje de gala que mejor le sentaba a sus dolencias anímicas. Así, se presentaba en sociedad como víctima de la misma y sus métodos de control, que alienan con la intención de eliminar todo rasgo creativo. Él, como Van Gogh, se declara mártir de los modernos métodos psiquiátricos, y por ello se refugia en el surrealismo, erigiéndose en figura capital de dicho movimiento artístico y afirmando, con ellos, que “sólo la imaginación es el mundo real”.

 

La adicción a las drogas fue para Artaud un verdadero suplicio. Para la literatura, una bendición. A su impuesta huida de la realidad debemos páginas memorables.

 

Como Jean Cocteau, también Artaud se dedicó al cine. De ahí la brutalidad estética y onírica de la poesía de ambos, tan visual, tan cinematográfica. Es evidente que el consumo de drogas diversas logró, en ambos, que sus alucinadas visiones pasaran a formar parte de una manera de entender la creación artística que ya no nos abandonaría.

 

Si bien aún no está demostrada la veracidad de sus textos, y estos pertenecen a una época posterior, sería de mal gusto, habiendo hablado ya del peyote, no recordar a Carlos Castaneda (1925-1998), escritor estadounidense de origen peruano. En sus obras desmenuza para el lector y el curioso occidental los ritos chamánicos de apropiación de la conciencia que utilizaban los indios yaquis, originarios, también, de México. Las enseñanzas de Don Juan se convirtieron en libro de cabecera de toda una generación de jóvenes occidentales preocupados por traer a este mundo material las bondades de lo espiritual. No son pocos quienes aseguran que la obra de Castaneda es pura ficción, a pesar de que él afirme que es la transcripción exacta de las enseñanzas que el propio autor recibió del chamán llamado Don Juan, tras compartir ritos ancestrales que acompañan al consumo de peyote.

 

Una obra que, en esta línea, asegura al lector un conocimiento más científico y menos onírico es la memorable El río, en la que el antropólogo Wade Davis (1953) reconstruye las vivencias del etnobotánico Richard Evans Schultes (1915-2001) que, estudiando los orígenes, composiciones químicas y aplicaciones a dolencias de todo género de las numerosas drogas que florecen en los vegetales amazónicos, abrió las puertas al conocimiento de los curativos naturales. Lamentablemente, también abrió las puertas a los grandes mercaderes de la farmacopea moderna, CIA y FBI por medio. Lean esta obra, no tiene desperdicio.

 

También, en este plano más científico, podríamos ubicar las obras del literato francés Henri Michaux (1899-1984), dedicadas a los efectos de la ingesta de opio. Michaux, vagabundo infatigable cuyas obras sobre el periplo de quien decide exiliarse entre extranjeros que no lo son tanto son difícilmente olvidables para quien haya decidido viajar en su compañía. Él tuvo la suficiente fuerza de voluntad para narrar los viajes interiores que proporcionan las drogas, conduciendo con pericia el desequilibrio que proporciona su consumo, sobre la cuerda floja de la cordura, sin tropezar en el intento. El infinito turbulento… densa poesía del desarreglo de los sentidos, congregada ya en el propio título. ¡Chapeau!

 

Y, por abundar en el tema, obligada la lectura de Las puertas de la percepción, de Aldous Huxley (1894-1963). Tal vez la percepción que le proporcionaron, al citado autor, el consumo de psicofármacos, aparte de regalar nombre al grupo de músicos comandados por Jim Morrison, propiciaran la lucidez con que auguró el futuro que ya vivimos en Un mundo feliz.

 

Pero abandonemos el viejo continente para descubrir, cual tullido Colón de biblioteca, el nuevo mundo literario que germinaba al otro lado del Atlántico, donde esta fase, digamos espiritual, del matrimonio entre drogas y letras se hace terrenal en los callejeros urbanos de la modernidad.

 

Así, recién inaugurados los años 50 del pasado siglo, aparecerían en escena, desmantelando convenciones lingüísticas y sociales, los jinetes del Apocalipsis literario. Hablo, es evidente, de los beatniks. Y, entre ellos, siguiendo con mi personal preferencia, las voces inmaculadamente sucias de Allen Ginsberg, Jack Kerouac, William S. Burroughs y Neal Cassady. Aquí, la franja de lo psicoactivo se amplía hasta límites insostenibles: mescalina, bencedrina, morfina, ácido lisérgico, cocaína, marihuana, heroína…

 

Pero, vayamos por partes.

 

William S. Burroughs (1914-1997), homosexual y yonqui ávido y confeso, convierte su periplo vital y literario en mitología moderna. Cualquiera de las normas no escritas por las que se regía la puritana sociedad estadounidense de la época fue destrozada a dentelladas por el autor. El joven heroinómano se transformó, con el tiempo, en reverendo de las vanguardias del exceso y la palabra. Por el camino, sin importarle nunca la opinión ajena, deja un desastroso rastro de atropellos vitales y lingüísticos que pasarían a la historia de esa cultura que hemos dado en llamar underground.

 

El escritor estadounidense se estrena en el mundo editorial con Yonqui, un descarnado descenso a los infiernos de la heroína narrado en primera persona y desde el conocimiento más absoluto de lo que dicha droga proporciona y, sobre todo, de lo que arrebata. Más tarde llegaría el uso de otros opiáceos y la visionaria utilización del lenguaje que estos imprimen a sus textos. Textos de difícil asimilación: sincopados, carentes de argumento, pero plagados de violentas imágenes de desarraigo difícilmente olvidables para el lector que se interne en su bizarra jungla. Burroughs lo tenía claro: “El lenguaje es un virus”. Y como tal lo propaga en sus obras, cuya lectura es lo más cercano a un viaje de ácido que pueda experimentar cualquier lector atento.

 

Pero los ácidos no fueron principal protagonista del banquete toxicómano a que se entregó el citado autor. Burroughs anteponía, a todo y a todos, la heroína, vía intravenosa y jeringa compartida, inaugurando toda una épica del yonqui que aún desordena con su deprimente estampa algunas de las calles de nuestras ciudades. La heroína, esa puta consentida, ensució de flujos desorbitados las sábanas entre las que el escritor yanqui acomodaba sus noches. También sus días… que la heroína no sabe de horarios. Heroína, la dama blanca que muchos consideran madame de prostíbulo barato, la reina de las adicciones. Hija bastarda de la morfina, esta droga semisintética ha causado estragos en hogares de medio mundo, y aún lo sigue haciendo. Pocas sustancias se conocen con mayor capacidad adictiva que esta droga a la que el escritor norteamericano tomó por esposa a muy temprana edad. La ruptura, como en cualquier relación de amor verdadero, fue traumática. Pero ambos quedaron incólumes, como tras la ruptura entre cualesquiera amantes que se hubiesen profesado amor verdadero.

 

La obra de Burroughs, a pesar de las apariencias (que nunca son sinceras), se constituye como una clara denuncia de las drogas duras. Denuncia la utilización que de ellas hicieron las autoridades para aniquilar a toda una generación. Así lo deja por escrito: “El comerciante de droga no vende su producto al consumidor, vende el consumidor a su producto. No mejora ni simplifica su mercancía. Degrada y simplifica al cliente”. El almuerzo desnudo se inicia (o finaliza, ya no recuerdo) con un metódico glosario de drogas y sus efectos, como acompañamiento al insólito desvarío textual, sexual y sensorial de unas páginas que pasaron a la historia como la más desquiciada genialidad escrita hasta la fecha. Una genialidad que expone metafóricamente los métodos de control utilizados por las fuerzas del orden establecido para desbaratar los sueños de progreso y cambio de la juventud: las drogas duras de las que, apenas rozando la venerable ancianidad, pudo llegar a desengancharse el autor. Durante su redacción, las dosis de morfina que se inyecta Burroughs son decididamente desmedidas y, por si fuera poco, las adereza con ingentes cantidades de mayún, un contundente pastel de hachís especialidad de las tierras marroquíes que por aquel entonces habitaba. De ahí surge un libro que a día de hoy, lo aseguro, ningún editor en su sano juicio osaría publicar. Literatura, lo llamaban, con gran acierto.

 

Burroughs, a pesar de convertirse en máximo exponente de la modernidad y el ultraje, llegando incluso a influir en la creatividad musical de lo que hoy consideramos rock’n’roll (de sus páginas extrajeron Led Zeppelin su etiqueta heavy metal, por ejemplo), evitó dejar un cadáver bonito, y prefirió regalar a la posteridad uno decrépito… pero con las neuronas intactas. El viejo reverendo tal vez sea el ejemplo inequívoco de que las drogas, cuando se es consciente de su poderío destructor, pueden ser domesticadas.

 

Allen Ginsberg (1926-1997), homosexual y psiconauta confeso, hace de la vida de sus coetáneos material literario con que desollar la métrica monocorde de la poesía de la época. Al igual que su compañero de correrías, Burroughs, el poeta denuncia la utilización de las drogas como veneno corruptor de las mentes y cuerpos de toda una generación: la más brillante, aseguraba, que había parido el pensamiento estadounidense. Un pensamiento, el de aquellos jóvenes, en eterna confrontación con el militarismo gubernamental.

 

“He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, histéricos famélicos muertos de hambre arrastrándose por las calles, negros al amanecer buscando una dosis furiosa…”. Aullido, épico poema fundacional de la lírica que, desde el consumo de estupefacientes, pretende denunciar sus efectos. Así que largo poema de denuncia, al fin. Ginsberg desenmascaraba desde la comprensión. Empatía lo llaman hoy, aplicado a las relaciones mercantiles que nos subyugan e hipotecan… y no andan tan descaminados. Mercantiles eran las intenciones de quienes suministraban drogas duras a los integrantes de las capas sociales más bajas. Eso, al menos, es lo que comprende y pretende explicar, vía su poética del caos, este alucinado hermano mayor de la poesía beat.

 

Fue Ginsberg quien arrastró hasta Marruecos a sus compañeros de correrías para iniciarles en las ceremonias del hachís y el mayún. Él mismo se arrastró más allá, al menos sensorialmente, hasta la India y Nepal. Quedó sensiblemente afectado por el contacto con dichas culturas. En sus viajes físicos y psíquicos hizo acopio de misticismo y de sustancias que lo potenciasen. Su uso de las drogas, más que recreativo o inspirador, afianzaba sus pilares sobre ese terreno tan pantanoso que es la búsqueda espiritual. Esperaba hallar, en las drogas, el yo amedrentado por el marasmo de una sociedad acorralada por el mercantilismo y la individualidad violenta, y encontraba en ellas potencia suficiente para seguir defendiendo una vida contraria a la política que obligaba a muchos de sus conciudadanos, por aquellas épocas, a entregar la vida por causas ajenas y enajenantes.

 

El hachís, en el caso de Ginsberg (igual en el de Burroughs), fue la más benévola de las drogas. Hachís marroquí, polen, a ser posible, el elixir de los dioses, la droga amable que se merienda neuronas (falso, aunque lo aseguren sus detractores) para mejor amargar, a los comensales, la distópica cena de la sociedad contemporánea. El hachís agranda los vericuetos sensoriales, desmadeja los relojes, y remienda los dolores sin desorientar por ello a sus consumidores en la noche de la idiocia. Clarividencia, dijeron los beats, que ya existe en todo ser humano antes de que las normas sociales se empeñen en empañarla.

 

Ginsberg fue un gran consumidor de hachís. También de otras drogas más complejas. Dignas de estudio son Las cartas de la ayahuasca, un compendio de correspondencias cruzadas con Burroughs alrededor del uso y efectos de dicho cóctel de plantas enteógenas. Ayahuasca, la droga mítica, cuyo nombre proviene del quechua y significa algo así como “soga de muerto”. Sus ancestrales inventores creían que era la maroma que permitía al espíritu abandonar el cuerpo sin que este perdiese, definitivamente, la vida. Casi nada.

 

Por más que denostase públicamente los nocivos efectos de las toxicomanías, algo de ello debió influir en el perfil pseudofilosófico con el que talló su perfil cromañón el gran Allen Ginsberg. Su sonrisa de sátiro iluminado forma parte de la literatura, como sus cristalinos y sonrientes versos. Esa sonrisa de fauno lascivo es la que incita a más de uno a pensar que abusó de las drogas más por incitar al delirio a sus jóvenes amantes que por desenredar el verso de lo cotidiano.

 

Jack Kerouac (1922-1969), bisexual encubierto, drogadicto recreativo y alcohólico empedernido, hace del camino su vida y de su literatura trayecto sin destino. El beat por excelencia, el padrino de la alteridad vital y literaria, es un devorador de ritmos que deben ser vomitados hasta el síncope sobre las páginas. Ritmos de anfetamina y locales de jazz clandestinos, en los que el sexo se hace negro como el humo y la piel de los congregados a la bacanal de la libertad y el no future.

 

Kerouac escribió la Biblia del movimiento beatnik, En el camino, en un rollo de papel continuo, sin revisiones ni pausas, llevado por la incombustible actividad psíquica que propician las anfetaminas. Las suelas de los propios zapatos como único mapa probable, y las drogas como compañeras fieles e insustituibles: efedrina y marihuana, no sólo anfeta. Y otra droga, sí, el jazz, cuyo ritmo sincopado regía el deambular de unos párrafos plenos de euforia y ganas de vivir. “La única gente que me interesa es la que está loca, loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando como arañas ante las estrellas”. Casi nada.

 

La anfetamina es, quizás, el más potente estimulante que podemos aplicar a nuestro sistema nervioso. Tanto que hasta los deportistas, esos nuevos dioses del Olimpo en el que ya no creemos, la utilizan con igual desenvoltura que un carpintero las alcayatas. Tal vez lo hagan, los deportistas, por colgar de tales escarpias unas alforjas reventonas de papel moneda. En el caso del escritor norteamericano, el uso y abuso de la citada sustancia propició las orgías tipográficas a que se entregó para dar a luz, con la celeridad de un parto demoníaco, un buen puñado de obras literarias que ya son referente ineludible para los amantes del párrafo y la sensación.

 

Literatura del trance. Trance de la droga, el alcohol, la euforia desatada y el deseo de vivir, como los buenos rockeros, rápido y deprisa, para dejar un hermoso cadáver. Y las drogas psicodélicas que, en aquel tiempo, iban de manera inevitable unidas a la espiritualidad oriental. Atracción de lo exótico, supongo. También visitó Marruecos el buen Kerouac. De hecho fue quien allí recogería del suelo de una habitación de pensión regentada por cucarachas las páginas desperdigadas por el temblor morfínico de Burroughs para incitarle después a publicarlas bajo el nombre de El almuerzo desnudo. Luego iría más lejos, en busca de una inspiración zen que le arrebatase, quizás, de los designios de una vida alcoholizada que se le llevaría en brazos de la cirrosis. De aquel interés por lo zen nacieron Los vagabundos del Dharma, obra que debería estudiar, por si acaso, el renombrado Paulo Coelho.

 

Aquellos años, aquellas vivencias, dieron un giro brutal al timón de este velero llamado literatura que demasiados desean comandar. Imposible negar la influencia, en esta nueva travesía, de las drogas. Pero continuaron años en que los estupefacientes arrasarían las calles de las principales ciudades occidentales, especialmente estadounidenses, cebándose en la negra piel de los descendientes de los esclavos, los únicos estadounidenses verdaderos (si obviamos a los indígenas de pluma florida y pipa de la paz sucia de cuero cabelludo que nos vendieron en televisión y cines, durante demasiado tiempo), esclavizándolos con nuevos métodos, más retorcidos, que les hacían soñar con desertar de una vida que les devoraba las entrañas. La alegría desbocada de Kerouac y compañía nada tenía que ver con el inframundo de los supermercados de la droga que apuntalaban los suburbios metropolitanos.

 

Neal Cassady (1926-1968), reiterativo delincuente, constante y confeso consumidor de barbitúricos que poca herencia literaria dejó, más allá de erigirse en protagonista principal de algunas de las novelas fundacionales de las nuevas letras estadounidenses. Poco dejó escrito, pero sin sus psicotrópicas y alucinadas vivencias jamás hubiésemos llegado a leer a Kerouac, ni a Ginsberg. Cassady fue el Dean Moriarty de En el camino, y sus prolongados períodos de desenfreno sexual en brazos hembra de edad rayana en lo ilícito eran pespunteados, aquí y allá, por la costura macho de un amor pánico en brazos de Allen Ginsberg, o de cualquier otro que, según él mismo afirmaba, le proporcionase “lo que necesitaba, a cambio de sexo”.

 

Como digo, no fue un autor prolífico, ni por ello es recordado. Pero la literatura también son sus protagonistas, especialmente si de literatura confesional (¿acaso hay otra?) hablamos. Y Cassady recorrió la época beat batiendo con sus alas de ángel caído un firmamento de mitología moderna que otros, los escritores que como tal pasaron a la historia, supieron organizar con tinta. Lo de Cassady, aparte cualquier variación de desenfreno, fue el LSD. Él mismo llegó a ser quien conducía el autobús de Los Alegres Bromistas, aquel grupo de inocentes revolucionarios que recorrieron las carreteras estadounidenses, en los años 60 del pasado siglo, invitando a todo aquel que hasta ellos se acercase a consumir ácido y poner a prueba, con ellos mismos, los límites de su serenidad. Los célebres acid tests de aquellos bondadosos traviesos pasaron a la historia como uno de los ensayos menos serios para traer a la sociedad la utopía del amor libre y la libertad de prejuicios. Cassady condujo el autobús como antes había conducido diversos vehículos recorriendo de costa a costa la patria que le había visto nacer, embriagando, por el camino, con su lenguaraz carencia de límites, a Kerouac y compañía.

 

Y si Cassady conducía el autobús, Ken Kesey (1935-2001) lo comandaba. Eso fue antes de sobrecogernos con las páginas de Alguien voló sobre el nido del cuco, tan magistralmente llevadas al cine por Milos Forman. En esa obra dejó claro, este otro alegre bromista, que hay drogas más duras, como el poder con el que, quienes nos gobiernan, urden nuevas torturas con que lograr que nos sintamos menos que cero. Cuántos de quienes, en aquella época, pasaron con nota su test de ácido, no viven ahora enganchados al poder, muy alejados de la dictadura de las flores… salvo que estas tengan cifras en vez de pétalos.

 

Era el LSD, compuesto químico sintetizado en laboratorio y de cuyos intensos efectos tuvo conocimiento su descubridor, el químico suizo Albert Hofmann, de manera casual. Los científicos, aún en horas de recreo, pueden provocar milagros. O desastres… Piensen en ese otro Albert, Einstein, y el acta de paternidad sobre la deleznable bomba atómica con que fue inscrito en el incivil registro de la desgracia. La dietilamida de ácido lisérgico provoca en el ser humano una exacerbación del interés por las relaciones interpersonales (aparte de otras alucinaciones), y pensamos que fue tal efecto el que incitó, a los citados defensores de la sustancia, a pretender convertirlo en elixir democrático del amor entre desiguales. A pesar de que numerosas pruebas llevadas a cabo por Timothy Leary (1920-1996) llegaran a demostrar que la citada sustancia química podía reintegrar a la sociedad a los criminales más abyectos, con menor coste y mayor celeridad que los métodos represivos empleados por la nación que se asigna la paternidad de la democracia, su uso fue reprimido y escondido bajo los felpudos de la historia. Para obtener un conocimiento más amplio de la importancia que esta droga tuvo en el devenir de los tiempos que hoy vivimos recomiendo, sin paliativos, la lectura de las memorias del propio Leary, Flashbacks.

 

Pero el LSD, y otras drogas más ingobernables, por aquellos tiempos, además de en las páginas más gloriosas de la literatura estadounidense, irrumpió también en las bolsas demográficas en que la metrópolis depositaba sus despojos. En el callejero de las grandes ciudades su consumo recreativo se tornó, demasiado pronto, autodestructivo para quienes las consumían con el único interés de ausentarse de una vida que corría demasiado deprisa por las autovías de la opulencia, dejando en la cuneta, atropellados, los cadáveres de aquellos que no tenían la fortuna de manejar economías globales ni, tan siquiera, domésticas. Los psicofármacos comenzaron, en los vestidores de lúgubres laboratorios clandestinos, a probarse disfraces con que asustar el miedo a la vida de los desprotegidos.

 

Ciertamente la droga tomó las calles de medio mundo con encolerizado fervor de apóstol oscuro, y de los años siguientes sólo pudimos rescatar las alucinadas crónicas periodísticas de Hunter S. Thompson (1937-2005) que, en plena orgía consumista de sustancias tóxicas, decide reordenar para siempre las normas no escritas del periodismo. Les invito a leer Miedo y asco en Las Vegas, quizás la más alocada y a la vez lúcida historia de cómo la literatura puede terminar devorando al gigante de las drogas. El alocado periodista inaugura la crónica gonzo al hacerse protagonista principal de lo narrado: un desquiciado periplo por la ciudad de los sueños, organizado por el gargantuesco touroperator del consumo ingente y desmedido de drogas de toda índole. El primer autor que hace alarde de su ebriedad narcótica considerándola origen de la genialidad lingüística. Y tantos de nosotros que, a día de hoy, en que vemos cómo el periodismo se apoltrona en la repetición de consignas aprendidas, no nos cansaremos de agradecer su osadía.

 

Otro plumilla de los que dotaron al periodismo del nervio narrativo que lo hizo grande en el pasado siglo fue Tom Wolfe (1931). Con mayor flema que el anterior, dejó constancia también de aquellos tiempos de excesos en su Ponche de ácido lisérgico que narra, justamente, las peripecias de los Alegres Bromistas en su ansia por llevar a la sociedad norteamericana la buena nueva del LSD.

 

La otra cara de la moneda le reventó el rostro a Jim Carroll (1949-2009), mientras se jugaba la vida al azar de los abismos heroínicos. En su sobrecogedor Diario de un rebelde desgrana con meticulosidad casi científica su adicción a la heroína. Relato sucio, duro y desgarrador, pero de una higiene ética y literaria pocas veces conjugada, y que abriría paso a muchos de los que hoy se autodenominan, en literatura, realistas sucios. Remarcable el hecho de que fuese Leonardo Di Caprio quien dio vida, en la notable The Basketball Diaries, al torturado autor norteamericano. El mismo actor emuló también, de manera memorable, a Arthur Rimbaud en Total Eclipse. No todo es Titanic.

 

Antes de finalizar, recordemos que Jean-Paul Sartre (1905-1980), digan lo que digan, contó para su particular batalla contra el tiempo, su fecundidad literaria, y su devenir filosófico, con la inestimable ayuda de las anfetaminas.

 

Por poner punto final, y haciendo una concesión al ego, una referencia personal. Muchos han querido ver en Los cuadernos del Hafa, mi primera novela, una apología del hachís. Ni confirmo ni desmiento. Pero sin la existencia de esa sustancia tal vez no hubiese escrito lo que en realidad creo es ese libro: una apología del amor. Amor al viaje, a la música, a la literatura… a la mujer. ¿No son lo mismo? Escribimos para que se nos lea. También lo hacían los que se drogaban: drogarse para escribir y escribir para ser leídos.

 

Así que: para escribir hace falta huir de la realidad. Una vez fuera, es más fácil volver a darle forma. Los métodos para escabullirse de eso que llamamos realidad, para poder contemplarla desde el exterior, son múltiples. De cada uno depende elegir uno u otro. Pero es evidente que si no hubiesen existido las drogas, como método estrella de dicho proceso, la historia de la literatura hubiese sido más aburrida, y muchos de nosotros nunca hubiésemos llegado a plantearnos la escritura como aliento vital. Todos los autores nombrados (incluido el que esto firma) escribían, al fin, sobre ellos mismos. Y es que la vida propia, cuando se afila y apura, es la más dura de las drogas.

 

 

 

 

Pablo Cerezal (Madrid, 1972) es escritor, articulista y fotógrafo. Se estrenó en el panorama literario con su novela Los Cuadernos del Hafa (Ediciones Carena, 2012). Escribe los blogs Postales desde el Hafa y Vislumbres de El Dorado. Ha participado en la antología de poesía erótica Erosionados (Origami, 2013), y en El Descrédito. Viajes Literarios en torno a Louis-Ferdinand Céline (Lupercalia, 2013), que rinde homenaje al controvertido autor francés, así como en Vinalia Trippers. Colabora con La Razón(Bolivia), El País (España), Red Marruecos (Marruecos) y Esto no es una revista(Argentina). En FronteraD ha publicado Perdiendo el norte en Corea del Sur. Viaje al país de la eterna primavera. En Twitter: @pablo_cerezal 

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