“Y vi otro ángel fuerte bajando del cielo vestido de nube y con el arco iris sobre su cabeza; y su rostro como el sol, y sus pies como columnas de fuego. Y tenía en su mano un librito abierto. Y posó su pie derecho sobre el mar, el izquierdo sobre la tierra. Y gritó a grandes voces, como ruge el león. Y al gritar, los siete truenos hablaron con sus propias voces. Y cuando hablaron los siete truenos iba yo a escribir, pero escuché una voz desde el cielo diciendo: ‘Sella lo que han dicho los siete truenos, y no lo escribas’. Y el ángel que vi en pie sobre el mar y la tierra levantó su mano derecha hacia el cielo y juró por el que vive de eternidad en eternidad, el que creó el cielo y lo que hay en él, y la tierra y lo que hay en ella, y el mar y lo que hay en él, que ya no habrá tiempo, sino que en los días de la voz del séptimo ángel, cuando se disponga a tocar, se habrá completado el misterio de dios, como anunció a sus siervos, los profetas” (Libro del Apocalipsis, 10, 1-7).
Contemplando las obras de Xesús Vázquez podríamos recordar una frase memorable de James Joyce: “La Historia es una pesadilla de la que estoy tratando de despertar”. La Historia al completo –no solo la mera Historia presente– resulta, pues, el momento del dolor, del sufrimiento. Pero también puede –o debería– convertirse en un tiempo de la verdad, incluso la antesala del momento de la justicia.
¿Cuál habría de ser entonces el modo de despertarse de esta pesadilla? Habría que empezar, tal vez –no es desde luego nada fácil–, por no tener miedo y reconocer que la destrucción, tal como es, lo es también en tanto que una manifestación del pavoroso poder de toda creación. Los finales de las cosas son siempre dolorosos. Pero el dolor es parte del hecho de que haya un mundo.
Escenas para el séptimo ángel. La mirada de Xesús Vázquez conjuga y declina la palabra de la profecía, la literatura y la visión de la catástrofe. Sin duda, hay en ella una tensión apocalíptica. No es difícil percibir ese síndrome escatológico en la combinación, por ejemplo, de palabra y visión; en esa conjunción, tan idiosincrática, de imágenes y sentido oracular. Sensación acrecentada, además, por la propia factura de la palabra invertida –como en espejo– que aparece tantas veces en las escenas presentadas por Xesús Vázquez. Como si el pintor, al modo de Pablo en la epístola a los Corintios, quisiera en cierto modo evidenciar aquel pasaje tan comentado que afirma: “Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido” (1 Corintios 13:12. Versión de la Biblia de Reina-Valera). También el uso como soporte pictórico del papel Kraft, él mismo el reverso de un material preparado para el embalaje, parece remitir a esa tensión de custodia y envío, acaso también al estado necesariamente transitorio de algo por revelarse o acontecer.
Escritura, pues, y visión apocalíptica. Como la que irrumpe, por caso, en el episodio conocido como el banquete de Baltasar[1]. En esa ocasión el soberano de Babilonia celebraba un festín en compañía de sus nobles cuando tuvo la ocurrencia de beber en los vasos sagrados sustraídos del Templo de Jerusalén. De inmediato, una misteriosa escritura surgió en la pared, trazada por una mano espectral. Pero ninguno de los sabios de la corte fue capaz de interpretar su sentido. Solo Daniel descifró el significado del texto. Eran palabras que anunciaban la inminente caída de Babilonia en manos de los persas.
Tampoco Juan de Patmos, el autor del Libro del Apocalipsis, separó la visión de la palabra del oráculo. “Y vi, y oí”, repite a menudo en su escrito. La voz y la imagen se reúnen, como quizá han hecho siempre, en la profecía. En este sentido, “profecía” es palabra inspirada, pero a la vez también inflamado espectáculo audiovisual. Y, de hecho, el lenguaje profético es –en la tradición apocalíptica– el que da nombre tanto al peligro como a la salvación.
Asimismo, y como hace el judío Juan, estas escenas para el séptimo ángel de Xesús Vázquez nos muestran un lugar y un tiempo en el que la iniquidad reina y su maléfico poder se celebra, se adora. Lugar, por tanto, y tiempo no sólo de la angustia, sino de una radical perversión, capaz de tomar decisiones tan criminales como la llamada solución final –el exterminio de los judíos que se decidió en la opulenta Villa Marlier del lago Wannsee– o de concebir y ejecutar el programa secreto de exterminio de los enfermos mentales y las personas con discapacidad, denominado en la jerga burocrática nazi Aktion T4.
“Me he convertido en la Muerte, la Destructora de mundos”, dijo Oppenheimer cuando vio explotar la primera bomba atómica, en una declaración donde resuena la que es probablemente la línea más conocida del Bhagavad-Gita. El síndrome de la catástrofe final recuerda las descripciones indias de la destrucción cíclica del universo. Relatos que hacen del fin un comienzo. El instante del fin sería entonces, a la vez, el del inicio: un momento inaugural en una nueva geografía, con una nueva humanidad para una nueva Historia. Sin embargo, en ese intervalo crítico habrá catástrofes, sequía y hambre, y los días se acortarán. End times.
En la tradición católica, la época que precede inmediatamente al fin será dominada por el Anticristo: el mal absoluto, el reino de la iniquidad: es el tiempo que le queda al Diablo. Pero Cristo vendrá y purificará al Mundo por medio del fuego. Como dice Efrén el sirio: “El mar rugirá y después se secará, el cielo y la tierra se disolverán, se extenderán por todas partes el humo y las tinieblas. Durante cuarenta días el Señor enviará fuego sobre la tierra para purificarla de la mancilla del vicio y del pecado”.
El fuego destructor, decisivo también en estas escenas pictóricas, está atestiguado en toda la literatura cristiana (por ejemplo, en la Segunda Epístola de Pedro (II, 6-14)). Pero constituye, asimismo, un elemento importante en los oráculos sibilinos, el estoicismo y, por supuesto, la literatura distópica posterior.
El “eclipse de Dios” de que hablara Martin Buber, el alejamiento y el silencio de Dios que obsesiona a algunos teólogos contemporáneos, no son fenómenos modernos. La “trascendencia” del Ser Supremo ha servido siempre de excusa para la indiferencia del hombre, y viceversa. Este era, por otra parte, el punto de vista de Giordano Bruno: Dios “come assoluto, non ha che far con noi” (Spaccio della bestia trionfante). Resultan también especialmente hermosos los pasajes de Lucrecio en los que el poeta parece sentir el cansancio de las cosas, el agotamiento mismo de la materia: “La tierra, debilitada, agotada por la edad, ya solo crea animales raquíticos, ella que creó tantas especies y que alumbró el cuerpo poderoso de las grandes fieras”. No obstante, si seguimos a Cioran, esa visión desoladora “acaba dándote una especie de coraje: la verdadera ‘grandeza’ viene de la abolición de los dioses. Cuando ya nada queda ante nosotros, lo que sobrevive somos nosotros mismos, y nuestra soledad”[2]
En medio de ese vacío decisivo, como quien dice en el momento de la verdad, la existencia alcanza un grado máximo de tensión: ya no valen distracciones o dispersiones. Sobre todo porque la guerra –como es sabido y dan de ello cumplido testimonio algunas de las escenas imaginadas por Xesús Vázquez– resulta un gran impulsor del espíritu apocalíptico. De hecho, con toda seguridad fueron los disturbios –surgidos a comienzos de los años sesenta del siglo I– que terminaron con la destrucción del templo de Jerusalén en el año 70 y con la toma y masacre de Massada en el 74, los que propiciaron una lectura de los textos bíblicos tradicionales, sobre todo proféticos, en clave marcadamente escatológica. Ruina y destrucción actúan siempre como catalizadores de ese espíritu de justicia que se ha de dar al fin, en el fin.
En este sentido, el espíritu de las escenas de Xesús Vázquez actúa, desde su lenguaje extremo, desde sus torturadas imágenes, de modo semejante a como opera el texto de Juan de Patmos; al trasladar el conflicto presente, en condiciones de radical desequilibrio de fuerzas, a dimensiones verdaderamente cósmicas. Se ha de interpretar el momento actual desde la totalidad de la Historia y la totalidad de la Historia desde el momento presente. Y el momento presente es el momento de la crisis. “Es el momento de la angustia –e incluso de la Gran Angustia–, y, por eso mismo, el momento de la decisión: el momento en el que, con la perspectiva del fin, la comunidad se ha de organizar en base a sólidos y genuinos principios. Los textos apocalípticos responden, precisamente, a esa situación de crisis: situación en la que el exilio, la dominación, la explotación, la tiranía…, activan un mecanismo de resistencia”[3]
No cabe duda tampoco: vivimos ahora un momento especialmente apocalíptico. No hace falta recordar referencias insoslayables para el espíritu de nuestro tiempo, como The Waste Land de T. S. Eliot; también Yeats, por ejemplo, pensaba que estábamos en el final de un gran ciclo. Su poema ‘La Segunda Venida’ así lo afirma: “Girando y girando en el torbellino que crece, / el halcón no puede oír al halconero; / las cosas se derrumban; el centro no resiste; / la anarquía pura se desencadena en el mundo, / la marea de sangre sube, y en todas partes / la ceremonia de la inocencia es anegada”.
Esa tensión escatológica se manifiesta en la común y continua interrogación por el fin del tiempo (que es, como decimos, tiempo de angustia, de sufrimiento e injusticia). Tiempo apocalíptico, o mesiánico: es el de la catástrofe por venir. Ese momento encarna, asimismo, una tremenda incertidumbre. Desde esta perspectiva, lo que también evidencian las visiones de Xesús Vázquez es que el síndrome escatológico es permanente riesgo de desbordamiento, catarata, incendio o alud incontinente e incontenible, con sesgos auto y heterodestructivos. Maurice Blanchot, en La escritura del desastre, ha delimitado ese estremecido malestar (certeza del fin, incertidumbre del día o el momento de la ira) con gélida claridad: “Estamos al borde del desastre sin que podamos situarlo en el porvenir: está más bien siempre ya pasado y, sin embargo, estamos al borde o bajo la amenaza, todas ellas formulaciones que implicarían el porvenir si el desastre no fuese aquello que no viene, aquello que ha detenido toda venida. Pensar el desastre (…) es no tener ya porvenir para pensarlo. (…) Cuando el desastre sobreviene, no viene. El desastre es su inminencia pero, dado que el futuro, tal y como lo concebimos en el orden del tiempo vivido, pertenece al desastre, el desastre ya lo ha retirado o disuadido siempre, no hay porvenir para el desastre, de la misma manera que no hay tiempo ni espacio en el que este se cumpla”.
Henos ahí en el momento decisivo, el punto crítico ya notado desde la Antigüedad: punto en el que “se decide” entre la vida y la muerte, o en el que coinciden, por decirlo con Hölderlin (precisamente en el comienzo del poema Patmos), el peligro y lo que salva. Es el momento del sol negro que emerge por ejemplo en una de las acuarelas de Xesús Vázquez, coincidente con un pasaje del Libro del Apocalipsis (6: 12-13): “Y vi cuando soltó el sexto sello, y se produjo un gran seísmo, y el sol se tornó negro, como tejido de crin, y la luna entera se volvió como de sangre. Y las estrellas del cielo caen sobre la tierra, como la higuera sacudida por un gran viento tira sus frutos verdes”.
De ahí que quepa, tal vez, la posibilidad de que ese momento, con su destrucción y su pánico, pueda conducirse hacia una suerte de interiorización ética, incluso hacia la elevación mística, o al menos un cierto rigor ascético y vigilante, si no justiciero. En todo caso, y como sugiere Patxi Lanceros, la institucionalización del relato, su disciplinamiento estructural, “hа conseguido convertir el par certeza/incertidumbre en un catalizador de fuerzas, en un generador de actividad y celo, pero también en una eficaz tecno-logía de observación y control. Omnes et singulatim, como decía Foucault, poder pastoral que se ejerce, por principio y desde el fin(al), sobre todo y sobre todos, o sobre todos y sobre cada uno. Porque todo y todos, insertos en el relato, están, estamos, citados para ese día y concernidos por el fin”.[4]
Por lo demás, si, como también nos avisó Blanchot, “el desastre se cuida de todo”, él mismo podrá generar muy diversos efectos y afectos: diferentes y hasta contradictorias formas de tratar con el mundo a la espera (o, en su contrario, a la búsqueda) del fin. Por ejemplo –y con un tono no demasiado alejado de este sentido escatológico– a juicio de Martin Heidegger, en Ser y tiempo, el Dasein es Sein zum Tode: un estar-a-la-muerte que está siempre y en cada momento por venir, fundando así el futuro. Y el Apocalipsis prometía nada menos que el maná como recompensa tras el combate final: “El que tenga oído, que escuche lo que el espíritu dice a las asambleas. Daré al vencedor el maná escondido, y le daré una piedra blanca, y un nombre nuevo grabado sobre la piedra, uno que nadie conoce, salvo el que lo recibe”. (Apoc. 2, 17).
¿Cuáles son esas señales que, infundiendo el miedo generalizado, acaban por desembocar en la angustia? En el semestre de invierno de 1929/1930 el mismo Martin Heidegger, en sus clases de Friburgo, nos da cumplida cuenta de ese gran miedo: “Por doquier hay conmociones, crisis, catástrofes, penurias: la actual miseria social, el caos político, la impotencia de la ciencia, la vaciedad del arte, la carencia de suelo de la filosofía, la falta de fuerza de la religión”.[5]
Lo curioso es que la saturación de las figuras del miedo, ampliamente difundidas ahora por los medios de comunicación de masas y por internet, engendran, primero, ese hastío profundo (experimentado en una ciudad alemana los domingos por la tarde) de que habla Heidegger, a la vez que entra por la puerta el más insidioso de los huéspedes: antes, el nihilismo; ahora, la angustia. Pues, en efecto, la angustia significa pérdida de control, descomposición del Yo, o sea: del Sujeto moderno, y como corolario final la sumisión, extremosa y oscilante, o bien al freudiano id (“la cosa que piensa en mí”, según Kant), o bien al superyó (el déspota que me exige un cumplimiento imposible), o sea: entre el estupor paralizante y el ciego arrojo, suicida o criminal.
La angustia es la presencia de una ausencia, y a la vez una ausencia que se hace presente, sostenía el filósofo, quien por cierto pasea entre gélidas llanuras por alguna de las acuarelas de Xesús Vázquez. Por ello, el pensamiento en su decisión no es el que emprende fundar el ser y fundarse él mismo, sino más bien y solamente la decisión que aventura –en que se aventura– y que afirma la existencia sobre su propia ausencia de fondo. En Ser y Tiempo esta inquietante conclusión llevaba al Dasein a experimentar la clara noche de la angustia. En esa noche, todo, incluido el hombre mismo –antes que nada el hombre mismo– es… nada. Nada como absoluto sinsentido, criatura o ente carente de todo fundamento. Es entonces cuando el Dasein experimenta el carácter siniestro (Unheimlichkeit), esto es: la inhospitalidad del mundo en cuanto tal. Allí donde el sentido, en cuanto existe, ya no basta. Y lo que reina es de un orden insensato, no pensable. Y entonces también el “ser-en-el-mundo” se desvela como un “no estar en casa” (Unzuhause), pues se trataría de (un) ser “en la nada del mundo”.
Frente a ello, encontramos el cobijo: la cabaña, por ejemplo, como hogar postrero, refugio de salvación en medio del peligro; tal la pequeña construcción que vemos en el paisaje helado de La villa fiel. Esa cabaña bien podría ser la que se menciona en el Apocalipsis (7, 13:17)[6]. Quizás la flor que crece en la era técnica y la guerra civil planetaria o, por usar palabras inolvidables de Paul Celan, la que surge en medio del “habla portadora de muerte”, sea la flor de la humildad, que huye de las grandes promesas e incluso sabe callar, púdica, sobre Dios.
Asediando no obstante esa humilde cabaña, el cuadro cita el siguiente pasaje de Isaías (1, 21), naturalmente en caracteres con las letras invertidas: “¡Cómo se ha prostituido la villa fiel: estaba llena de rectitud; la justicia moraba en ella y ahora moran los asesinos! Tu plata se ha vuelto escoria, está aguado tu vino; tus gobernantes son bandidos, cómplices de ladrones: amigos de sobornos, en busca de regalos. No protegen el derecho del huérfano ni atienden la causa de la viuda”.
Se ha definido la angustia como miedo en busca de un motivo. Cuando Heidegger tiene que examinar los “momentos constitutivos del fenómeno del miedo en su integridad”, en Ser y Tiempo, apunta en primer lugar al hecho de salir-al-encuentro por parte de lo amenazador, y cuando ello “irrumpe súbitamente en medio del ocupado ser-en-el-mundo, el miedo se torna en terror (Erschrecken)”. La escena, de inusitada hostilidad, sería equivalente a aquella pintada por Xesús Vázquez en Guardián, o –aún más– en Aktion T4: enfrentarse a una tremenda conflagración, un gran incendio, pero con lobo incluido.
Piensa Heidegger que compete, sin embargo, al artista sacar a la luz ese resto irreductible del mundo. Cabe, pues, al arte poner de relieve ese rechazo, esa resistencia hosca de lo “sin hogar”, lo in-hóspito o siniestro: das Unheimliche. Y, como sabemos, es por influencia de Hölderlin que Heidegger llama a ese resto Tierra. De modo que, cuando Tierra comparece, todo lo habitual desaparece. Lo ente se retira, por así decir, y entonces surge, inefable, el hecho desnudo de ser. Esto es lo que, por ejemplo, sintió el personaje de Lord Chandos de Hofmannsthal, en su conocida carta –otra epístola, similar sensación de fin– a Francis Bacon. Se trata de un joven prometedor al que el mundo, y el lenguaje, hasta ahora trataron con prodigalidad. Pero, de repente, pierde la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre cualquier cosa. Toda declaración se descompone en la boca –se nos dice– como “hongos podridos”. Las palabras flotan ahora y corren, como ojos de ilustración apocalíptica (los de los Beatos, por ejemplo), fijos sobre él. Son “remolinos que dan vértigo al mirar, giran irresistiblemente, van a parar al vacío”. Incluso los objetos más banales –una regadera, un perro perezoso bajo el sol– enfrentan al narrador con una presencia todopoderosa. Tan cargada, tan saturada de existencialidad que se convierte, al tiempo, en promesa de revelación de algo terrible. Algo insondable, de tal proximidad con el abismo que no puede haber ninguna respuesta posible. Todo el mundo, perdido el asidero del lenguaje, aplasta entonces su desconcertada psique y le produce, al mismo tiempo, terror y una suerte de conmoción extática. He ahí, también, la experiencia –cercana al trastorno del exilio ontológico– que encarnara, con humildad e inocencia extremas, Robert Walser, hasta su muerte en medio de la nieve, un día de navidad de 1956, tal como nos la muestra Xesús Vázquez.
El hombre bíblico –¿él solo?– vive constantemente bajo este apremio. O, como dijeron los teólogos algunas veces, percibiendo el olor del fin de los tiempos. La propia Historia nace de esta amenaza; es la amenaza misma del tiempo histórico. Apocalipsis: revelación, des-velamiento. Que la historia culmine para revelar su sentido implícito, aquél que la había engendrado.
Ahora bien, tan pronto como se acabe la Historia, el habla perderá el sentido, la dirección que únicamente le daba la posibilidad del cumplimiento histórico. Justamente esto es lo que, al decir de algunos, está ocurriendo, y por ello acontece el fin de la representación, la post-historia, la confusión indiferenciada hasta la propia extenuación de todos los discursos, se quieran filosóficos, informativos o meramente ficcionales. Entonces, la tierra, planeta agotado, será como un espacio errante y húmedo: un lugar otoñal ensimismado y carente de cualquier resonancia. Resplandecerá en ese momento de nuevo tan sólo la verdad del Ser como razón intemporal del musgo, o del fango, esas pequeñas especies primitivas que han estado sobre la superficie del planeta durante cientos de millones de años y que, sin duda, nos sobrevivirán.
Para finalizar, escuchemos a Jeremías, quizás no tan lejos de Heidegger: “Llegará el día en que nuestras obras quedarán tan patentes como si las hubiéramos pintado en un cuadro”. La pintura de Xesús Vázquez comparte ese mismo rigor que de algún modo reclama justicia. Toda su poética gira en torno al poder, la gestión del poder y la Historia, y por ello se convierte también –como el propio Libro del Apocalipsis– en un muestrario de la guerra y del conflicto, que nunca está del todo separado ni es del todo ajeno al poder. Pero, a la vez, se despliega en un reclamo de reparación y resistencia: claramente una escena de Justicia, con mayúscula. Allí donde la pintura –diríamos remedando un conocido adagio de Proust– es el verdadero juicio final, que expone a la vista el estado de las cosas del mundo, a menudo verdaderamente hecho un cuadro; y, al exponerlo, lo redime o, por el contrario, lo condena.
Este texto ha sido escrito con motivo de la exposición de Xesús Vázquez titulada Escenas para el séptimo ángel, que se muestra en Santander hasta el 9 de febrero en el Palacete del Embarcadero bajo la organización del puerto de Santander.
Notas:
[1] Capítulo 5 del Libro de Daniel, tan del gusto de los pintores: Rembrandt, por ejemplo, o Ribera.
[2] Emil Cioran, Cuadernos 1957-1972, ed. Tusquets, Barcelona, 2020, p. 266.
[3] Patxi Lanceros, ‘La revelación del fin y la imagen del día’, Introducción a Apocalipsis o Libro de la revelación, Abada editores, Madrid, 2018, p. 69.
[4] Ibid., p. 80.
[5] Martin Heidegger, Los conceptos fundamentales de la metafísica: mundo, finitud, soledad, Alianza editorial, Madrid, 2007, p. 243.
[6] “Y habló uno de los ancianos diciéndome: ‘Éstos, los que están vestidos con ropas blancas, ¿quiénes son y de dónde vienen?’. Y le dije: ‘Señor mío, tú lo sabes’. Y me dijo: ‘Éstos son los que vienen de la gran angustia: lavaron sus ropas, y las blanquearon con la sangre del cordero. Por ello están ante el trono de dios, y lo sirven día y noche en su templo; y el sentado en el trono pondrá tienda sobre ellos. Ya no padecerán hambre, ya no padecerán sed, no caerá sobre ellos el sol, ni ningún bochorno, porque el cordero que está en medio del trono los pastoreará, y los conducirá a fuentes de agua de vida, y enjugará el dios todas las lágrimas de sus ojos’. La palabra original del texto griego aquí traducida como ‘tienda’ es skene: que podría traducirse también por ‘cabaña’, ‘choza’ o ‘cobertizo’. Se sabe que además era la construcción en el fondo del teatro: de ahí la ‘escena’.