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ArpaPerder el tiempo

Perder el tiempo

 

Manaos

 

(…) Imaginaba una visita a una selva desordenada y peligrosa, pero me veía en medio de ella con la gorra que había llevado para protegerme del sol y un aparato que me habían vendido que ahuyentaba a los mosquitos y emitía un sonido que tenía que ser terrible para ellos. Puedo encontrarme bien en casi cualquier circunstancia y sin necesidad de hacer nada especial. La misma quietud me produce un gran bienestar, pero la selva y el río me parecieron lugares ordenados y limpios. Cada cosa en su sitio.  

 

Desde allí lo que parecía salvaje era la ciudad. Por fin, llegamos a un restaurante flotante que también era una tienda de artesanía y nos trasladaron a unas barcas pequeñas y alargadas para emprender una travesía de cuarenta y cinco minutos hasta la siguiente parada. Nos llevaban a través de estrechos canales por una selva tupida. La barca llevaba un potente motor detrás. Iba muy rápido, en dos ocasiones se elevó fuera del agua y volvió a caer. Nos cayó el agua encima, pero no importaba mojarse, el sol lo secaba enseguida.

 

No pasaba gran cosa hasta el momento y eso que miraba a todos los lados con atención. Un pez blanquecino saltó del agua y se estrelló en la cara de la mujer americana, pero no le tiró la pamela blanca. Fue un choque poco apetecible que sirvió para animar el ambiente, hasta que empezaron a pasar al lado, y a toda velocidad pequeñas lanchas con niños en bañador, que se pegaron a nuestro lado formando olas, sonriéndonos y haciendo gestos con las manos. Llevaban en sus brazos serpientes, perezosas, caimanes, monos y estaba claro que nos iban a acompañar a donde fuéramos. Navegaban en paralelo y a toda velocidad hasta que llegamos a un atracadero de madera en un recodo del río. Era una pequeña aldea de pescadores con un sendero que salía desde la orilla, al lado de una piragua hundida y otra que flotaba amarrada. Desde allí, por un camino de tablas de madera nos llevaron hasta lo que parecía el punto de entrada en la selva. Un camino a la sombra penetraba en ella. A mi lado, el hombre de la cámara colgante que ahora llevaba una pesada mochila a la espalda y sudaba bastante. Me miró y me dijo que era alemán. Venía muy bien preparado para vivir la representación de un viaje de aventuras, pero se equivocó de temperatura. Su vestuario era para un clima más frío, pero aguantaba el calor y el sudor impasible. Me dijo que trabajaba en Hamburgo en una escuela de negocios, era especialista en estrategias de selección de personal y marketing, o algo así. Pensé en esas pruebas que algunos especialistas ponen a los aspirantes que buscan trabajo, como construir una torre de Lego u otros acertijos ingeniosos con los que pretenden descubrir los rasgos profundos de la personalidad. Podría ser uno de ellos. Estaba de vacaciones y me dijo que le impresionaba Manaos, a la que había tardado en acostumbrase. Llegó hasta aquí por casualidad, me contó que tenía unos días libres y aceptó lo primero que encontró en internet. Era de esas personas que ya tienen organizada la jubilación, pero que no son capaces de preparar unas vacaciones.   

 

Sé que hay gente que siente una afición auténtica por los animales, pero aquellos que trajeron los niños de las lanchas eran un conjunto de pesadilla: una serpiente enorme y pesada con la que hacerse fotos. Sólo tocarla costaba dinero, era de color claro y sacaba la lengua de vez en cuando, como si representara su papel de serpiente. Una perezosa, que parecía muy apacible, pero vista de cerca tenía unas patas amenazantes, puntiagudas y negras, que son las que aseguran su lentitud. Un lujo en la naturaleza. Otro niño sostenía un caimán que era de su mismo tamaño y que movía la cabeza lentamente, con la mirara perdida, como si fuera ciego. Su piel parecía dura y muy húmeda. Había tensión. Al menor descuido, alguno de los niños nos iba a lanzar el caimán o la serpiente por la espalda para hacer una broma. Mis compañeros, más intimidados por los niños que por los animales, tardaron en animarse. Se notaba que era una representación diaria y los niños esperaban un detonante que facilitara las cosas. Esta vez fue el escritor carioca que seguía en el barco protestando contra todo el que agarró la serpiente con decisión por encima de su cabeza, giró en círculo con el aplauso de todos y después se la puso de bufanda. Se rompieron las distancias y hubo vía libre para las fotos y los niños cobraron por ellas. Lentamente entramos en la selva, caminamos por unas pasarelas de madera entre árboles. El calor era menos del que esperaba, pero hacía sudar mucho. Al final de la pasarela llegamos a una laguna rodeada de mucha vegetación. Nos indicaron que al fondo, en una zona más poblada de árboles, vivían varios caimanes. El guía lanzó al agua un trozo de carne rojiza. Había visto en el Black River de Jamaica cocodrilos que se acercaban al barco por un trozo de pan. Estos parecía más lentos y más exigentes. Tardaron bastante en reaccionar, pero después de varios lanzamientos empezaron a aparecer debajo del agua. Un trozo de carne había caído a una plataforma de madera flotante para que se subieran a comer y pudiéramos hacer fotos. Llegaron varios caimanes de piel gris, muy silenciosos y cautos, nadaban por debajo del agua sin hacer apenas olas. El que finalmente alcanzó la plataforma estaba bastante gordo y produjo mucha expectación, de tal manera que el guía estableció unos turnos para hacer las fotos. Mientras el caimán se dedicaba a la carne, el guía explicaba que la postura arqueada del cuerpo es la propia de los caimanes cuando atacan y se dirigen a su objetivo. Forman un semicírculo, la cabeza en un lado y la cola cerrando el ataque. Pregunté al alemán si en las escuelas de negocios conocían esta técnica. Sonrió, pero el chiste no le hizo gracia. Continuamos por la pasarela y por caminos estrechos hasta un claro de la selva donde encontramos varios árboles gigantes, con grandes oquedades en el tronco en las que meterse para hacerse fotos. No creo que nadie haya logrado hacer una foto de aquel árbol de la selva sin nadie alrededor.   

 

El alemán lo intentó y quedó un poco rezagado, pero no sé si lo consiguió, no había vuelto a acercarse. Por alguna razón tenía la impresión de que el tiempo de estancia en la selva estaba muy calculado, seguramente era el que suponían que los turistas estaban dispuestos a aguantar e interesarse por lo que veían. Como si existiera una medida precisa del interés del turista medio. Ese aguante también me pareció un tema interesante para el profesor alemán. Resistencia de materiales, pero esta vez me callé. Me resonaban los reproches de mi amigo Fernando.

 

—¿Crees que eso que has hecho es algo que puede interesar a alguien? Si hay sitios que no va nadie, será por algo. ¿Por qué quieres ir cada vez más lejos? ¿No sé porque te impones esos viajes como si fueran un deber?

 

Me hablaba de los antiguos exploradores que buscaban lugares que poca gente había estado antes y quedaban muy satisfechos.

 

—Se referían, por supuesto, a alguien como ellos, porque en los sitios que descubrían vivía gente que no sabía que estaba siendo descubierta y que seguramente les sorprendía y halagaba que su encuentro supusiera tanta alegría a los recién llegados. Y los invitaban y les mostraban alguna de sus costumbres más extravagantes, quizá en lugar de beber con una copa lo sustituían por un vaso de madera que se sujetaba con las dos manos muy lentamente, exagerando, al ver el interés y la alegría que les producía a los exploradores. Nadie quiere defraudar a los viajeros que vienen de lejos a visitarlos.

 

 

 

 

Este texto corresponde a un fragmento del libro Perder el tiempo, publicado por Lagartos Editores, de Almería. El libro se puede encontrar en la librería Ocho y Medio de Madrid y Sintagma, de El Ejido (Almería).

 

 

 

 

Manuel Monreal es viajero y escritor. Sus intereses van desde la musicología, especialmente de Brasil, hasta la ópera. Ha publicado guías turísticas y reportajes.

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