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Perdiendo el Norte

 

(Fotografía de ALEXANDER NEMENOV/AFP via Getty Images)

Coronavirus. Primera semana de aislamiento y muerte en España. Sube la curva de contagio, el gobierno decreta el estado de alarma y el pánico se dispara. Compras masivas en fila india. Mañanas y noches se encadenan, letanía de calles vacías interrumpida por los aullidos de un perro. Arde el WhatsApp, mientras la policía patrulla la ciudad. Desde Donosti contemplamos cómo Vitoria y La Rioja se desangran. Poco a poco, toda Álava, que en su calvario arrastra ya a Bizkaia. Ha muerto en Euskadi Palas Atenea, la primera enfermera “en el conjunto del Estado”. La Osakidetza corre el riesgo de colapsarse. Apago el telediario: ¿seremos el segundo Madrid?

Doy mi primera clase virtual, aún desde las aulas de la Academia. Dos de mis alumnas, Irati y Eli, han vuelto a Vitoria con la suspensión de clases. Noto la voz quejumbrosa de Eli, ronca en una persona de carácter como ella. Lo de Irati es peor. Discreta por naturaleza, no parece estar de humor para exámenes de Cambridge, chats lingüísticos ni clases de ningún tipo. Su madre es una de las valientes que trabajan en el Hospital Universitario de Txagorritxu, cuyo nombre aún se me atraganta. Allí, el primer enfermo contagió a 150 sanitarios. Desde entonces, cada día es una lucha a vida o muerte. Una batalla para la que ya no hay suficientes camas, plantas ni mascarillas. Nerviosa, Irati, deja la clase al primer pitido del chat. Sus compañeras siguen, como yo, intuyendo e ignorando a partes iguales el drama que vive día a día la familia de Irati.

Dos días después, las clases son ya desde casa. La empresa sabe que se expone a multas millonarias. Gracias a la necesidad de dinero público, los teachers, que no importamos a nadie, dejamos de jugar a los héroes. Volvemos a nuestras casas y recuperamos el rol que esta sociedad nos marca: el de abuela cebolleta o vendedor de teletienda al que nadie escucha.

Y sin embargo, las on line lessons les dan alegría a los chicos. Son su porción de normalidad en esta monstruosa anormalidad que es nuestra vida ahora mismo. Durante cuatro horas día, una por grupo, sacamos nuestros manuales de gramática y nos asomamos a la casa del vecino. Es glorioso, en este tsunami de fake news, en medio de una incertidumbre monstruosa y la soledad sonora de los hogares, escuchar cómo grita el hermano o la amatxo de uno de tus estudiantes. Dan ganas, una vez más, de aplaudir y festejar que nos tenemos unos a otros. A más de metro y medio de distancia, eso sí, y bien pertrechados tras la máscara de nuestra tablet, smartphone o portátil.

Abro el correo. Diez mails no leídos en polaco. Me hacen ilusión, aunque en realidad prefiero los mensajes escritos. Los correos son tan artificiales como esta cuarentena. Llegan tarde. Esperan, exigen con mezcla de genuina preocupación e indisimulable desprecio que yo y los míos estemos bien. A sus ojos, los españoles y los italianos somos unos leprosos que se han contagiado por irresponsables. Probablemente piensen que propagamos el virus por Europa.

La idea, en parte cierta en parte falsa, me subleva. Bajo indignada haciendo ruido con la basura. Es mi momento: la ciudad luce más misteriosa que nunca. Ni un alma en las calles, se respira un aire leve y puro, sin contaminar. Pienso en ir al siguiente contenedor a tirar el vidrio un poco más lejos. Disfruto con mi pequeña transgresión, aunque no estoy sola. Las luces del coche patrulla me acompañan en la calle paralela. Si pudiera doblar la esquina divisaría el mar, cuya vista nos está vetada, a mí y a toda la ciudad.

Vuelvo a disgusto a mi encierro. Mitigan el agobio mi compañero y los días con la niña. Necesitamos más que nunca los ritos: desahoga limpiar los baños, reconforta el doble desayuno, aplaudir y escudriñar a los vecinos desde los balcones. Lo más preciado, la voz de mi familia desde el infierno de Madrid. Que nos digan otra vez: “¿estáis bien? ¿Necesitáis algo? No salgáis”. Y que sintamos que todo este absurdo sirve para algo, y que su Apocalipsis no lo es tanto porque lo llevan con resignación.

Nosotros nos consolamos leyendo, cocinando y viendo series en medio de los pitidos del móvil. Los clásicos de la literatura rusa o una película que pasan por la televisión por enésima vez resultan especialmente gratificantes. Por un momento nos devuelven a nuestra vida de antes.

Ventilo tanto la casa que me pica la garganta. ¿Estaré enferma? No creo, es solo una ronquera, pero sí puedo portar el virus. Miro de reojo a mi pareja. Parece estar bien, aunque ocasionalmente estornuda. ¿Deberíamos llevarle el periódico a sus padres? ¿Y si les infectamos? No, es solo la humedad que impregna San Sebastián. Especialmente las hermosas casas antiguas como la nuestra.

Ante la duda, propongo sin éxito pasear el perro del vecino. Ya en la propio ascensor han escrito que solo está permitido durante 5 minutos. Y por supuesto, una persona cada vez. A los del séptimo, en concreto, no les conocemos de nada. ¿Pero vive ahí gente? ¡Si no llega el ascensor, es el piso de los trasteros! Me invade la curiosidad. ¿Detectarán mi acento de Madrid, que estos días me convierte en presunta afectada? No son pocas las personas que me echan en cara la irresponsabilidad de los madrileños.

El plan lo aborta mi pareja. Ni siquiera le seduce salir él con la niña y el perro. Los padres pueden salir con sus hijos, porque quizás no tengan con quién más dejarlos. Al final, triunfa la sensatez y no hacemos nada. Podrían detenernos o multarnos con 600 euros, con la niña como testigo. Peor aún, es peligroso para la salud, la nuestra y la ajena.

Mientras mi mente nos imaginaba discutiendo con la Ertzaintza, oigo vibrar insistentemente el móvil. ¡Un nuevo encargo! –pienso emocionada. De repente, he recuperado el entusiasmo por traducir (cualquier cosa, de hecho). El mismo de cuando empezaba hace más de una década.

Pero este encargo, en concreto, es especial. Desde el diario polaco Gazeta Wyborcza, Jarosław Kurski denuncia a los trolls rusos y el electoralismo vacuo del gobierno polaco. El País se prepara para publicar su nuevo artículo incendiario.

Aporreo las teclas del teclado con renovadas ganas. “Ya es oficial —me comenta mi compañero— otros quince días de encierro”. Mi empuje decae al confirmar las sospechas generalizadas. “Y eso que aún no ha pasado ni la primera semana”, gruño para mis adentros.

Llama un valiente de fuera. Serán amigos rusos o polacos. Quizá los búlgaros o la “familia ucraniana”. Si empuñan el teléfono, es porque se identifican. Más aún, están dispuestos a saber, cara a cara, cómo evoluciona la persona a la que quiero enferma. Al principio no teníamos nada que confrontar. Luego fue mi hermana Merce. Después Sergio, ahora José.

En el Este aún parecen estar mejor. Una conocida periodista lo desmiente impetuosa. Poco a poco, se expande sordo y taimado el virus. Al parecer, en Polonia se hacen pocos tests y no se envían los resultados. El gobierno, sostiene, falsea los datos. Hay rumores de que en Rusia inspeccionan aleatoriamente las casas. Lo que sí se sabe, es que en Moscú han instalado cámaras en las calles para vigilar los movimientos de los ciudadanos. Otra amiga me recuerda la fragilidad de su sanidad pública y se me eriza el vello.

Prosigue, implacablemente lento y sordo, este eterno domingo. Suena el teléfono, y el corazón me da un vuelco: ¡es José! Ya puede hablar, ¡ha mejorado! Y mucho. Así que escribo a Ainhoa, celadora en un hospital donostiarra. Le pregunto por ella y nuestra amiga Asun, mientras leo las quejas que nos manda a toda la cuadrilla Maite. Maite, como Koldo, trabajan en uno de los epicentros: las residencias de la tercera edad. Sus mensajes me incomodan, necesito tiempo para digerir que están en peligro.

Así que me levanto a limpiar y recibo un vídeo insólito. Un sacerdote católico recorre las calles de Lublin, convenientemente acompañado por un cámara y un periodista con micrófono. Ninguno respeta la distancia de seguridad. No se ve gente en las calles, pero sí bastantes coches.

Oigo el pitido insistente del Messenger. Amelko, jak sobie radzisz przy obecnym kryzysie? Reconforta saber que allá en Cracovia, Varsovia, Breslavia, Kíev, se aburren en casa… ¡pero están sanos! Me proponen participar del reto de moda en las redes sociales polacas: un post con una foto de tu infancia.

En realidad, hablar con ellos es como el día de la marmota, un extraño déjà vu. Porque nosotros ya hemos estado justamente en ese punto. Hace quince días yo misma tenía su energía y clarividencia. Si bien el virus había llegado para quedarse, repetíamos como idiotas ”nada que ver con Italia”. Entonces pensaba con consternación en Ilaria, Marco, Eleonora y los amigos que siempre deja ese hermoso país. Cobardemente cotilleaba sus redes sociales con la esperanza ansiosa de verles sonreír, a ser posible en familia. Mientras, nuestro gobierno parecía resuelto y eficaz, desmintiendo la importancia de esta gripe. Proliferaban las bromas y las concentraciones, especialmente en Carnavales y el Día de la Mujer.

Nada hacía presagiar, ni siquiera las crónicas moscovitas de Xavier Colás, que este blog se convertiría en el Diario de una apestada.

 

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