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Peregrinación a Czestochowa

 

 

Más allá de un simple icono religioso, la Virgen Negra de Czestochowa debería entenderse como un símbolo que aglutina los ideales seculares del pueblo polaco. Tal vez por ello, las ingentes peregrinaciones que llegan al monasterio paulino de Jásna Gora recuerdan la atmósfera de un Primero de Mayo, o incluso de un desfile castrense en pleno aniversario patrio.

     De modo muy distinto a nuestro gotear jacobeo, los devotos de Czestochowa tratan de reafirmar su llegada uniformados con llamativos colores, cantando himnos y consolidando el paso mientras enarbolan estandartes nacionales y religiosos. Tal estética en los actos, sin embargo, no sigue una pauta preconcebida de imposición o de preservación religiosa, sino que responde a un modo de ser, a una idiosincrasia única e irrepetible.

     De un tiempo a esta parte, Polonia asume con dignidad su particular sambenito de nación ultracatólica. Pero, como suele ocurrir con los tópicos, nada más lejos de la realidad cuando hablamos de una nación que históricamente trató de aglutinar todos los credos sin derramar una gota de sangre.

     Fue Polonia la nación europea que acogió, en su mayoría, a nuestros vilipendiados judíos. Durante los siglos XV, XVI y XVII, mientras en el resto de Europa las piras ardían sin interrupción, Polonia se convertía en salvaguarda de enriquecedoras herejías. En aquella época ya era un país de mayoría católica, pero con una estimable presencia e influencia política de protestantes y ortodoxos, y en la que un amplio abanico de comunidades, tan variopintas como las husitas o las anabaptistas, cohabitaban perfectamente integradas: “Si no juráis, no reináis”, fue el dictado que la nobleza polaca lanzó a Enrique de Valois como aspirante al trono, en referencia al juramento de libertad religiosa que debería respetar.

     Tales antecedentes, por alguna suerte de metabolismo, dejaron su huella indeleble en la conciencia colectiva. Si no fuera así, no se entendería que Polonia, tras su dramática historia reciente, haya sabido mantener aquel espíritu de tolerancia religiosa y siga siendo un país en el que conviven, aunque sea en minoría, multitud de credos e iglesias. Las reparticiones del territorio sufridas a finales del siglo XVIII, los nacionalismos inflamados por las potencias ocupantes en el XIX, la sangría de las Guerras Mundiales del XX y, por último, el prolongado dominio soviético, trastocaron gravemente el equilibrio político y religioso, pero no consiguieron doblegar un pluralismo que descansaba en otra esfera de la vida, en el ámbito de una vecindad bien entendida y que asimilaba la diferencia de costumbres con pasmosa naturalidad.

     La Iglesia católica polaca, en gran parte gracias a Karol Wojtyla -nombrado Papa en 1978-, salió indemne de su mimetismo soviético y dispuesta a encarar, en torno al movimiento Solidaridad, la construcción del nuevo estado polaco. La Iglesia, de esta forma, se congraciaba de nuevo con ese espíritu latente y ancestral, según el cual lo político y lo religioso no podían concebirse como mundos aparte en el imaginario polaco.

     La Virgen de Czestochowa puede catalogarse como uno de los símbolos iconográficos más recurrentes. La imagen fue clonada hasta la saciedad. Miles de representaciones se encuentran repartidas por todo el orbe desde Oriente a Occidente. Sin ir más lejos, una de sus reproducciones puede verse en el Alto de Somosierra, sacrosanto lugar desde que la heroica caballería polaca tomara el puerto homónimo, posibilitando con ello el acceso de Napoleón a Madrid.

     El monasterio de Jásna Gora es el epicentro indiscutible de esta advocación, y son más de cuatro millones los peregrinos que, desde todos los rincones del planeta, acuden hasta allí cada año. En él se aloja la tabla de ciprés que, según la leyenda, perteneció a la casa de la Sagrada Familia, y sobre la que San Lucas pintó el icono original. Como centro de peregrinación mariana, no obstante, por una vez no estaríamos hablando de un lugar en que la Virgen se hubiera aparecido a unos humildes e incrédulos. Lo milagroso de este espacio descansa en la propia reliquia, como emblema histórico y, por extensión, como talismán del individuo y de la colectividad frente a los peligros que nos acechan en la vida.

 

 

Bajo este prisma, la chocante escenografía que se despliega en torno a Jásna Gora obtiene todo su significado. Prácticas que a veces nos retrotraen a un pasado reciente que consideraríamos obsoleto, pero que aquí siguen tan presentes como el primer día. Los jóvenes vienen por la avenida en grupos de cientos, haciendo corros, cantando pegadizas aleluyas y bailando, todo ello animado por extenuados curas y monjas remangados para la faena. Como contrapunto, cariacontecidos orantes arrodillados al margen de tanta bulla, y otras personas que, simplemente desconectadas de lo sagrado y lo mundano, sestean sobre la hierba.

     A modo de mantra, una retahíla constante de plegarias es recitada por megafonía, apoderándose del ambiente como un rumor monótono que anula cualquier resquicio de silencio. Pasan las horas, y la llegada constante de peregrinos no cesa en el interior de Jásna Gora. Los monjes paulinos sacuden los hisopos sobre la concurrencia o bendicen mecánicamente sus fetiches religiosos. Otros redactan sus peticiones en pequeños trozos de papel, ocultando la escritura de las miradas, celosos de su privacidad.

     Con paciencia infinita, los devotos aguardan su ansiado encuentro con la Virgen, la protectora Madonna que en el siglo XVII salvaguardó el templo del asedio sueco, y en cuya mejilla aún pueden apreciarse las cicatrices infligidas por la espada de un husita. Ofrendas de todas clases jalonan los rincones, una de ellas muy especial: la prenda que llevaba Juan Pablo II en el momento de su atentado. Los frescos, los rosarios, las estampas, una pared tapizada de muletas, dan testimonio de la fe incondicional que el pueblo polaco tiene depositada en su Virgen.

     Las jornadas se suceden. Pero, con el día de la Asunción, llega también el momento de mayor éxtasis. Avanzada la mañana, bajo un océano de paraguas, una mezcla de exaltación y agotamiento se apodera de la gente. Bajo los traslúcidos impermeables, unos rezan y otros simplemente duermen.

 

 


 

 

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