Jim T.
Su padre, Mike, enseñaba golf en el club Knollwood, en Westchester, Nueva York. Mike fue subcampeón de los Estados Unidos. Dicen que había sido amigo de Dean Martin, Bing Crosby y Bob Hope. Que alguna vez Hope se apareció en la casa e hicieron una cena de macarrones para él. Su abuelo, Vitale, se mudó al pueblo de Elmsford para trabajar de obrero. Fue cuando estaban construyendo alguno de los 78 campos de golf que se hicieron en el condado de Westchester, a mediados de siglo. Dice la leyenda que Vitale, un inmigrante italiano, llegó a Elmsford caminando desde Manhattan.
Jim T. era depresivo. Tal vez por eso no le fue bien. Se casó con la bella Lynn y tuvo dos hijos. Al salir del colegio ya tenía trabajo como asistente de su padre y era querido entre los socios de Knollwood.
Su madre, Mary, manejó todos los días de su vida, hasta que se murió en 2019 a los 103. Aparecía siempre en Knollwod con un Cadillac blanco (que parecía un bote transatlántico), para llevarse a casa un par de bolsas blancas de comida. Era lo que le correspondía como socia vitalicia: entrada al club y almuerzo gratis, por haber sido esposa de Mike, el golfista profesional de Knollwood desde 1942 hasta 1986.
El padre de Jim se murió con un caso grave de artritis, y tal vez de alcoholismo. Los socios más viejos lo recuerdan, hasta el último día, sentado en una silla en la esquina del porche, mirando el campo de golf, con una botella de whisky al lado.
Alguna vez caminé sobre el putting green, desdoblé el triángulo de la bandera de Estados Unidos, enganché la tela a los garfios de acero y, mientras la izaba, lo vi a Mike. Estaba sentado, con la mirada perdida en una fila de árboles sobre la calle Turnesa Drive.
El whisky nunca escondía la grave depresión de Jim T. Su hijo tal vez heredó el mismo mal. Guapo como era, alto y de hermoso perfil, con ese sólido mentón y esos ojos azules brillosos que le venían del lado de su madre, los Miller, le entró a la cocaína con fuerza. Después se mató, a los 25, colgándose en su habitación.
Su otro hijo, Chris, también se sospechaba que le entraba duro a la coca. Cuando quería hablarnos, a nosotros, los parqueadores de Knollwod, decía muchas cosas sin sentido.
La esposa de Jim era hermosa pero callada. Tal vez aquello contribuyó a la desgracia de la familia.
Cuando la recesión llegó el año 2008, Jim se percató de sus pésimas inversiones. Intentó usar el apellido del padre y los buenos amigos para encontrar algún trabajo enseñando golf. Fueron años difíciles. Y sin embargo, siempre se las arreglaba para darnos dos dólares de propina cuando le traíamos el Jaguar.
Poco antes de que se fuera de Knollwood, algún cuatro de julio (ese día en que el club se llena de gente y el césped de sillas desplegables, para mirar los fuegos artificiales con los que termina la noche) Jim apareció por nuestra caseta.
Nunca pasaba nada las tardes del cuatro de julio. Los parqueadores nos metíamos a la cocina, a robar las sobras de la comida. Dábamos vueltas mirando el caos en que vivían los meseros. Sin embargo, cuando terminaba el estallido de las bengalas y empezaban a salir los socios, cuando querían todos, ya, sus autos, el cuatro de julio se transformaba en un caos.
De la nada, al menos eso es lo que yo recuerdo, Jim nos contó que de niño él y sus hermanos pasaban mucho frío en el invierno.
Su madre, Mary, a pesar del dinero que hizo el padre jugando golf, imaginaba siempre que volverían a los tiempos de la escasez. A esa pobreza en la que vivió cuando su familia llegó a los Estados Unidos. Por eso jamás encendía la calefacción. Jim y sus hermanos, desde muy niños, se paseaban por la casa enredados en sus mantas y en sus frazadas.
–She was always fucking cheap, dijo Jim.
Y luego nos preguntó cuánto daba su mamá de propina.
Peter, el puertorriqueño, y Richard, el guatemalteco, estaban un poco azorados por la pregunta. Yo no. Estaba harto de esa mujer a la que siempre le traía el carro antes de que saliera, le abría la puerta, le colocaba el Cadillac debajo del techo si es que llovía, le ponía sus putas bolsas con comida detrás del asiento del piloto, en el suelo, como ella quería. Le contesté que «un dólar».
–Always one dollar–dije–Never more than one.
Y Jim sonrió. Tenía más de un wisky, estoy seguro. Porque era 4 de julio, y esa noche todos los socios de Knollwood salían borrachos, todos sin excepción. Pedían su auto de buenas maneras (o a los gritos) y se iban con su familia manejando. A mí siempre me daba curiosidad, por qué no veía más noticias en el periódico de familias matándose en la carretera.
–Take it– dijo, sacando un billete de veinte dólares de la billetera. Lo miró dos veces. Vi sus ojos. Era como si hubiera una fuerza dentro de él que le decía «pero imbécil, qué estás haciendo» (porque Jim T. tampoco era muy generoso). Pero Jim me dio el billete y yo me lo metí rápido al bolsillo, pensando en todo el dinero que me debía su madre.
–We are about to leave– dijo Jim y se metió otra vez al club, mientras movía los hielos en su vaso. Yo agarré las llaves y me fui corriendo a buscar el Jaguar.
A Jim no le fue muy bien con las clases de golf. Tampoco con las pequeñas inversiones, ayudado por la familia de su esposa. El suicidio del hijo siempre pesaba demasiado. Terminó yéndose a vivir a Stuart, en Florida, una ciudad con una larga historia de naufragios. Allí se murió en 2020, unos dicen que de un ataque al corazón, en un campo de golf. Otros dicen que en su residencia, de un balazo.