Con el periodismo me ocurren dos cosas: en ocasiones me parece un oficio sencillísimo. A fin de cuentas se trata sólo de ver, oír, leer, preguntar, comprobar y escribir o locutar. En otras, lo padezco como un doloroso relámpago cegador del que sería mejor huir –y cuanto antes– por las dificultades y los sinsabores que acarrea. Como tantas otras profesiones. Porque no voy a caer en la tentación de loarle el ombligo. Aunque tampoco de minusvalorar la enorme y pretenciosa responsabilidad que debería conllevar erigirse en cronista de lo que pasa. La segunda sensación está relacionada, en gran medida, con lo que escribía la semana pasada mi amigo Javi, dedicado a la docencia: los que quedamos, siempre demasiado jóvenes, estamos «atados por los intereses de empresa y abrumados con el exceso de trabajo». Desde mis primeras prácticas, hace unos siete años, nunca he asistido a la despedida de un compañero que se jubilara. Me habría gustado. Pero no me consta. Cuento esto porque hace mucho tiempo que no me reúno con otros colegas a acariciarnos las penas. Y porque terminó la Semana Santa.