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Periodista con p

La historia es una forma más de ficción

Borges.

 

 

Periodista en comisión: ¿A dónde? ¿Dónde queda Vasaar College? ¿Dónde queda Poughkeepsie?


No tenía ni dos meses trabajando para un periódico bilingüe del condado de Westchester, cuando llegó la invitación para cubrir un evento cultural. Spike Lee, el famoso fan de los Knicks –además de director de cine– iba a conversar frente al público en una catedral gótica acomodada para eventos de este tipo en la famosa Universidad Vassar. ¿Quiero ir? Claro que quiero ir, pero ¿dónde michi queda Poughkeepsie?

 

Westchester es uno de los condados con mejor nivel de vida en los Estados Unidos. Es una colección de centros suburbanos, todos dependientes del gran generador de la riqueza de esa zona: Nueva York. La capital de Westchester es White Plains, una ciudad que progresa pero que muy rara vez hace noticia. Allí estaba mi oportunidad de probar fortuna en el periodismo bilingüe de los Estados Unidos y hacia allí me dirigí.

 

La directora era una mujer negra de Honduras y el subdirector era su hijo. Ciertas referencias personales y la labia de la directora me habían convencido de que el proyecto del primer gran periódico bilingüe de Westchester era ése. Pronto, desde las bodegas, restaurantes y rinconcitos hispanos, emergería esta Águila que aparecía semanalmente con lo más graneado de la información para sus lectores. El futuro era de nosotros y yo era parte del futuro. Una mañana yo ya tenía mi escritorio, una llave de la oficina que me servía cuando necesitaba ir a medianoche a terminar algún artículo o a chatear (con mis contactos internacionales); y una promesa de la directora de convertirme en la próxima estrella del periodismo local. El diario tenía un diseño sobrio que se iba mejorando edición a edición y el ambiente de trabajo parecía agradable. Tanto me gustaba la historia de la mujer emprendedora llegada de la nada para convertirse en empresaria periodística que escribí un perfil acerca de ella para una clase que llevaba en NYU. Mi directora era mi ídolo ¡Qué mejor manera de poner el pie en el nuevo país! ¡Qué brillante era el futuro en esa águila hispanounidense que se elevaba sobre los primeros rascacielos de la ciudad de White Plains!

 

Miré el mapa: Poughkeepsie no quedaba en Westchester, sino dos condados más al norte, en Dutchess County. Vi una línea que me sonó familiar: Ruta 9. Ésa yo la conocía. En el mapa Poughkeepsie estaba sobre la ruta 9 así que no habría problema. Iría derechito a bordo de mi velocípedo, lento pero seguro.

 

Mi velocípedo era un auto Honda de 1984. Sacando cuentas, entonces la carcacha ya tenía 17 años. Tenía lunas eléctricas y cinco poderosos cambios. A veces se le caía el parachoques trasero: lo había pegado a la carrocería con un rollo grueso de cinta adhesiva transparente. Ése era un detalle insignificante. El freno de mano no funcionaba pero tampoco era un gran problema: atrás del asiento del piloto cargaba un pedazo de madera que servía de cuña, del tamaño preciso para ser colocado con el auto en movimiento detrás de la llanta delantera. Sólo tenía que evitar estacionarme en pendientes. Spike Lee me esperaba: a rodar.

 

La ruta 9 pasaba por cada pueblo en la orilla del río Hudson y cada pueblo tenía su cuota mínima de semáforos y velocidades máximas. En el mapa, al lado de la raya 9 había otra más ancha que decía Taconic Parkway. «Tenías que haber tomado la Taconic y estabas allí en 45 minutos», me dijeron después los expertos. Pero yo era inexperto: el viaje con vista panorámica por la ruta local se prolongó durante tres horas.

 

Vasaar College es la joya del condado de Dutchess y del pueblo de Poughkeepsie. Entre sus alumnas (era sólo de mujeres hasta 1969) se cuenta a Jackeline Kennedy y a lo más graneado de la alta sociedad neoyorquina. Los edificios son de arquitectura gótica y la catedral a la que yo tenía que llegar era algo de eso: imponente muro de piedra decorada con arabescos y una que otra gárgola. Estaba tarde. Corrí desde el auto y saqué el carnet de prensa, pero no hizo mucho impacto. No hubo ningún «¡Abran paso que ha llegado el Águila!». Tampoco hubo esos flashs del reportero estrella que se ven en las películas. Este periodista desconcertado intentó convencer al hombre que guardaba la puerta (junto a una docena de tardones). Aduje que había viajado durante tres horas sólo para estar allí, que necesitaba cubrir ese evento. Tenía que entrar. Intenté acentuar mi pobre pronunciación (¡Yo era la voz de las minorías!). Nada. Hice aspavientos con mi camara Canon EOS Rebel comprada por 300 dólares en un puesto informal de Polvos Azules (libre de impuestos).

 

Yo era el símbolo del periodista-fotógrafo luchador e imparable que el público amaba: «¡Abran paso a la prensaaaa!».

 

Debí haberle dado lástima. Los demás tardones frente a la iglesia eran padres y madres de familia. No dijeron nada cuando el guachimán, un viejo panzoncito con aire a vigilante de oficinas públicas, me dejó pasar sólo a mí y me señaló unas bancas al lado del estrado. Mientras me aproximaba (sujetando mi cámara con todos los dedos y exhibiendo mi carnet de prensa en el pecho, de tal modo que el plástico que lo recubría reflejara mejor las luces de la catedral) Spike Lee me dirigió una mirada, como quien se fija en una mosca. Sin perder tiempo apunté y le tomé mi mejor foto.

 

La conversación era ininteligible y soporífera. Un hombre muy canoso, con la panza rebalsándole sobre el pantalón de terno y la corbata michi muy ajustada en una descomunal cuádruple papada, le hacía unas preguntas resonantes y pomposas. Spike Lee respondía con monosílabos, o refunfuñaba en un léxico que podía ser una mezcla de inglés de Brooklyn con francés de Harlem. Al menos yo no le entendí nada. Pero lo vi.

 

Mis compromisos con El Águila jamás llegaron a convertirme en un periodista de sangre «a lo Dovlatov». Asistí a un desayuno con el presidente del Bronx: el puertorriqueño Ferrer que se lanzaba para alcalde de Newyópolis. Compartí café y huevos revueltos con él y otros reporteros hambrientos de La Prensa y Hoy. Creé un crucigrama al que bauticé muy originalmente El Aguilograma y por tres o cuatro semanas me creí la reencarnación del crucigramero boliviano Mario Lara, el creador del Geniograma que cautivara a los peruanos desempleados y a tantos malos burócratas en los 1970s y 1980s.

 

Además, participé como corresponsal en la concesión del PEN Faulkner honorario a Mario Vargas Llosa, que lo recibía de Günter Grass en una sencilla ceremonia en un auditorio del centro de Manhattan. Sentado en una silla desplegable, a Vargas Llosa se le veía el final de las medias. Gracias a mi águila colgando del pecho, pude acercarme y absolver su preguntas, pues el futuro premio Nobel parecía interesado en saber cómo había sobrevivido un tipo como yo en Nueva York, cómo era la vida de un periodista peruano que se las jugaba en la capital de las capitales, en la siempre despierta ciudad de Sinatra. Todo iba muy bien. Traduje al inglés mi nota sobre MVLL y la directora del periódico me felicitó, sugirió que El Águila me podía otorgar la visa de trabajo; y me preguntó si la podía llevar en mi carro hasta su casa.

 

La directora no tenía automóvil, el subdirector tampoco. El detalle es importante porque tiene que ver con una de las pocas preguntas que me hizo un abogado a quien consulté para el «probable» trámite de la visa de trabajo: «¿Ese periódico da dinero?». «¿Qué automóvil maneja la directora?». «¿Tiene casa?«.

 

Una empresa informal y poco seria podía ofrecerte gestionar los papeles sólo para tener la sartén por el mango. Para amarrarte a trabajar por muy poco dinero por un tiempo indefinido, pues esa visa depende de la buena voluntad del empleador. La semana siguiente la señora directora me preguntó si yo consideraba que de mi cheque de 200 dólares por mi trabajo se me tenían que descontar $50 porque uno de los artículos no había podido ser incluído en la última edición. Al reclamar que el trabajo ya había sido hecho y por lo tanto tenía que ser pagado, ella sugirió que tal vez no sería necesario volver a llamarme, que la página de culturales se podía llenar con artículos comprados a las agencias (5 dólares) y que no me iba a poder seguir pagando los 20 dólares que me había ofrecido por cada uno de mis nuevos Aguilogramas.

 

White Plains sigue creciendo. El Águila sigue volando. De vez en cuando la vuelvo a ver en bodegas y en supermercados del segmento hispano. Ya no soy un periodista prometedor, más bien me he prometido no volver a buscar trabajo en un periódico hispano en Nueva York. ¿Qué son las historias de éxito? ¿Qué nos depara el futuro?

 

Alguna vez creí ser reportero, ahora creo que soy escritor.

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