De entre todas las cosas que quería ser de pequeña, una mezcla entre Indiana Jones, Agatha Christie, James Bond y Mary Poppins, nunca figuró la de periodista. No es que ahora lo sea. Mi profesor preferido de la facultad era, de hecho, el de Economía. Un chalado brillante que ahora sale en la tele y que se ponía como un cachalote cada vez que dejaba la cocaína. Sus definiciones eran tan buenas que todavía las recuerdo: “ Subvención, chavales, es lo que os dan vuestros papis por la puta cara”.
No, nunca he tenido unos recuerdos especialmente entrañables del periodismo y menos después de que un estrábico resentido me jodiera mi tercer verano universitario mandándome ordenar los papeles de todos los gilipollas que había en La Voz de Galicia. Terminé la carrera como un niño se termina un plato de espinacas y le escribí una carta al rector, un preciso y detallado decálogo, en el que le explicaba punto por punto por qué me había sentido como una deficiente mental cualquiera estudiando periodismo. Nunca me contestó.
Ahora, las luces del auditorio se han apagado. Estamos en Beirut y no se divisa, por supuesto, ningún estudiante de periodismo. Alfonso Moral ha hablado poco, como todas las personas honestas que conozco; prefiere proyectar lo que mejor sabe hacer: fotografías. El Centro Ruso de Kabul, el infierno de la heroína, retratos de prisioneros afganos después de Guantánamo. La música y unas breves líneas en inglés nos guían a través de una pequeña muestra de su trabajo. Al encenderse las luces no queda nada por decir. Alfonso volverá a hacer escala en Beirut, cuando reúna la pasta necesaria, y rumbo hacia algún destino hostil en el que haya una historia que fotografiar. Verdaderamente, solo los impostores podrían contar algo más…
La voz, más clara y diáfana, es la de Gervasio Sánchez. Gervasio es el profesor que todo alumno hubiese deseado tener, apasionado, desdeñoso con los pomposos títulos de periodista comprometido. Entiende, como pocos, la incurable cicatriz de una guerra, ataca el servilismo de unos y otros, y mientras lo escucho recuerdo la famosa frase de Kapuscinski con la que nunca he estado del todo de acuerdo. Los cínicos sí sirven para este oficio, porque dudan, porque desconfían, y porque el alma al diablo, solo se la alquilan.