Hace cuatro años tuve ocasión de visitar Estados Unidos por motivos de placer más que de trabajo. Estuve en Nueva York y en Washington DC tres semanas antes de la victoria de Barack Obama. Encontré la Gran Manzana como siempre: fascinante y viva. Pero ya se sabe, Nueva York no es Estados Unidos. Mucho más me impresionó la capital federal, donde yo había vivido como periodista durante el segundo mandato de Reagan. Encontré sus gentes de excelente humor, hablabas con ellos de política e inmediatamente se les iluminaba el rostro al nombrar al senador Obama, candidato demócrata a la presidencia y futuro primer negro en la historia en ocupar el Despacho Oval, como luego así lo iban a refrendar las elecciones de noviembre.
Con quienes charlé elogiaban el carisma de este educado abogado de origen africano, formado en Hawai, Chicago y Harvard, sus modos de hablar, su elegante compostura frente al patán que incompresiblemente había estado durante los pasados ocho años en la Casa Blanca. Una pesadilla, me apuntaban, que Obama sería capaz de dejar atrás. Resonaba todavía su discurso de aceptación en Denver cuando prometió una América más justa a través de nuevas ideas y nuevas políticas para un tiempo nuevo. Yes we can, gritaba a sus compatriotas en los mítines, un eslogan que luego se extendió más allá de las fronteras norteamericanas. Sí, podemos, por supuesto que podremos salir de la gravísima crisis económica que el país vivía, con la banca en quiebra, la deuda y el déficit disparados, la presencia militar en Irak en una absurda guerra a la que llevó más que Bush hijo, su segundo, Dick Cheney, y sus propios intereses en las petroleras. Una guerra de mentiras que hundió en España a Aznar y en el Reino Unido a Blair.
Todo me sonaba familiar. Nostálgico incurable como siempre he sido, Barack Obama y las gentes de la calle con las que podía conversar me retrotraían al otoño español de 1982, tres semanas antes de la rotunda victoria de los socialistas de Felipe González. Para mí, por encima de la propia filosofía del que iba a ser presidente de Estados Unidos, lo más importante era que el futuro inquilino de la Casa Blanca fuese un político de color en una nación donde hacía menos de medio siglo se discriminaba a las personas por su condición racial. Obama era un golpe de aire fresco, un despertar de esperanza, de ilusiones perdidas, que contagiaba no sólo a las minorías raciales sino también a los jóvenes . No tuve, desgraciadamente, oportunidad de estar allí la noche histórica de la victoria. Cuánto me hubiese gustado vivirla en Chicago, donde el futuro presidente pronunció el discurso de agradecimiento en una jornada inusualmente cálida para lo que es el clima de la preciosa ciudad del lago.
Dos años después del triunfo regresé de nuevo a Estados Unidos, concretamente a la capital federal. Quince días antes se había producido el tremendo varapalo demócrata en las elecciones legislativas. El partido del presidente perdía la Cámara de Representantes y con ello el poder sacar la ambiciosa reforma sanitaria que Obama proyectaba. Al final, ése, que era su gran principal objetivo, saldría adelante, pero bastante paniaguado. Ni mucho menos lo que él quería. Con esas gentes con las que había conversado durante mi anterior estancia y con otras nuevas que conocí en esta segunda visita encontré cierto desencanto sin llegar todavía a la decepción. No podía entender, sin embargo, por mucho que ellos trataran de explicármelo, el gran crecimiento de un movimiento pseudo populista, rebelde con el Estado pero muy conservador en doctrina social como el Tea Party. Muchos de sus representantes llegaban por primera vez a Capitol Hill, jaleados por esa impresentable ex gobernadora de Alaska, Sarah Palin, a la que el republicano John McCain metió en su ticket en las presidenciales de 2008. Todos ellos se autoproclamaban gente nueva, ajena a la tradicional política washingtoniana, sangre fresca, enemiga de la burocracia y del tradicional liberalismo demócrata. Resultaba difíciles encasillarles en el mismo paquete y en la misma categoría de extrema derecha, aunque, evidentemente, las ideas de la gran mayoría así lo atestiguaban.
Fue allí cuando comencé a comprender que quizá tantos y tantos norteamericanos y no pocos europeos habíamos puesto demasiadas esperanzas en ese político negro que creíamos iba a solucionar no sólo los problemas de su país sino los del resto del mundo. Veía, ¡qué novedad!, cómo Obama era prisionero del Congreso a la hora de aprobar el presupuesto federal, cómo le acusaban de irresponsable por pretender extender un seguro médico universal en contra de la opinión de las poderosas compañías aseguradoras o cómo ponían el grito en el cielo sus oponentes con su plan de revitalizar la economía con más gasto público o destinar más dinero para luchar contra el cambio climático. Muy distinto en sus planes económicos a lo que los europeos, con Alemania a la cabeza, se disponían a hacer para salvar el euro.
Es verdad, amarga verdad, que Obama no ha revolucionado su país. Creer que alguien, allí o aquí, lo pueda hacer hoy en día es pecar de ingenuidad. Quizá no le han faltado ganas, pero seguramente es consciente de que el propio presidente de la nación más poderosa del mundo tiene sus limitaciones. Sus manos no están completamente libres para gobernar, y eso que en materia económica ha hecho no poco para salvar de la ruina a la banca.
Ahora que llega el momento de hacer balance de sus cuatro años en la Casa Blanca, uno no puede concluir que su mandato ha sido enormemente brillante. Quizá haya que acostumbrarse por desgracia a que los momentos de brillantez, compromiso y eficiencia han desaparecido de la faz del planeta. Obama no lo ha tenido fácil. Es verdad. ¿Pero quién lo ha tenido entre los líderes de otros países? En su haber está haber resuelto la crisis bancaria y la reforma sanitaria antes citada, así como la salida militar de Irak y el anuncio de retirada gradual de Afganistán. Pero en el debe suyo está haber incumplido la promesa de controlar el déficit fiscal y la deuda pública, el haber aumentado el desempleo y el no haber sabido cerrar la prisión de Guantánamo, abierta por su antecesor para aislar allí a presuntos terroristas islámicos sin ninguna garantía jurídica. Y en lo que respecta a la política exterior, al margen de Irak y Afganistán, tengo sentimientos entremezclados por cómo resolvió la captura y muerte de Bin Laden y su actuación de bajo perfil en la revolución árabe, en particular en Libia. Tampoco destaca por ahora en el manejo de la crisis en Siria. Quizá nos quiso hacer entender que Estados Unidos no quiere ser más el gendarme del mundo y que los conflictos deben ser solucionados mediante un organismos multilateral como la ONU. Pero, ¡ay!, el problema es que ésta sigue anquilosada sin atreverse a emprender su profunda reforma.
Ahora que los dos partidos celebran sus tradicionales convenciones, pienso que la alternativa a Obama, es decir, el ticket republicano Mitt Romney y Paul Ryan, es muchísimo peor. El ex gobernador de Massachusetts es un millonario frío, que no enciende pasiones como el actual presidente, y su acompañante es ultraconservador en su filosofía contra el Estado. Con todo, Ryan, por su juventud y su verbo, quizá sea el político republicano del futuro, el aspirante del partido del elefante a la Casa Blanca en 2016. Los republicanos están haciendo una campaña negativa contra los demócratas sin explicar qué harán si reconquistan la Casa Blanca más allá de declarar la guerra al aborto o incrementar el gasto en defensa. Eso le salva a Obama, porque si tuviera enfrente un enemigo más serio que Romney quizá el resultado del 6 de noviembre sería muy distinto para sus aspiraciones de ser reelegido.
Un giro conservador en Estados Unidos tendrá tarde o temprano influencia en Europa. En realidad, todo lo que declara y hace el imperio americano tiene impacto en el Viejo Continente y en el resto del mundo. Obama sabe que la economía jugará un papel importante en las elecciones presidenciales y sabe bien que el crecimiento económico norteamericano debe ser superior a ese modesto 2% actual. ¡Quién lo pillara, no obstante, por estos lares! Imagino que tratará de hacer malabarismos si es reelegido para no ahogar el gasto público sin que eso signifique más déficit y más deuda. ¿Cómo lo hará? No lo sé. Pero por la cuenta que nos trae a los pobres europeos, y a los deprimidos españoles en particular, mejor que sus recetas funcionen. Él siempre ha dicho que la cuestión no está en que el gobierno sea grande o pequeño, sino que funcione.
Bosco Esteruelas es periodista y escritor. Mantiene el blog La mirilla