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Sociedad del espectáculoLetrasPessoa: lo teatral y el amor

Pessoa: lo teatral y el amor

 

Para crear me destruí; tanto me exterioricé dentro de mí que en mi interior no existo sino exteriormente. Soy la escena desnuda por donde pasan varias actores representando diferentes obras (Libro del desasosiego).

 

Esto, es verdad, ya se sabe, está muy estudiado, por mucho que siga siendo tremendamente enigmático, fascinante, indecente. Nuestra tesis se aleja de ello. Podría enunciarse así: la concepción de una identidad autorial dramatúrgica, en la que la escena del yo está ocupada por muy diferentes personajes de paso y condición diversa, no sólo ocupa los textos de Fernando Pessoa. También da la sensación de que su propia vida afectiva pudo estar regulada por este extraño condicionante. Merece la pena pensar, por ejemplo, la relación amorosa que el poeta mantuvo con Ophélia, la muchacha que trabajaba de mecanógrafa en una de las oficinas que frecuentaba el poeta. El nombre de ella debió afectar, sin duda, a Pessoa. De hecho, nos lo cuenta la propia Ophelinha, él se le declaró recitando el pasaje en que Hamlet se declara a Ofelia, en una situación por lo demás absolutamente escenográfica:

 

Un día quedamos sin luz en la oficina. (…) Fernando fue a buscar un quinqué de petróleo, lo encendió y lo colocó sobre mi escritorio. Un poco antes de la hora de salida me dejó una nota sobre la mesa, que decía: ‘Le ruego que se quede’. Yo me quedé, a la expectativa. Es que entonces yo ya me había dado cuenta del interés de Fernando por mí, y yo, lo confieso, también le veía algunas gracias… Recuerdo que estaba yo de pie, poniéndome la chaqueta, cuando él entró en mi despacho. Se sentó en mi silla, posó el quinqué que traía en la mano y, dándose la vuelta hacia mí, comenzó de repente a declararse, como Hamlet se declara a Ofelia: ‘Oh, querida Ofelia, mido mal mis versos; carezco del arte necesario para medir mis suspiros; pero te amo en extremo. ¡Oh, hasta el último extremo, créeme!’. Quedé perturbadísima, como es natural, y sin saber qué tenía yo que decir, acabé de abrigarme y me despedí precipitadamente. Fernando se levantó, con el quinqué en la mano, para acompañarme hasta la puerta. Pero de repente, lo posó sobre la divisoria de la pared; sin que yo me lo esperase, me agarró por la cintura, me abrazó, y sin decir palabra, me besó, me besó apasionadamente, como loco.

 

Es interesante examinar esta conducta, porque esclarece magníficamente las relaciones de Pessoa con los hechos de la realidad. Por un lado, se diría que, a sus ojos, ésta, la realidad, se mantiene tendencialmente alejada, como al margen para un espectador impasible e inactivo que ha de escenografiarla y ajustar todos sus hechos en una platea mental para que se vuelva para él significativa, relevante, digna de ser vivida. En ese momento, el espectador podrá incorporarse a la dramatización por él recreada y participar  activamente –nunca del todo, pues siempre será por delegación de un rol–, como un personaje más, en una serie específica de acontecimientos donde la vida, transfigurada en una figura ideal, parece salvarse. Y justificarse, al cabo, como el resultado de un destino organizado de antemano por una entidad exterior que, desde una anterioridad textual y metafísica, dirige desde siempre los hilos de esa representación en que se ha convertido o verificado la vida. Por ello, el deseo del poeta, siempre obliterado o dormido o sentido como algo ajeno, turbio, incómodo o inexplicable a lo largo de la vida cotidiana, se expresa o canaliza, incluso se dispara, en la preparación de estas puestas en escena: “me gustaría –le escribe Pessoa a Ophélia en carta del 9 de octubre de 1929– que Bebé fuera una muñeca mía, y yo hiciese lo que un niño, desnudarla, y el papel acaba aquí mismo, y esto parece imposible que haya sido escrito por un ente humano, no obstante está escrito por mí”. O bien (carta 13, del 5 abril de 1920, donde la pulsión conduce a territorios ciertamente turbios, violencias como de Punch y Judy): “Me noto la boca extraña, sabes, de no haber recibido besitos desde hace tanto tiempo… ¡Mi Bebé, para sentarlo en mi regazo! ¡Mi Bebé, para mordisquearlo! Mi Bebé para…(y luego el Bebé es malo y me pega…). ‘Cuerpito de tentación’, te llamé yo, y así seguirás siéndolo, aunque lejos de mí”.

 

Esta misma invaginación de un modelo literario se puede comprobar, por ejemplo, en la Oda marítima firmada por Álvaro de Campos, cuando el sujeto de enunciación asume, con verdadero placer autodestructivo, convertirse en víctima propiciatoria de los asaltos y violaciones de los marineros procedentes de la novela de Stevenson. Un claro ejemplo de cómo el modelo literario sirve de pantalla para condensar (velando y revelando al tiempo) los deseos más inconfesables o autrés del propio Pessoa.

 

Ophélia es consciente de todo esto. En una carta que ella le envía (la número 9), le recuerda, precisamente, la juntura literaria en que su relación se ha trazado, desde el primer momento: “Hoy hace tres meses que hubo la escena de representación del Hamlet. Hace hoy tres meses desde que por primera vez mi boca rozó la tuya, querido cariño”.

 

En el caso particular de la relación amorosa con Ophélia, la trama se complica cuando otros personajes –un joven y, especialmente, la familia de la muchacha– se inmiscuyen en el desarrollo de la acción. Es significativo, a este respecto, el hecho de que Pessoa, en una de las cartas, se queje de sentirse observado, desde el balcón de la casa de Ophélia, por toda una serie de espectadores ajenos del todo, a su juicio, a su particular representación. Lo que lo condena a sentirse como un títere, un ser ridículo  –un payaso, es la expresión utilizada por el poeta–; alguien que, en definitiva, ha perdido el poder de dirigir los acontecimientos de la escena y se siente, fuera de lugar, humillado y objeto de execración, en medio de una mezquina y degradante situación como de vodevil.

 

Por lo demás, un nuevo personaje entrará también en escena, en la segunda etapa de la relación: Álvaro de Campos, precisamente; llegando incluso a dirigir él mismo alguna carta a la joven (“Un abyecto y miserable individuo llamado Fernando Pessoa, mi particular y querido amigo, me ha encargado comunicar a V. E. –habida cuenta de que el estado mental del mismo le impide comunicar cosa alguna–…”). Instaurando ahora una complicada relación a tres de imposible dialéctica entre los personajes de la representación :

 

Se da la circunstancia de que el señor Ingº Álvaro de Campos ha de acompañarme mañana durante buena parte del día, no sé si será posible evitar la presencia –por cierto agradable– de ese señor durante el viaje hacia unas ventanas cualesquiera de un color que se me olvida. El viejo amigo mío del que acabo de hablar tiene, por cierto, algo que decirte. (Carta 42 de Pessoa a Ophélia). Y: “Bebé: Obtenida la debida autorización del Sr. Ingº Ávaro de Campos, te mando el poema que he escrito…” (Carta 48).

 

 

De forma decisiva, se pone fin al juego cuando Pessoa, como Hamlet, abandona ese proyecto escenográfico-amatorio en favor de una representación de más altos vuelos: la escenificación de su destino, solo y huérfano de todo, en manos de los demiurgos superiores. “Nunca amé a nadie. Lo que más he amado son sensaciones mías” (Diario). “Entendí que era imposible que alguien me amara, a no ser que le fallase del todo el sentido de la estética –o tal vez yo desprecié a ese alguien por esto” (Diario). En la epístola del 29 de noviembre de 1929, la misiva de despedida, las cartas ya se han puesto boca arriba:

 

Quedemos, el uno ante el otro, como dos conocidos de la infancia, que se amaron un poco cuando niños, y aunque en su vida adulta sigan otros caminos y tengan otros afectos, conservan para siempre en un chamizo de su alma la  memoria profunda de su amor antiguo e inútil.

 

Podría ser lo mismo, efectivamente, que el primer Hamlet le comentó a su Ofelia, casi niña. La despedida, finalmente, es todo un golpe de efecto teatral, que deja a nuestro Hamlet, como al de Shakespeare, enfangado en un duelo de destino, efectivamente, superior y aciago, en una especie de lucha o entrega de este hombre ya solo y fuera del mundo contra su propio Hado meta-físico:

 

Mi destino pertenece a otra Ley, cuya existencia Ophelinha desconoce, y está cada vez más supeditado a la obediencia a Maestros que no condescienden ni perdonan. No es necesario que entiendas esto. Basta con que me guardes con cariño en tu recuerdo, como yo, inalterablemente, te guardaré en el mío.

 

La representación, ciertamente, ahora ya es otra, y en ella Ofelia/Ophélia no tiene cabida. De hecho, para que se dé, la muchacha, entonces, tiene que haber desaparecido.

 

 

 

 

Alberto Ruiz de Samaniego es, además de cocinero, profesor titular de Estética y teoría de las artes de la Universidad de Vigo. Crítico cultural y comisario de exposiciones, ha sido director de la Fundación Luis Seoane de La Coruña. Ha publicado, entre otros, los libros Maurice Blanchot: una estética de lo neutro, Apuntes sobre algunas poéticas del inmovilismo y Paisaje fotográfico. Entre Dios y la fotografía. En FronteraD ha publicado, entre otros, Jornadas gastrosóficas, Lo destruido y la espera. Notas sobre el cine de Béla TarrHoly Morts. Notas a partir de ‘Holy Motors’, de Léos Carax y Chris Marker (1921-2012: El tiempo de una imagen) 

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