Pessoanas

 

Hace algún tiempo la editorial Abada me pidió un texto de presentación para un libro de poemas de Fernando Pessoa. De  Álvaro de Campos, para  ser más exactos. No podía ser más conveniente el encargo, dado que la lectura del autor portugués me había acompañado gozosamente desde los tiempos de la adolescencia. Para un joven hay algo tremendamente catártico en el desengaño radical y polimorfo de Pessoa. Nunca lo abandoné, de hecho. Y ahora que ya no lo soy tanto –joven, sí pessoano–  estoy incluso preparando un filme documental sobre el escritor lisboeta.

 

Se ha dicho a menudo, Pessoa solo vivió como por delegación, replegado en un laberinto donde él mismo quiso difuminarse. Al vivirse analíticamente, imaginariamente, hizo de sí mismo la expresión de otro: una ficción, un personaje que pueda sentir “de verdad”. Pessoa mismo lo afirma, cuando comenta, por ejemplo, la obra de António Botto: “el espíritu toma conciencia de cada emoción como doble, de cada sentimiento como la contradicción de sí mismo. El hombre siente que, al sentir, es dos”.

 

De este modo, el poeta elabora un metadiscurso dentro del propio texto en que él no sólo se limita a sentir, sino que lo vemos sentirse sintiendo, al igual que accederemos a un ver que se dilata en verse ver, y en decirlo. Así pues, la conciencia va configurando realidades a la vez que las analiza, las confronta o se distancia de ellas y, con este movimiento de abstracción, las pone permanentemente en duda; se va alejando de la vida orgánica, aislándose de ella por esa imparable potencia de desdoblamiento y abstracción. El Barón de Teive, ese heterónimo suicida por orgullo intelectual, aporta aquí la última palabra: “Desde que existe inteligencia, toda vida es imposible”.

 

La maquinaria poética se ve, en consecuencia, obligada a inventar y verificar progresivamente su propia experiencia de ramificación y el medio en que se lleva a cabo. La máquina va, pues, fracasando una vez tras otra, en ese su afán de tocar el corazón de la realidad; lo que significaría, en palabras de Campos, el regreso “a la normalidad como a la estación terminal de una línea”.

 

Pero esa normalidad nunca llegó, y todo se quedó, por decir así, en vísperas y advientos. Fragmentos a la espera de su imán. Estos aforismos que ahora presento, producto de la convicción de que todos somos, al escribir(nos), siempre más –o menos– de uno, son el destilado leve, breve y errático de esta compañía pessoana que nunca ha dejado de acompañarme. Yo también lo he seguido como un doble, y he vivido en su delegación. Todos somos, en definitiva, la expresión de otro.

 

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Una conciencia de licenciado Vidriera. Un diapasón de sensaciones ínfimas como huracanes. En definitiva: una sensibilidad “que depende de un pequeño movimiento del aire” (Pessoa).

 

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“Unos gobiernan el mundo, otros son el mundo” (Pessoa).

 

 

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No hay placer más intenso que el pessoano demorar el prepararse para existir cada mañana.

 

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Mentir con toda el alma. Y decirse hasta no ser.

 

 

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El mundo es un dios dormido. El comienzo de las cosas quiere ser una infancia renacida.

 

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Melancolía: mal de frontera.

 

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Pessoa: máscara. Peligro de los actores, que han de hacer pasar todos los afectos a la superficie. He ahí la catarsis, pero también lo abyecto, etimológicamente: lo expulsado. El yo es más que un actor, y menos que un escenario: es un laberíntico corredor sin fondo por el que soplan estas fuerzas endemoniadas. Como apuntara Henry James en Otra vuelta de tuerca –tan parecido es el americano al autor del Libro del desasosiego–, es más que probable que Pessoa supiese del parentesco entre los actores y los fantasmas, él, que se sintió siempre el fatal compendio de ambas figuras.

 

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Beber firme y dejar caer la razón en el fondo del vaso. Era la máxima de Padmasambhava, apóstol del Tíbet del siglo VIII.

 

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Suprema máxima pessoana: lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos.

 

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Pessoa: “Creo que decir una cosa es conservarle la virtud y quitarle el terror”.

 

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El yo es un sueño, hasta que una necesidad del prójimo lo crea nombrándolo.

 

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Walter Benjamin y Fernando Pessoa: nuestros contemporáneos: Lo que en uno, Walter Benjamin, fue destino personal y aciago, en el otro, con sus inéditos y heterónimos, parece apuntar a un espacio común: la destrucción de la temporalidad lineal y orgánica como objetivo fundamental de su obra.

 

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Los heterónimos, el inacabamiento… Richard Zenith, Ángel Crespo, Fernando Cabral Martins, Teresa Rita Lopes y tutti quanti… Al obligarnos a montar una obra salvajemente inconclusa y laberíntica, sucede como si Pessoa, pérfidamente, póstumamente, nos organizase también a todos sus lectores, comentadores, montadores y críticos en calidad de sus heterónimos del futuro, para el futuro; para siempre en permanente confrontación y disputa. Detrás de las bambalinas, el autor, mefistofélico, sonríe: The show must go on! 

 

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Hay un aire extremo-oriental en Pessoa. En su rostro, por ejemplo, en sus ojos lejanos y minimizados tras los cristales; en su bigote incluso y su gabardina ritual, en su indumentaria de nadie y sus gestos sofocados. En su reserva de escriba o de calígrafo,  y en el gusto por el secreto y la moderación exagerada, en la instintiva tendencia china a borrar sus huellas, a evitar encontrarse al descubierto.

 

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Ausencia del horizonte: esencia del laberinto. Pessoa el encerrado, el oculto: el encubierto; un verdadero secreto entre iniciados.

 

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Una posible definición pessoana del arte: el deseo de ser distinto, el deseo de estar en otro lugar.

 

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El placer –y el peligro– de los enigmas no está sólo en su formulación, sino simplemente en su inextirpable persistencia más allá de todo estatuto y, por supuesto, resolución. Por ejemplo, y no es éste el menor que debemos a Pessoa: Dios existe, pero no es Dios.

 

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“El arte es lo que hace la vida más interesante que el arte” (Robert Filliou).

 

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Una enseñanza (bien podría ser pessoana): nadie y nacido comparten la misma raíz etimológica.

 

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Otra, también apócrifa: ante el espejo, siempre parecemos supervivientes.

 

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Pessoa-Bartleby: a fuerza de perfeccionarse, alcanzó la aniquilación.

 

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“Me aburro mucho, nunca he conocido a nadie que se aburriera como yo (Rimbaud). Baudelaire, Rimbaud, Sherlock Holmes… el ennui. ¿Por qué tanto spleen en los salones del siglo XIX? Merece pensarse la sugerencia de Pessoa: para el hombre provisto de dioses, el ennui –decía– es desconocido. Su conclusión aporta luz también para entender la vacuidad del academicismo pictórico y declamatorio de ese siglo prosaico entre los siglos: “El ennui es la ausencia de mitología”.

 

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Lo que más amaba de un río: su indiferencia.

 

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Si el Golem de Meyrink se perdiese alguna vez por Lisboa podría muy bien encarnarse en la figura de un tal Fernando Pessoa, caminante esquivo de la rua dos Douradores. Parece ser que lleva la palabra Emet (Verdad) sobre su frente, el Golem de la tradición rabínica. Borrándole la primera letra su amo lo convierte en Met (Muerte). Entonces el engendro rebelde se desarticula y vuelve a su origen de arcilla.

 

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Estar, sí, pero en modo subjuntivo.

 

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Una copla para Fernando Pessoa: 

 

“Voy como si fuera preso;

al lado camina mi sombra;

delante, mi pensamiento”.

 

 

 

 

Alberto Ruiz de Samaniego es profesor titular de Estética y teoría de las artes de la Universidad de Vigo. Crítico cultural y comisario de exposiciones, ha sido director de la Fundación Luis Seoane de La Coruña. Es autor de libros como Maurice Blanchot: una estética de lo neutro; Apuntes sobre algunas poéticas del inmovilismo; La inflexión posmoderna. Márgenes de la modernidad; Ser y no ser. Figuras en el dominio de lo espectral, y Las horas bellas. Escritos sobre cine. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Justino, o los infortunios de la virtudLos dibujos de Victor Hugo. Fijar los vértigosLudwig Wittgenstein en su cabaña. El engaño y el estilo. 

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