Grabado de Philip Galle (Amberes, 1572).
La circunnavegación de la Tierra de la expedición de Magallanes, aderezada con el fabuloso relato de Antonio Pigafetta, desató un extraordinario interés por conocer los límites y perfiles de un mundo que se iba transformando a gran velocidad. Las cancillerías y los gabinetes demandaban información sobre los ricos territorios descubiertos y las rutas abiertas; cada nuevo viaje se seguía con admiración. Las dos grandes potencias marítimas, España y Portugal, enfrentaban a sus sabios, sin ponerse de acuerdo, para continuar más allá de los polos la línea divisoria que había establecido el tratado de Tordesillas en 1494, con la vista puesta en las codiciadas islas Molucas. Hasta entonces, los mapas y las cartas de marear –manuscritos y únicos– permanecían bajo llave como secreto de Estado, y eran objeto de traiciones y espionajes.
La expansión de la imprenta estaba propiciando una industria floreciente y en el mapa de Martin Waldssemüller de comienzos del siglo XVI –cuyo único ejemplar conocido, perdido durante siglos, adquirió la Biblioteca del Congreso de EEUU en 2003 por diez millones de dólares después de una década de negociaciones– se utilizó por primera vez el término “América”. En cuanto al cielo, permanecía la concepción geocéntrica del universo de Ptolomeo; su Geographia, recuperada a través de Bizancio, fue una de las primeras obras impresas a gran escala –con bellas y fabulosas ediciones incunables, como la de Ulm en 1482– y sirvió de base para representar el cosmos.
Hijo de un zapatero –como lo fue también Mercator– y nacido en la localidad sajona de Leisnig en 1495, Peter Bienewitz, que latinizó su nombre como Petrus Apianus, llegó a Viena cuando partía la expedición de Magallanes. Se concentraban en su universidad los más prestigiosos expertos en matemáticas, astronomía, geografía y fabricación de instrumentos, las disciplinas que Apiano –como se le conoce en España– había estudiado en su ciudad natal y en Leipzig. En Viena publicó un mapa, Tipus Orbis Universalis (1520), una variación del planisferio de Waldssemüller, en el que utilizaba también la leyenda “América”.
Las pandemias, como sabemos, frustran cualquier horizonte y Apiano abandonó Viena en 1521 huyendo de la peste. Se trasladó a Ratisbona y posteriormente a Landshut, donde publicó, en 1524, la obra que habría de otorgarle fama y fortuna. Su Cosmographicus liber (la cosmografía era entonces una intersección entre la geografía y la astronomía) sentaba los principios generales de esta ciencia a partir de Ptolomeo. Ofrecía una tabla con las coordenadas de muchos lugares geográficos y una relación de los eclipses de luna que iban a producirse desde 1523 hasta 1570, especificando si eran totales o parciales y los días y horas a los que ocurrirían referidos al meridiano que pasa por Leisnig. Toda una guía para principiantes, a la vez que resultaba de utilidad en las navegaciones. Respondía a la creciente curiosidad tras la aventura de Magallanes y añadía un rico aparato ilustrativo y diversos e ingeniosos dispositivos móviles de su invención para establecer los cálculos, lo que otorgaba una nueva dimensión a la lectura.
Si Viena era la sede de los sabios y estudiosos, Amberes se había convertido en el centro mundial de la imprenta. Una segunda edición del libro, impresa en esta ciudad por primera vez en 1529, popularizó la obra e incorporó correcciones y anotaciones del matemático y geógrafo formado en la Universidad de Lovaina Gemma Frisius, entre ellas el método de triangulación geodésica para la descripción de un territorio. Maestro de Mercator –que dio al fin con la clave para la proyección cartográfica–, Frisius mantuvo estrecha relación con Carlos V, quien solía llamarle para charlar sobre cosmografía cuando se encontraba en Bruselas, aunque con el tiempo y dada la complejidad creciente de los cálculos del mundo, el emperador se refugió en los relojes. La edición amberina sustituyó la letra de estilo gótico utilizada desde los orígenes de Gutenberg por una tipografía romana mucho más clara que encarnaba el nuevo espíritu renacentista.
De la Cosmographia se conocen hasta 47 ediciones en distintas lenguas y los sabios –como en España Benito Arias Montano– poseían y valoraban una obra que conjugaba las aportaciones de Frisius con la belleza y originalidad de los instrumentos de Apiano. La Biblioteca Nacional de España custodia un ejemplar de la primera edición de Amberes (1529, signatura R/20617, disponible en la BDH), en latín. Contiene cinco esferas móviles, algunas deterioradas, pero en otra se conserva hasta el hilo que hacía girar el mecanismo. El ladrón –confeso– de mapas César Gómez Rivero sustrajo una página con una de estas esferas (folio XXXIIr), que fue devuelta por su abogado en Buenos Aires en octubre de 2007. El disco permite establecer las latitudes entre tres masas terrestres: Europa-África, Asia-India y una incipiente América. Entre otras joyas cartográficas, y además de los dos mapamundis insertos en sendas ediciones incunables de Ptolomeo impresas en Ulm, el ladrón uruguayo robó –y luego devolvió– un mapa del estrecho de Magallanes trazado en 1621 a raíz de la expedición de los Nodales [que ya hemos tratado en este blog]. A pesar de que el proceso judicial y la petición de extradición se cerraron, hay obras que no se han recuperado y Gómez Rivero sigue, al parecer, residiendo en una urbanización de lujo bonaerense.
Hoja de la Cosmographia de Apiano recuperada.
Hacia 1525 y gracias al mecenazgo del canciller bávaro Leonhard von Eck, Petrus Apianus se estableció definitivamente en Ingolstadt (al norte de Múnich), donde fundó su propia imprenta y publicó almanaques, libros sobre instrumentos astronómicos, sobre la fabricación de relojes de sol y un manual de aritmética en lengua vernácula para uso de los comerciantes. Su fama creció con el éxito editorial de la Cosmographia y, aunque se centró cada vez más en la imprenta, no abandonó sus investigaciones: en 1531 observó el paso de un cometa que 150 años después el astrónomo Edmund Halley bautizó con su nombre. Fue profesor de matemáticas de la Universidad de Ingolstadt, se casó y tuvo catorce hijos.
Los embajadores, de Hans Holbein (1533).
En uno de los más extraordinarios cuadros del Renacimiento, Los embajadores, pintado por Hans Holbein en 1533 (National Gallery, Londres), se retrata a dos diplomáticos franceses en vísperas de la trascendental decisión del rey inglés Enrique VIII de casarse con Ana Bolena y romper para siempre con la Iglesia Católica. En el centro de la composición, varios objetos representan las preocupaciones religiosas y políticas de la época, entre ellos –en el tablero inferior– un globo terráqueo con la circunnavegación de Magallanes y, abierto mediante una escuadra, el manual de Apiano sobre aritmética (Eyn newe unnd wohlgründte underweysung aller Kauffmanss Rechnung in dreyen büchern), una de las nuevas herramientas que, gracias a la imprenta, se ponían a disposición de la emergente burguesía.
Carlos V le distinguió con privilegios, honores y generosas contribuciones para su imprenta, por lo que Apiano quiso estar a la altura y acometió el libro de astronomía más extraordinario hasta entonces concebido. Si la Cosmographia tenía discos móviles de dos o tres capas de papel, en el nuevo proyecto tendrían hasta seis. Se podrían fijar las posiciones de todos los planetas cualquier día del año, las fases de la Luna o las fiestas del calendario litúrgico, todo ello con descripción de instrumentos, bellas letras capitulares y vistosos dibujos coloreados a mano en los que se mezclara la iconografía clásica con elementos fantásticos, especialmente dragones. Una obra para un César. En 1540 se publicó Astronomicum Caesareum, precedido de los escudos del emperador Carlos V y de su hermano Fernando I de Habsburgo; al final, el escudo de armas del propio Apiano. “Este libro suntuoso”, escribe María Carabias, “proporcionó una información cosmográfica similar a la de su Cosmographia, pero presentada de una manera más elaborada y más elegante”.
Petrus Apianus fue nombrado matemático de la corte, caballero del imperio y amasó una considerable fortuna. Sin embargo, solo tres años más tarde, en 1543, se publicó De revolutionibus orbium coelestiun, donde Nicolás Copérnico planteaba un giro radical con su modelo heliocéntrico. El universo de Ptolomeo, un sabio alejandrino del siglo II d.C., quedaba superado y el esfuerzo de Apiano en su bella representación constituía una empresa tan grandiosa como inútil. Años después, otro de los grandes astrónomos de la historia, Johannes Kepler, no pudo dejar de conmoverse ante su predecesor. En Astronomia nova (1609), donde desentrañó sus famosas tres leyes, nos legó la siguiente reflexión:
¡Oh, cuántas lágrimas podría yo derramar por la patética diligencia de Apiano quien, prestando crédito a Ptolomeo, perdió su valioso tiempo e inventiva en la construcción de espirales, curvas, hélices, vórtices y todo un laberinto de circunvoluciones, para representar aquello que solo existe en la imaginación y que la naturaleza toda se niega a aceptar como semejante a ella! Y, sin embargo, ese hombre nos mostró que, con su penetrante inteligencia, habría sido capaz de dominar la naturaleza.
[No podía elegir la Biblioteca Nacional una obra más adecuada para inaugurar sus exposiciones post-covid. Del Astronomicum –conocemos 35 ejemplares en todo el mundo– se hicieron en la imprenta de Apiano dos tiradas, una destinada a copias de presentación y otra de lujo. La BNE conserva un ejemplar de cada una, procedentes de la Biblioteca Real. La de lujo, encuadernada en piel marrón con hierros en seco (signatura R/1608), está dedicada al emperador en el verso de la portada y exquisitamente decorada. En una biblioteca deshabitada, casi fantasmal, esta muestra en torno al Astronomicum, con algunas otras piezas –como el libro de Copérnico– y paneles explicativos de los discos, puede visitarse del 9 de septiembre al 9 de enero de 2021, en la antesala del salón principal de lectura.]