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Mientras tantoPezuña Gorda y Tripa Loca

Pezuña Gorda y Tripa Loca


Caminando sobre un rompeolas en Long Island. Foto del autor.

Mi cuñada los vio arrastrándose por el suelo, cada uno a su manera, y les clavó esos apodos. Mis dos mellizos: uno cachetón y más calmado, el otro flaco y laberintoso.

Al parecer, según la doctora Robinson–una negra de metro ochenta que dirigió la cesárea–Pezuña Gorda se pasó los últimos meses del embarazo sentado sobre su hermano. A Tripa Loca lo sacaron primero. Vi cómo lo zarandeaban sobre las sábanas que cubrían el cuerpo anestesiado de su madre. Dos minutos después, Robinson levantó en el aire a ese recién nacido gelatinoso que mi cuñada bautizó como Pezuña Gorda.

Robinson me hizo una seña para que me acercara a la balanza. Ahí, mientras las enfermeras me hacían preguntas, decidí sus nombres: el segundo en nacer, el que se iba a llamar B se llamaría L, porque su cara me remitía a su abuelo materno. En cambio la boca y los ojos de Tripa Loca eran los de mi abuelo. Se llamaría B, como él. La enfermera escribió sus nombres en dos papeles con los títulos Baby 1 y Baby 2.

Así los llamaban las enfermeras del hospital durante las tardes del verano indio en que venían a enseñarle a mi esposa a dar leche o a examinarlos. Y solo se llamaron con esos nombres hasta que llegó mi cuñada, los vio y les clavó sus apodos.

Son tremendos los apodos.

Recuerdo la tarde en que Gustavo Iwasaki decidió –yo feliz e ignorante de lo que venía, apoyado contra la baranda del pabellón de la facultad–decirme frente a mis compañeros: «¿Y Chatín?». La frase venía de un comercial de cerveza e invocaba una situación de amigos. Como entre los peruanos es una virtud la fortaleza ante las burlas, pretendí que nada había cambiado, hice como que no sabía que Gustavo me estaba contagiando para siempre.

«Chatín» me gusta más que el apodo que me puso el tarado de Sandro Hernández en la academia pre universitaria. Éste, en poco más de dos meses, apodó a gran parte de la clase. A mí me llamó «Chavo» como el personaje mexicano. Mi apodo venía acompañado por un canto que imitaba a la Chilindrina: «Chavito, Chavito, Chavito». Otros apodos eran «Hoyitos», porque el chico trigueño, de anteojos y baja estatura se parecía al profesor Hoyos del curso de Revisión Matemática. Otro se llamó «Jagger» y otro, para siempre, «Balki» porque su cara se parecía al personaje de Perfect Strangers.

Tal vez el mejor apodo fue el de Fausto Bío: «Ungenio». Y si bien Fausto se parecía en algo al personaje de Condorito, el apodo incluía un tono de voz que denotaba exceso de baba y falta de inteligencia. Era obvio que él lo detestaba. Pero lo aceptó sin quejarse. Sospecho que por las mismas razones que yo acepté el mío: para que nadie se diera cuenta de cuánto me jodía.

Otro apodo acertado fue «Sin culo». Este compañero (cuyo nombre he olvidado) tenía el pelo lacio largo, los ojos claros y lánguidos. Era muy flaco y parecía no tener demasiado músculo más allá de la espalda. Su poto era una casualidad. En ese tiempo yo pensaba que Sin Culo también había aceptado el apodo con resignación. No sospechaba que estaba urdiendo una venganza. Una que se demoró pero que fue brutal.

Su plan requería que Sandro no sospechara. Que se sentara con nosotros sobre el pasto, en el pedazo del Campo de Marte donde siempre nos reuníamos, cruzando la calle desde la academia. Que empezara su rutina de decirnos Chavito, Hoyitos, Balki, Sin Culo, Ungenio Ta-ta-tá, y se riera como siempre–con su cara de hiena desnutrida– de sus propias ocurrencias. Que se siguiera sintiendo el rey de la colina.

Otro de los integrantes del círculo era Yuyo. Él se había presentado con ese apodo (pelo de yuyo, largo como el de Sin Culo pero ondulado). Era bastante callado. Nunca sonreía más de lo indispensable. Comía, escuchaba y nos miraba. Así había estado por algunas semanas, tomando su refrigerio, sin decir demasiado.

En la academia teníamos examenes entre diciembre y marzo. De nuestras notas dependía nuestra chance de ingresar a la Universidad sin examen de admisión. Un día después del último examen, tal vez a principios de marzo, una tarde en que Sandro todavía no había llegado, Sin Culo nos contó una historia.

Sin Culo dijo que Yuyo le pagaba mucho dinero a un profesor particular y que éste le había asegurado que sabía las respuestas del examen. Que todas las respuestas eran la letra A. Yuyo había obedecido, marcó todas las A y desaprobó muy mal. «Cuando lo vea lo voy a matar» dijo Yuyo, sentado al lado de Sin Culo. Y se rio de si mismo. Y nos reímos un poco todos.

Unos minutos después apareció Sandro, mejor vestido que otros días. Lo habíamos visto conversar en los recesos de esa mañana con Francesca, una chica de apellido italiano, de rostro hermoso, que se sentaba en la primera fila y con la que ninguno de nosotros había conversado. Tal vez por eso llegó tarde. Tal vez por eso empezó a disparar apodos y bromas apenas llegó al círculo. Entonces Sin Culo le dijo:

–Oe ¿sabes lo que hizo Yuyo? Su profe le dijo que había visto el examen y que marcara todas las As. Yuyo marcó todas las As y lo jalaron malazo ¿Puedes creerlo?

No recuerdo exactamenta la cara de Yuyo. Él estaba ahí con nosotros, en el círculo sobre el pasto, escuchando. Sí recuerdo la reacción de Sandro, su risa de hiena, su cuerpo agitándose, eléctrico. Llevaba una camisa de colores brillantes (¿nueva?) con la que lo habíamos visto durante la mañana (tal vez con mucha envidia) hablando en la academia con Francesca. Sandro se reía y se burlaba de Yuyo, como lo hacía siempre, esperando la risa de los otros: «Qué tarado, pero qué tarado» y miraba alrededor, esperando en qué momento nos empezábamos a reír con él.

Yuyo se levantó, lo agarró por la camisa, lo empujó contra el tronco de un árbol y empezó a molerlo a golpes. Todavía tengo grabado en la memoria el sonido de aquella golpiza. Era seco, constante, despiadado. Nadie intervino.

Por el rabillo del ojo llegué a ver a Francesca. Se disponía a cruzar hacia el parque, hacia nosotros, tal vez hacia Sandro. Miró la escena, se dio la vuelta, se metió a la academia.

Cuando Yuyo terminó de golpearlo, la risa de hiena ya no estaba. Sandro no intentó pararse. Lo que quedaba de él: el rostro moreteado, algo de sangre, la camisa hermosa hecha jirones.

Sentí que se había hecho justicia. Los que estábamos en el círculo regresamos a la academia en silencio.

Unas semanas después, todos dimos el examen de admisión. Algunos se quedaron afuera. Yo, con los puntos justos, ingresé a la universidad. No supe más de Sandro Hernández.

 

 

 

 

 

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