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Philip Guston, ‘Apocalypse Now’. Un pintor que se negó a embellecer las verdades aunque incomoden

Cuando Philip Guston cambió su estilo –el delicado impresionismo abstracto que lo hizo famoso– por el estilo caricaturesco y tosco que desarrolló a finales de la década de 1960, la mayor parte de su público se sorprendió y lo criticó abiertamente. Sin embargo, incluso en ese momento de cambio, algunas personas perspicaces entendieron que esa transformación no era una mera asimilación de la cultura popular. De hecho, el propio De Kooning hizo una observación muy aguda y exacta: “Se trata de la libertad”. Por tanto, la exposición de la Hauser & Wirth excluye las caricaturas políticas que Guston realizó durante la época en que Richard Nixon –que había sumido al país en una guerra genocida con Vietnam– se concentraba en una lucha más personal. Los cuadros de la exposición, con sus suelas, sus tapaderas de cubos de basura y sus capuchas del Ku Klux Klan –un tema retomado de las primeras obras de Guston, con una mayor orientación política, realizadas en la década de 1940–, adoptan un íntimo significado apocalíptico que fue tanto una respuesta al espíritu de la época como una expresión, tal vez, del comienzo del envejecimiento: Guston rondaba los cincuenta y cinco años cuando empezó a pintar de manera tan diferente. Al margen de cuál sea la causa de esa ruptura entre el estilo antiguo y el nuevo, el cambio fue permanente: siguió pintando esas toscas interpretaciones de temas nuevos y antiguos hasta que murió.

Hoy en día, con pintoras estadounidenses como Nicole Eisenman y Dana Schutz, que practican un estilo tosco que interpreta el tejido social de Estados Unidos de un modo desprovisto de adornos y casi consternado, las últimas obras de Guston parecen plenamente contemporáneas, a pesar de que han transcurrido dos generaciones desde que falleció. La exposición, considerada en conjunto, presenta un apocalipsis personal, donde los valores del arte son degradados a propósito, en consonancia con el pesimismo que Guston pudo haber sentido en el ámbito social y personal. El manejo de las imágenes no puede ser más rudo: los objetos son presentados con una notable pesadez, lo contrario a la delicada abstracción, llena de luz, por la que Guston era reconocido. En cuanto emblemas de una época muy tumultuosa, los cuadros no son tanto un punto de vista sobre el Zeitgeist como una encarnación de un periodo caracterizado por los cambios sociales que se estaban produciendo. Uno puede pintar a favor o en contra de su época, y Guston tomó la decisión de desarrollar una forma de trabajar que reflejaba las extravagancias sociales del momento: las consecuencias de la guerra de Vietnam, las luchas raciales y de género y las drogas psicodélicas, un puntal de la expansión de la consciencia. Aunque los cuadros expuestos no reflejan directamente estos temas, si transmiten al público de Guston el espíritu casi anárquico que movía las experimentaciones de la época.

Esto significa, entonces, que las obras que vemos presentan una vista de doble cara: por un lado, la que asiste a la agitación social de finales de los años sesenta y setenta; por el otro, las complejidades personales de un talentoso pintor que se aviene a aceptar la experiencia del momento. Uno ha de admirar la abrupta transformación del estilo de Guston, que orientó al espectador hacia una desaliñada realidad, manifestada en sus crudas imágenes, que aún hoy nos aturden con su transparente sinceridad. Pocas veces nos hemos encontrado con un enfoque tan desordenado, unido a un estilo caricaturesco que convertía su obra en un retablo proletario con temas tan desgarbados como su estilo: un muro de suelas de zapato, tapaderas de cubos de basura amontonadas, la imagen de un hombre con el atuendo del Ku Klux Klan en un estudio… Las derivadas alegóricas de esas obras son innegables y, sin embargo, es difícil saber cuáles podrían ser las implicaciones de un enfoque tan simbólico. Quizá podemos hablar del ambiente general de las obras expuestas, que evidencian una fuerza asociada a las energías vitales y la sensación de que nos encontramos al final del camino. Tears (Lágrimas, 1977) no podría tener un significado más autobiográfico: se compone de un hombre tendido en una cama –presumiblemente el propio Guston–, con unos ojos enormes y unas larguísimas pestañas. De sus ojos caen lágrimas sobre una colcha negra, y aunque no hay el menor indicio de sentimiento en la pintura, la imagen en sí acoge una melancolía innegable.

¿Cómo interpretamos una representación tan burda de la emoción? Tears, pintado en los términos más amplios posibles, plasma el sentimiento fundamental de la tristeza en una imagen memorable, aunque no refinada. Al negarse a refinar la imagen, esta se convierte en una expresión de dolor absoluto, con un estilo que expande la emoción y a la vez la embrutece. La clave de las pinturas es su tosquedad, y produce un efecto democratizador, un punto de vista acorde con el espíritu de la época. Al mismo tiempo, amplía el efecto del arte, de modo que contemplamos la obra –y la crudeza que la acompaña– a la luz de una monumentalidad que no creíamos posible con un estilo así. Estos no son tiempos de sutilezas, ni lo eran cuando Guston realizó estos cuadros. Medio siglo después, parece que en Estados Unidos hemos cerrado el círculo. El periodo de Trump, aterradoramente popular en Estados Unidos, y la sombra de sus secuelas están muy presentes en la mente de los estadounidenses, y esta exposición, con su vulgaridad deliberada, pero también con la honradez de su propósito, encaja muy bien con nuestra época actual. Por tanto, cuando vemos el tosco diseño de las obras de Guston, se convierte en un signo de los tiempos y en una efusión transparente cercana a la pena. Aunque la obra no evidencia un vínculo entre ambos, es obvio que el propio estilo es un referente que cierra la brecha entre unos sucesos casi revolucionarios y un punto de vista personal cuya oscuridad era manifiesta.

Dos cuadros, que presumiblemente muestran a Guston en la cama, hacen hincapié en el carácter personal del proyecto que emprendió en este periodo. En Pittore (Pintor, 1973) lo vemos en la cama; la cabeza ocupa la parte izquierda del cuadro, y sostiene un cigarrillo en la boca. Una manta con pliegues cubre su cuerpo hasta el cuello; al fondo, un reloj marca las 11.00 horas. Debajo de la cama vemos material artístico: lo que parece una barra de carboncillo y varios pigmentos de colores. En la parte derecha aparece la palabra pittore, o pintor. Parecería la imagen de un descanso, pero tiene el ojo abierto. ¿Qué significa el reloj? ¿Se refiere a una invasión del tiempo? Este cuadro aparentemente simple plantea muchas preguntas. En él, Guston nos señala su profesión, pero el reloj sigue marcando las horas, haciéndonos conscientes, a él y a nosotros, de la mortalidad. Está en la cama, pero despierto y fumando, actividades que lo colocan en el reino de los vivos, no en la tierra de los muertos. En general, es una imagen de autoafirmación, a pesar de las inferencias temporales. En Sleeping (Durmiendo, 1977), vemos a un hombre –de nuevo, presumiblemente Guston–, con el cabello cano y despeinado, debajo de una manta roja arrugada, con unos zapatos de suela gruesa que se convirtieron en un sello distintivo del estilo de su última etapa. Solo le vemos la oreja y la parte superior del rostro; su ojo izquierdo descansa cerrado. Es el retrato de un auténtico reposo, con un tratamiento lírico del sueño. Esta es, probablemente, una de las obras más accesibles y menos simbólicas de la exposición.

Back View II (Vista trasera II, 1978) es una colección de escudos pintados principalmente de color rojo y rosa. Los escudos, que se parecen mucho a las tapaderas de los cubos de basura, están agrupados en defensa cerrada. Se ven unas manos y una coronilla negra en el extremo superior de la imagen. Lo primero que podría venirle a la cabeza a un estadounidense de hoy es un grupo de policías unido para reducir a unos manifestantes violentos. O, al mismo tiempo, podría ser un símbolo de las defensas de una persona: un muro que defiende a alguien de un ataque psicológico. Esta doble interpretación es un resultado inevitable del método de Guston, es decir, del uso alegórico de una amplia imaginería que permite varias lecturas. En el arte contemporáneo, el empleo del simbolismo, o de múltiples significados, puede estar plagado de confusión y duda. Puesto que debemos mantenernos abiertos a las diversas insinuaciones de estos cuadros, sus puntos fuertes actúan de forma indirecta, y no por medio de una definición clara. Además, en esta obra, el propio Guston tiene la clave del significado de las pinturas, lo que nos coloca en la débil posición de tener que adivinar su sentido. En realidad, la aclaración general del simbolismo ha sido problemática desde la pérdida de unos valores culturales o religiosos compartidos. Ya no estamos de acuerdo en qué significa cualquier cosa, lo que va en detrimento de nuestro acuerdo respecto al valor de lo que vemos. En el caso de estas pinturas, la implicación indirecta prima sobre el enunciado directo. Fueron concebidas para ser interpretadas como alegorías de un hombre que entra en la mediana edad, pero su incomodidad se expresa de forma indirecta. El reloj de Back View II confiere a la imagen del hombre durmiente el significado de una vida limitada. Así, los simples objetos adquieren un notable sentido en el arte de Guston.

Las complejidades de la aparente doble postura de Guston en este conjunto de obras sirven como advertencia: estamos destinados a afrontar la responsabilidad de una cultura gravemente equivocada en sus políticas públicas, así como los problemas y las tribulaciones tácitas de un artista que inicia el último periodo de su vida. ¿Qué se puede hacer frente a una responsabilidad, tanto personal como pública, que exige una respuesta inteligente y profunda? Gracias a Pittore, sabemos que la vocación del artista es una actividad destacable: Guston, que adoraba a Piero della Francesca, emplea la palabra italiana como vínculo con la elevada profesión de artista. Tal vez baste con el acto de pintar, por sí solo, para compensar las dificultades de la vida contemporánea; aunque, con la democratización del arte en Estados Unidos, hay un número suficiente de artistas como para desdibujar la profesión. En cualquier caso, para Guston, la propia actividad artística parece ser una ocupación y una metáfora: recordemos que él abandonó un estilo perfectamente aceptado, en consonancia con los principales pintores del expresionismo abstracto que lo precedieron, por un modo de trabajar que, adrede, alejaba a su público de la comodidad de la belleza. En este sentido, es importante hablar de la belleza, porque el estilo anterior de Guston la abrazaba, para luego rechazarla en aras de una sinceridad acorde con la violencia de la época. La delicadeza de su obra abstracta se basaba en el refinamiento de las marcas situadas en el centro de la amplia superficie de papel blanco. Su trabajo coincidió, sorprendentemente, con la extinción del arte audaz, y a veces extravagante, de la primera generación de pintores líricos abstractos. Sin embargo, las alteraciones estilísticas iniciadas a finales de la década de 1960 se convirtieron en una apertura, en una oportunidad, para un modo de ver la experiencia acorde con su tenebrosa resaca. Como ya he escrito, los pintores actuales ven a Guston como precursor de una franqueza que evitaba la sutileza en aras de una confrontación sincera con los sucesos y con el yo.

A la luz de ese cambio, la actividad pictórica, por deslocalizada o vulgar que sea, se presenta como una salida de la confusión, incluso de la desesperación. Vivimos una época de hiperpolitización, al menos en Estados Unidos, en la que solo hay una respuesta correcta para cualquier postura social que se adopte. Sin embargo, el acto del arte, cada vez más democratizado, cobra cada vez más importancia como modo de resistencia frente a la creciente invariabilidad de la vida en todo el mundo. Ese enfoque plantea algunos problemas: las bellas artes se han convertido en un fetiche y, si acudimos a las ferias de arte, con sus marcadores y sus decenas de casetas, no encontramos mucho que admirar. Parece que hemos agotado los estilos que tanto llegaron a significar para nosotros, lo que nos empuja hacia el arte identitario, donde los atributos del artista prevalecen sobre la obra. Esto es problemático en el sentido de que el arte se convierte en una proyección de la experiencia personal, a expensas de la pintura. En The Studio (El estudio, 1969), Guston ofrece lo que debe de ser un autorretrato, en el que aparece vestido con el atuendo del Ku Klux Klan, fumando un cigarrillo mientras se autorretrata en un estudio de color rosa rojizo. Al frente de la pintura, vemos una gran lata llena de pinceles y una paleta de color rojo claro. Se puede ver un reloj junto a una ventana que se abre al cielo azul, sobre la cual se cierne una sombra verde. La escena puede ser una visión del estado mental de Guston en ese momento, pero también es una alusión deliberada a su trabajo de décadas atrás, cuando el Klan era una verdadera presencia racista en la sociedad.

La escena podría ser perfectamente una representación típica de un artista que trabaja en su estudio, si no fuera por el uniforme con capucha que viste la figura. Este uniforme fecha la pieza en una época de racismo desenfrenado. Sin embargo, desde el punto de vista de nuestra época actual, esas preocupaciones resultan inquietantemente similares. El racismo estadounidense no va a desaparecer sin más, y es necesario enfrentarse a ello. El empleo que hace Guston del Ku Klux Klan es un poco extraño, ya que suponemos que la persona que pinta es el propio artista. ¿Por qué se implica en una imagen tan provocadora? Puede haber dos razones: la primera es que, con ello, Guston lleva las dificultades del racismo a la vida contemporánea –algo en lo que sin duda habrán reparado los seguidores del movimiento ‘Black Lives Matter’, tan recientemente activo aquí–; también se incluye a sí mismo como parte del problema, y les pide a sus espectadores que, como él, asuman la responsabilidad ante una incurable actitud prejuiciosa. Y, sin embargo, lo que tenemos, al fin y al cabo, es una persona que trabaja de pintor y realiza un autorretrato, uno de los géneros más venerables de la disciplina artística. De modo que esto es arte sobre arte, pero sin ser autoconclusivo, en el sentido de que sus temas también incorporan preocupaciones sociales externas. Si Guston hace hincapié en la pintura como una actividad primordial, también está abordando unas costumbres que siguen siendo profundamente problemáticas y que atacan el corazón de la vida estadounidense. Por esta razón, es probable que sus últimas obras vuelvan a ser muy populares. No buscamos un momento de trascendencia estética, sino que estamos decididos a establecer una cultura democratizada, donde el sufrimiento de los pobres y las minorías sean elevados como temas.

No se puede hacer gran cosa para transformar la exposición de Guston en algo bello o visionario. Presenta la experiencia tal como la vivimos la mayoría de nosotros: de forma cruda y azarosa, dejados a merced de unas fuerzas que escapan a nuestro control. No se puede hacer nada para arreglar nuestra experiencia, y no se está haciendo lo suficiente para erradicar los prejuicios. Guston nos deja claro que nuestras preocupaciones son tanto personales como públicas, y que existe una fuerte conexión entre ambas. Sus cuadros ofrecen poco consuelo, al preferir transmitir un realismo difícil, concebido para subrayar el severo realismo que subyace a nuestro tiempo. No parece haber una respuesta que nos ayude a ir más allá de nuestro dilema: las cosas siguen igual, y Guston hace hincapié en lo severo y lo difícil. Parece que la única forma de salir de nuestra situación es la búsqueda del arte, al margen de lo irracionales que puedan ser los resultados. Pero ese es el quid de la cuestión: vivimos unos tiempos irracionales. Por tanto, el inquietante pero muy sincero tratamiento de Guston de la vida, de la suya y de la sociedad estadounidense, se destaca por su enfoque directo de cosas que probablemente no queremos reconocer: el envejecimiento, la lucha social e incluso la degradación del estilo en algo crudo y común. Puesto que Guston podía pintar de la manera más delicada, no podemos decir que fuese una falta de destreza lo que lo obligó al estilo de estas obras. Fue, en cambio, una decisión consciente, destinada a sorprender a los estetas que querían que siguiera ofreciendo algo cercano al arte decorativo. Por último, es una cuestión de sinceridad, y eso es lo que quiere la actual generación de artistas y espectadores. Sin ella, el arte se convierte en algo moribundo, en un ejercicio insípido de estética artificial. Pero Guston tuvo la valentía de afrontar las realidades de su vida tal como eran, no hace mucho tiempo. Es lógico, por tanto, que hoy volvamos a interesarnos mucho por un pintor que se negó a embellecer las verdades tal como él conocía, por mucho que nos pudieran incomodar.

 

Traducción: Verónica Puertollano

Original text in English
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