Philip VI

 

Philip parece un tío enrollado, alto, exquisito, con la suficiente planta como para estar en un yate con treinta tías en biquini y bebiendo a morro de la botella si no fuera porque es Rey y al Rey hoy le toca currar. Para llegar a ver a Philip hay que salir casi tres horas antes de casa y adentrarse por los peores recovecos y atajos de las carreteras secundarias libanesas, testigo mudo de unas matanzas sectarias que, al menos, te llenan 15 años de historia si no tienes nada mejor que ofrecerle al mundo desde que los fenicios echaron unas tablas al mar y se pusieron a remar.

 

El taxista se congratula, con esa sonrisa típica de los analfabetos felices que no miden los riesgos, de que el ejército no nos haya disparado al saltarnos un control. Corre en contra dirección por el monte hasta que finalmente varios gordos con walkie-talkie le obligan a detenerse en un parking. Si en los 80 solo te hubiesen bajado del coche para pegarte un tiro ahora, que vivimos en un oasis de coexistencia y armonía según dicen los expertos que leen discursos en Beirut, hay un chofer preparado para conducir al ilustre público a la recepción oficial. Ilustre como quien dice propenso a la alcoholización.

 

En el palacio se respira, al fin, un primaveral soplo de belleza y cortesía. El equipo de seguridad de Philip y de la embajada reduce considerablemente la media de obesidad de la sociedad española a la par que eleva su altura y salvaje magnetismo animal. Un hombre trajeado, no se sabe si de servicio o en condición de espontáneo consumidor de pornografía, se brinda a sujetar mi copa mientras expulso la real orina en una caseta del jardín. Afuera se escucha el trasiego de las ametralladoras siendo transportadas hasta el tejado, ocultas entre los setos, floreciendo por doquier.

 

Españoles auténticos, los que hemos crecido con Espinete , un bote de Nocilla y la conciencia íntima de que el nuestro es un país de mierda, somos pocos; el resto de pasaportes se compraron en alguna feria o en un braguetazo bien dado. Son más de las seis de la tarde cuando finalmente el cielo de Beirut , libre de drones judíos y de aviones esquivando el espacio aéreo sirio, contempla como se abren las puertas del espléndido palacio otomano para que él, el Rey, se dirija a sus más entregados fans: monjas, señoras con faja, militares, guardias civiles, periodistas, diplomáticos, cocineras filipinas y libanesas de media transparente brillante. Mucho vicio, mucha automedicación entre los súbditos que han venido a dejarse rociar por el mensaje de cariño de Philip.

 

El Rey califica la reunión de ocasión especial, ignorando que los invitados más curtidos estamos bien acostumbrados a que nos echen a patadas de la embajada cuando ya no queda nada más que beber, y afirma su deseo de mostrar toda su solidaridad con el soldado español que, en lenguaje diplomático, “perdió la vida” a finales de enero en el sur. A su lado Peter Morenés y nuestro Manolo Durán ejerciendo de anfitrión. A mí Morenés, -¿para cuándo una campaña de alta costura para él?-, me pega más que Gorbachov en el coche, con la maleta de Louis Vuitton, bajando de los helicópteros, quitándose las gafas de sol y limpiándose el polvo de Afganistán de los hombros. A tiempo de que le hagan todavía un buen “book”, observa como Philip, ya descendido a la tierra desde la tarima, es asaltado por una horda de libaneses armados con varios móviles y unas cuantas bragas en cada mano. Al final los fenicios son mil veces más listos que nosotros; ahí están engañando, de nuevo, al cliente, asegurándole que llevaban años esperándolo. A una señora con pañuelo su religión sí que le permite esta vez toquetear a Philip, seguro que la tía es chiita, que los chiitas son muy de inventarse leyes nuevas cuando les conviene, mientras otra rubia de garras afiladas y estiramientos faciales hasta el cerebelo le mete un codazo al escolta y lanza miradas asesinas a su alrededor para que la dejen fotografiarse sola con el Rey.

 

Philip, paciente, saluda a todo el mundo antes de que las pesadas puertas del palacio se cierren tras él y en mi soledad piense que, ahora sí, Beirut ya solo me debe una buena evacuación.

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