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Picotazos en San Francisco

 

El Hi-San Francisco Hostel está en el número 312 de la calle Mason. Es un edificio antiguo como la mayoría de construcciones del downtown, adornado con una escalera para incendios prendida de la fachada. Es un sitio decente, como diría mi madre, y una cama dentro de un cuarto compartido con otras tres personas cuesta 45 dólares por noche. Desde allí salí caminando rumbo a North Beach, el barrio italiano, en busca de un lugar sagrado.

 

Crucé la plaza Union Square, vi todos los grandes almacenes del centro y chicas lindas con sombreros y gafas oscuras balanceando las fundas de compras en ambas manos, los brazos estirados como si fueran andando sobre el borde de una eterna tarjeta de crédito, apoyadas en los tacones de sus zapatos nuevos. La gente suele decir que esa parte de San Francisco se parece a Nueva York, pero claro, esa suele ser gente que sólo ha ido a Nueva York de compras.  

 

Tomé la Avenida Grand y atravesé el barrio chino más antiguo de Norteamérica montado en sus veredas. El olor a frituras mariscos crudos especias y algo, no se qué, tirado en el piso, pudriéndose. El olor a ropa húmeda detergente agua caliente que te abre el apetito y al mismo tiempo te provoca náuseas. Los caracteres chinos escritos en neón iluminando el retrato de un plato de fideos en la carta de los restaurantes. Los dos siglos de barrio chino que existen en San Francisco y las extremidades de sus 100.000 almas asiáticas. Sostenes camisas calzoncillos húmedos flameando en las ventanas. Una profecía de la ciencia ficción y las revistas de economía: llegará el día en que el mundo sea un gran barrio chino y tú te llames 费尔南多/ 2046.

 

Entre las calles Pacific y Broadway, colgado al borde de Chinatown, está el callejón Jack Kerouac, nombrado en honor al autor de la novela En el camino. Decía Kerouac que escribió ese libro en tres semanas después de haber viajado siete años por los caminos de los Estados Unidos, de este a oeste, hasta esta ciudad. Viajaba por tierra, en el mejor de los casos en el auto del buda de los vagabundos, Neal Cassady (Dean Moriarty en la novela), pero también a dedo, en el balde de un camión, trepado en un frasco de anfetaminas o caminando sobre brasas de marihuana. Con la publicación de ese libro, en 1957, Kerouac anunció la existencia de la generación beat, una tribu de artistas que buscaba iluminarse a través de la creación, cuya falta de principios terminó siendo la moral de los 60’s.

 

Leer En el camino me trajo hasta aquí. Hay libros que te dan ganas de llamar al tipo que los escribió para invitarle un trago; libros que te dan ganas de escribir; pero los mejores, los imprescindibles, te dan ganas de salir de tu casa. Parado en ese callejón tenía la sensación de que algo cambiaría dentro de mí y me haría mejor por el simple hecho de haber llegado. Sitios así te hablan, te dicen cosas. Por lo menos el callejón Jack Kerouac lo hace. A lo largo del camino adoquinado –unos 60 metros– hay frases escritas con letras doradas sobre las piedras. La de Kerouac está escrita dentro de un círculo con palabras que se doblan hacia adentro. El aire era suave, las estrellas hermosas, la promesa de cada callejón empedrado grandiosa…  

 

Al otro lado de ese callejón empedrado, es decir, a este lado de las palabras doradas, sobre la avenida Columbus del barrio italiano, está la librería City Lights, el sitio donde Kerouac y otros ilustres inconvenientes sociales como el poeta Allen Ginsberg y el alucinador de profesión William S. Burroughs leían en voz alta. Su público, jóvenes que volvieron de la Segunda Guerra Mundial con recuerdos adultos, y jóvenes aún más jóvenes que durante el verano del amor modelo ’67 pelearían por no pelear en Vietnam, los escuchaban y creían –lo creían en serio– que el mundo estaba cambiando, que podía cambiar, que era posible vivir entre dos versos, uno arriba y otro abajo.

 

City Lights acaba de cumplir 60 años y la sensación térmica de sus corredores es la de un laberinto hecho con muros de páginas. No tiene cafetería, baños para los clientes o zona de wifi gratis como las grandes cadenas, no es un sitio nice, pero tiene alma, personalidad, espíritu, y entre los ciudadanos de esa pequeña república, que se extiende desde el sótano donde están los títulos de música, ciencia ficción y policiales, hasta la planta alta dedicada a lo beat, existe un complot: comprar libros en una librería y no en Amazon se ha convertido en un acto casi, casi, subversivo. Recordemos la profecía de La broma infinita –la novela de David Foster Wallace en la que también se podría vivir, ¿cuánta gente cabe en 1.200 páginas y 388 pies de página?–, Norteamérica, desde México hasta Canadá, será controlada por multinacionales que le cambiarán el nombre a los años.

 

Llegará el día, antes del barrio chino universal, en que los policías de Facebook patrullen las mesas de los ristorantes en North Beach, arrestando a quien abandone el chat durante más de cinco minutos porque tiene un ravioli okupa en la tráquea. Y lo único que espero es que el Vesuvio Cafe, el bar que está junto a City Lights, donde los beats tenían su after party cósmico, siga ahí, a pocos pasos del pequeño museo que les rinde honores en la calle Broadway. Llegué al Vesuvio al final del día, me senté a la barra, pedí una cerveza y me puse a tomar apuntes con la sensación de que cada frase sería especial. Dicen que desde aquí llamaba Kerouac a Henrry Miller una noche, mientras se emborrachaba, para decirle que llegaría tarde a un encuentro al que finalmente nunca llegó. No me consta, pero en una de las paredes hay un pedazo de historia irrefutable, una foto en la que aparecen Allen Ginsberg y el joven Bob Dylan. La foto fue tomada en 1965, cuando Dylan trabajaba en Blonde On Blonde, el primer álbum doble de la historia del rock; los dos están parados en el callejón que me condujo hasta aquí. Este es un lugar sagrado.    

 

 

*     *     *

 

Al día siguiente desperté cerca del techo, acostado en la planta alta de una litera. Julian, el joven alemán hospedado en la planta baja de mi colchón, ya estaba vestido, bañado, peinado, desayunado, y como si eso fuera poco tenía en su mano un iPhone en el que miraba datos que luego –eso fue lo que me pareció– anotaba en un mapa, el mismo mapa que me habían dado en la recepción del hostel y que yo ni siquiera había visto todavía.

 

Julian llevaba dos o tres días en la ciudad y ya había visitado todas las paradas turísticas de rigor: el embarcadero, el mirador de la torre Coit, el lobby del edificio Pyramid, el sendero de flores de la calle Lombard, y hasta había cruzado el puente Golden Gate en bicicleta sólo para cumplir con la tradición de regresar a la bahía en ferry. Le faltaba Haight-Ashbury, el distrito hippie, que era precisamente mi segundo lugar a visitar en orden de importancia histórica y búsqueda de la iluminación. Y fue así como puse esa parte de mi futuro inmediato en manos de un alemán de 19 años.

 

Julian actuaba como si fuera mi padre y aquello me producía una tranquilidad latinoamericana. Ya sabía qué bus tomar, en cuánto tiempo llegaría a la parada y dónde bajaríamos para caminar hacia el parque Golden Gate, otro de sus asuntos pendientes. Antes de que llegara el bus me hizo a un lado y me dijo en voz baja: cuando subas te van a dar un boleto, se supone que solo sirve durante unas horas, pero puedes usarlo todo el día, nadie lo chequea. Me lo dijo con una sonrisa llena de dientes y malicia. Este detalle lo tenía fascinado, el boleto del bus era la prueba de un crimen perfecto y estimulaba sus sentidos como un papelito de LSD.

 

Haight-Ashbury es realmente Haight, una calle larga de edificios bajos que llega hasta el parque antes mencionado, adornada con murales asidos al verano del amor: fantasías inanimadas que te dan la sensación de haber llegado 40 años tarde y con la ropa equivocada. De lado a lado hay negocios extraños como Loved to Death: creepy little things, donde puedes comprar el esqueleto de un hombrecito de dos cabezas, el inmenso corazón de un cerdo conservado en un frasco (recomendado por la casa como regalo de San Valentín), herramientas que lo mismo pudieron haberle pertenecido a un dentista del siglo XIX que a Jack El Destripador, o el cráneo de un cuervo fundido en chocolate blanco de Bélgica.

 

Julian y yo entramos a un lugar más convencional, una tienda de instrumentos musicales. Me dediqué a tocar guitarras que jamás podré comprar, él buscó una con cuerdas de nailon, la colocó sobre su muslo y empezó a tocar una pieza clásica como jugándose la vida. Sus dedos remontaban los tendones de nailon con maestría y daban la impresión de pertenecerle a la guitarra, no a sus manos. Wow, Julian, eso suena realmente bien, le dije. ¿Te gusta la música clásica? En cuanto ese último signo de interrogación se desenganchó de mis encías supe que había preguntado una estupidez, pero incluso las estupideces provocan confesiones. No, la odio. Nunca escucho música clásica, la odio, pero es lo único que puedo tocar, me respondió, y en su rostro, indiferente a la música, vi una maldición.  

 

Me despedí de Julian en el parque Golden Gate, él tenía que tomar un bus de regreso al hostel, recoger sus cosas para luego ir a la estación de trenes y seguir su camino; tenía todo cronometrado, incluso unos minutos de gracia, y mientras caminaba al ritmo de su vida sin sobresaltos yo pensaba este chico lo pasará mal en el barrio chino universal, ojalá no lo pongan a tocar Chopin en un restaurante como guarnición para las uñas de cangrejo. Celebré esa pequeña tragedia que significaba perder mi brújula alemana sentándome en el parque a hacer nada. Los niños jugaban seguros de que sus mamás habrían olvidado a estas alturas la percepción del tiempo; los oficinistas en mangas remangadas comían ensalada mientras sus colegas en faldas comían agua y nada más que agua; y los hippies de este siglo, de aspecto punk-post-guerra-nuclear, irremediablemente acompañados por una patineta y un perro, me miraban: los dedos sosteniendo un cigarrillo invisible y los labios empinados, besando a un pescado en llamas.  

 

Al final de ese día regresé al hostel caminando por la calle Market, que nace al norte, en el embarcadero de la bahía, y cruza la ciudad entera cambiando de nombres y curvas mientras llega al sur. A medida que la luz del sol bajaba la guardia, cerca de las ocho de la noche como acostumbra en verano, las puertas de los negocios se iban cerrando y en las aceras sólo quedaba gente quemada, mendigos pasándose de mano en mano botellas de licor guardadas en fundas de papel, miradas desconectadas de las mentes que una vez las dirigieron, manos intercambiando funditas y billetes y monedas, frases sin sentido sujetas a la libre traducción de los narcóticos; gente que se fue y no volverá. Siempre me he preguntado cómo será ese lugar que sin ser la muerte no te permite regresar a este lado de los vicios.

 

Esa noche, de regreso en las alturas de mi litera, el Aullido de Allen Ginsberg sonó en mi interior con la presencia de un trueno. He visto los mejores cerebros de mi generación destruidos por la locura, famélicos, histéricos, desnudos, arrastrándose de madrugada por las calles de los negros en busca de un colérico picotazo… Por la ventana de la habitación entraban las voces de los negros vagabundos de la calle Market, desafiando a Dios, cantando, riendo a carcajadas psicóticas, en busca de un colérico picotazo…   

 

 

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Una chica llamada Diana Wang me puso una mano en la cabeza, otra en la espalda y me dijo que todos los males del cuerpo pueden ser curados con la mente. Diana se graduó en la escuela de economía de la universidad de Yale, en New Haven, Connecticut, una de las más prestigiosas del mundo, pero abandonó una prometedora carrera en el mundo de las finanzas para mudarse a San Francisco y dedicarle todo su capital energético a algo llamado terapia craneosacral.  

 

Según la teoría craneosacral, nuestro cuerpo segrega un ritmo interno que se manifiesta a través de la respiración y si logramos controlar esa pulsación de oxígeno, decirle cuándo y cómo, seremos capaces de controlar el funcionamiento de nuestro organismo. Diana Wang me lo dijo a gritos en la barra del Zeitgeist, un bar cervecero en el que decidí pasar mi última noche en San Francisco. Sonaba bastante convencida, sus ojos rasgados se abrían de forma imposible y sus palabras olían a trago sobre estómago vacío.

 

Diana Wang me contó que trabajaba como terapista dando masajes en un centro de medicina alternativa, y cada vez que decía masajes me apretaba el hombro y hundía sus dedos en mi cabeza presionando con las yemas cinco partes distintas de mi cráneo sacro. ¿Podía el secreto de la vida eterna estar en la boca de una chica asiática en un bar de San Francisco? La misma chica me dijo que no podía creer que un país como Ecuador tuviera los recursos para enviar un periodista a los Estados Unidos, de hecho, no podía creer que en el Ecuador existieran periódicos y revistas. Supongo que eso le resta credibilidad o pone en evidencia la exquisitez de sus preocupaciones.  

 

De todo el conocimiento que la doctora Wang trataba de meterme a la fuerza y que yo bajaba con cerveza hay algo en lo que he creído siempre: la importancia del ritmo. Esa tarde había alquilado una bicicleta y subí a fuerza de pedal la colina que lleva al puente Golden Gate, la postal favorita de San Francisco. Mientras tomaba distancia de la ciudad y la veía desde arriba, tomaba distancia del viaje, del momento, podía entender y derrochar la fortuna de estar en un lugar donde nunca antes había estado.

 

Antes de cruzar el puente escogí un disco en el iPod, me puse los audífonos y aplasté el botón. La música se despertó pero yo no podía oírla. El ruido de los autos que cruzaban el puente, las llantas tocando el acero como tambores, la danza nerviosa de un millón de remaches y los gritos de la gente a mi alrededor cubrían por completo la música que colgaba de mis oídos. Lo único que pude escuchar fue el comienzo de una estrofa y antes de que desapareciera uní mi voz a ella para no perderla. Tenía que cantar alto y fuerte. Tenía que gritar. Crucé el puente gritando con el ruido del mundo como coartada. La música se escondió detrás de mi voz, en el sótano de mi aullido. Por fin estaba yendo a mi propio ritmo.

 

 

 

 

Juan Fernando Andrade es editor adjunto de la revista Mundo Diners en Ecuador y colabora con varios medios dentro y fuera de su país. Autor de la novela Hablas Demasiado (Alfaguara) y guionista de la película Pescador, basada en una de sus crónicas. En FronteraD ha publicado Zelig y Woody Allen: la crisis de identidad y su relación con los trastornos de personalidadClase magistral de periodismo con Billy Wilder. Escribe el blog La Cultura B

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