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Pie de moro

 

La cultura mudéjar tiene pocos años: algo más de siglo y medio. Fue Amador de los Ríos quien, a mediados del XIX, propuso el término en su discurso de ingreso en la Academia de Bellas Artes. Mudéjar, del árabe mudayyan, quiere decir aquel a quien se ha permitido quedarse. Como toda innovación, el vocablo fue duramente criticado. Los polemistas aducían que una manifestación artística debía nominarse por sus características formales o estéticas y no por la condición de sus protagonistas (hoy, sin embargo, a nadie que viva en el entorno cultural extrañará la licencia). Todavía en los años treinta del siglo pasado, el marqués de Lozoya, ese pilar eximio de la cultura franquista (si ambos términos no constituyen un oxímoron), quería imponer el genérico morisco en todos los casos, aunque este es el musulmán convertido forzosamente al cristianismo, mientras al mudéjar se le dejaba seguir practicando su religión y ser fiel a su lengua y a sus costumbres.

 

No fue, de cualquier forma, una expresión boyante, siempre bajo el voluble yugo cristiano, pero con el paso de los años –y su relativamente reciente bautismo– hemos podido ir desentrañando su devenir. Los mudéjares se organizaban en aljamas, con mayor o menor autonomía dependiendo de las condiciones de la rendición, de la permisividad del resto de la población o de las necesidades financieras de las autoridades locales (más o menos como ahora). En un mapa de España se observa diseminada la presencia mudéjar como si se hubieran esparcido unas simientes. Destaca sobre en el valle del Ebro, de Tarazona a Teruel, pero también en Casilla la Vieja y alrededor de Madrid, en línea recta hasta Toledo. En buena parte de Andalucía y en el sur de Portugal hay ejemplos notables.

 

Son emblemáticas las torres de Teruel o las edificaciones de Cuéllar (que cuenta con un Centro de Interpretación), pero los musulmanes consentidos florecieron gracias a sus técnicas y a los materiales empleados: ladrillos, yeserías, cerámicas, gofrados, curtidos, a falta de papel más relevante en la sociedad (era el espacio en el que se les permitía vivir). Una exposición en la Biblioteca Nacional indaga en una de estas técnicas, la encuadernación, y supone, en estos tiempos de reiteraciones y escaparatismo cultural, una verdadera aportación (y hasta una proclama política). Dos buenos profesionales que aman su oficio, Antonio Carpallo y Arsenio Sánchez (y dedican su exposición “a los artesanos mudéjares”), nos descubren cómo se desarrollaron en  las cubiertas de los libros las más audaces lacerías y las más perfectas geometrías, herederas no solo de los árabes sino de otras culturas mediterráneas. Además del decorativo, los comisarios inciden en otro aspecto relevante y hasta ahora apenas considerado, el estructural, analizando cosidos, cabezadas y refuerzos.

 

Las encuadernaciones mudéjares se impusieron de forma natural, por su superioridad técnica y artística, y lo más sorprendente es que la manida España de las tres culturas existió realmente en torno a esta precaria industria. Es extraordinariamente difícil encontrar manuscritos islámicos con cubierta mudéjar, mientras que tenemos huella cierta de la participación de artesanos judíos y testimonios cristianos de su preferencia por estas encuadernaciones sobre las que venían del norte europeo. El mudéjar es un estilo propio que nace en el siglo XIII, se impone en los dos siglos siguientes y se extiende a otros países. Los artesanos seguirán usando los materiales medievales (tapas de madera, cosido sobre nervios y el pergamino) pero irán incorporando nuevos materiales propios de los árabes (como el papelón, elaborado a base de hojas inservibles y recortes pegados entre sí, los cueros curtidos denominados cordobanes y el papel como soporte de la escritura).

 

Con la llegada de la imprenta y, sobre todo, su expansión en el siglo XVI, las encuadernaciones mudéjares se fueron aligerando y perdieron parte de sus atributos. La industria imponía nuevos materiales y un proceso de encuadernado más rápido y sencillo para atender a la creciente demanda. Pero no por ello dejaron de ser valoradas las encuadernaciones que a partir de entonces se conocieron como de/en pie de moro (que no era una denominación peyorativa sino descriptiva, como se usaba para los versos pie quebrado). Un libro heredado por Carlos V de su madre e inventariado en Simancas a mediados del siglo XVI se particulariza con ese detalle; una venta en Salamanca por los mismos años también especifica así el estilo de las cubiertas de tres ejemplares, y fray Luis de León, en 1575, cuando pide desde la cárcel varios libros para articular su defensa, escribe: “Las obras de san Hilario. Están en la misma parte. Es un libro de pliego en tablas y de pie de moro a lo que creo”.

 

Las encuadernaciones mudéjares, con la concurrencia de los musulmanes, judíos y cristianos de los reinos de la península ibérica, lograron que el libro dejara de ser un objeto grandioso, pesado y distante, que necesariamente había que desplegar encima de una mesa, para ser más ágil, cercano y llevadero. Si la imprenta supuso su declive y nostalgia, las bibliotecas digitales en ocasiones ni siquiera recogen imágenes de estas cubiertas, con lo que se perderá para siempre un legado que tanto tiene que aportarnos en estos tiempos en los que cunde el sentimiento de que, de momento, nos han permitido quedarnos. Urge un manifiesto mudéjar.

 

 Misal de Toledo del siglo XV, una de las más bellas encuadernaciones mudéjares.

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