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Piedad Isla o el asombro del tiempo de una España perdida en papel fotográfico

Dentro de un armario, guardada en una bandeja de madera con cachivaches de todo tipo, una cajita de hojalata conserva las fotografías de mis abuelos. Durante los años 50 del siglo pasado, el hambre de la posguerra había desaparecido, pero perduraban el descalabro económico y el sentimiento de escasez. En España, las calles de los pueblos no sabían lo que era el asfalto, y los guardias civiles, con sus sombreros en forma de tricornio y sus grandes chaquetones abotonados y ceñidos con cinturones de cuero y hebilla metálica, despertaban una mezcla de reverencia y temor. Con la misma frecuencia que las lecciones, los profesores repartían bofetadas, y los alumnos escribían a pluma sobre los pupitres, que contaban con un hueco para el tintero. Si alguien quería acercarse a su enamorado, lo mejor era que llenara un cántaro en la fuente, en el momento en el que el objeto de sus desvelos también se dedicaba a recoger el agua. Las conversaciones de los adultos, que recordaban la guerra con tristeza, ensombrecían sus semblantes y tenían un punto obsesivo.

Cuando visité la exposición Piedad Isla. Realidad poética, que se puede disfrutar hasta el 6 de septiembre en el Antiguo Hospital de Santa María la Rica, en el casco histórico de Alcalá de Henares, todas esas historias volvieron a mi mente, acompañadas de las fotografías de mis abuelos, retratados en blanco y negro el día de su boda o sosteniendo a mi madre en brazos, cuando todavía era un bebé.

Combinando ternura, humanismo y sentido del humor, la fotógrafa Piedad Isla (Cervera de Pisuerga, Palencia, 1926 – Madrid, 2009) capturó durante años la vida de los habitantes de la Montaña Palentina, la comarca castellanoleonesa donde nació y en la que decidió construir su hogar. Salvo algunas excepciones, la exposición conduce por su trabajo durante las décadas de los 50 y 60, mostrando el día a día de los pueblos de la región. En los pies de foto, los retratados son mencionados con su nombre de pila o el mote que recibían, lo que recuerda la relación que la fotógrafa mantenía con los protagonistas de sus imágenes, a menudo calurosa.

Con su cámara, Isla no se internaba en un mundo que le resultaba ajeno, sino que revelaba la singularidad que esconde la realidad cotidiana, que a menudo pasa inadvertida por la telaraña que la costumbre deposita sobre los ojos. En los años 50, los chamarileros que recorrían los pueblos de España no llamaban la atención de los transeúntes ni tenían nada de especial, pero hoy, como los trastos que cargaban sobre sus hombros, han desaparecido casi por completo. Lo mismo ocurría con los agricultores y los ganaderos, que calzaban unos grandes zuecos de madera para que el barro no entorpeciera su faena en el campo, o con algunas celebraciones, como las bodas. Con cierta frecuencia, las novias decidían casarse de negro, con un traje más humilde que el vestido blanco y que a veces elegían porque estaban luto o ya no eran vírgenes.

“Al creer que las imágenes que buscaban provenían del inconsciente, cuyos contenidos, como fieles freudianos, consideraban atemporales y universales, los surrealistas no comprendieron lo más brutalmente conmovedor, lo irracional, lo no asimilable, lo misterioso: el tiempo mismo”, explica Susan Sontag en Sobre la fotografía (1973), uno de sus ensayos más célebres. Ese sentimiento asalta al contemplar el trabajo de Isla, retrato de un mundo que nos resulta familiar, porque fue el que conocieron nuestros antepasados, pero que a la vez sabemos irrecuperable, como los seres queridos que lo habitaron y se marcharon hace tiempo. Con los años, todos estamos abocados a ese vértigo, cuando nos contemplemos en las hojas de un viejo álbum de fotos.

En una entrevista para el Museo Etnográfico Piedad Isla, la propia fotógrafa confirmaba que su trabajo le provocaba ese asombro del que hablaba Sontag. Los niños a los que había retratado se habían convertido en abuelos, y tenía la impresión de que la vida se había sucedido “como en una película”.

Con esa emoción contenida que se atribuye a los castellanos, Isla también dejaba entrever una sensibilidad a flor de piel, que la impedía exponerse al dolor de los demás sin que esa experiencia la dejara exhausta. Después de ser contratada por la Agencia EFE, la llamaron para que cubriera la muerte de unos mineros y fotografiara el padecimiento de sus familias, pero el suceso le produjo una impresión tan violenta que no le quedó más remedio que renunciar a su carrera en el periodismo.

A pesar de ese revés, la fotógrafa no se revelaba como una mujer con un carácter frágil, sino como una insumisa dispuesta a ganarse la vida en un momento en el que no resultaba nada sencillo. Mediante el sabotaje de sus sueños profesionales, la dictadura impedía que las mujeres lograran su independencia económica, de manera que tuvieran que conformarse con el papel de madre o esposa. El Fuero del Trabajo, inspirado en la Carta del Lavoro del fascismo italiano, se publicó en el Boletín Oficial del Estado (BOE) en marzo de 1938, y especificaba: “El Estado se compromete a ejercer una acción constante y eficaz en defensa del trabajador […] En especial prohibirá el trabajo nocturno de las mujeres y niños, y regulará el trabajo a domicilio y libertará a la mujer casada del trabajo y la fábrica”.

En 1960, la Sección Femenina (SF) presentó su Ley de Derechos Políticos, Profesionales y de Trabajo de la Mujer, que un año después levantó el veto sobre el ejercicio de la mayoría de las carreras profesionales, salvo algunas relacionadas con el Ejército, la Administración de Justicia o la Marina Mercante. Con ese gesto, la organización dirigida por Pilar Primo de Rivera pretendía mejorar su menguante popularidad, después de casi dos décadas de predicar que el papel de la mujer debía limitarse al hogar o que su “fuerza inventiva” era inferior a la del hombre, como recuerda la historiadora Begoña Barrera en La Sección Femenina, 1934-1977. Historia de una tutela emocional (Alianza, 2019). Con una divertida anécdota, Barrera describe un caso de propaganda disparatado. En una de las revistas de la Sección se publicó un relato sobre una mujer canadiense trabajadora y liberada, pero que estaba harta de comer sándwiches y beber Coca-Cola y había venido con el deseo de casarse con un español, esperando que la retirara de su atareada vida.

Como recordaba Isla, tuvo que soportar los discursos de las enérgicas falangistas acerca de su papel en el mundo: “para la mujer, [todo era] casarse, y si a los no sé cuántos años no te habías casado, [te quedabas] para vestir santos, y ese era todo el porvenir que tenías. Yo quería hacer algo diferente”. Por eso, eligió convertirse en fotógrafa, aunque “no era lo normal”.

Desde el comienzo de la exposición que puede visitarse en Alcalá de Henares queda patente el espíritu inconformista de la fotógrafa. Vestida con pantalones claros, un casco y unas gafas con montura de ojo de gato, que seguían de moda en 1962, una joven Isla sonríe a la cámara. Va montada en motocicleta, en la Vespa con la que se desplazaba a los pueblos para trabajar, y por eso no lleva falda, porque esa prenda le parecía un auténtico incordio en ese tipo de situaciones. Solo con su atuendo, demostraba que la libertad se gana mediante la acción.

Son las mujeres del entorno rural, junto a los niños y los hombres del campo, las grandes preocupaciones de Isla. Con los pequeños, la fotógrafa despliega una ternura cargada de diversión, pues los suele capturar mientras hacen alguna trastada o juegan. A los labradores, como al campesino Roque, los muestra con su traje, en chaqueta de pana gruesa y con el sombrero puesto, en retratos que recuerdan a los de Walker Evans en la Alabama de la Gran Depresión. En otra fotografía, la modista Asunción Lagar, de mirada oblicua y dura, permite imaginar el temperamento de una mujer un poco irreverente, mientras que la señora Quica, a su lado, transmite inocencia y dulzura.

“Cada fotografía ha sido un regalo que me han hecho en el alma”, explicaba Isla, cuando ya era una anciana. Quienes tienen la oportunidad de contemplar su trabajo también sienten que han recibido un obsequio.

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