Una gran piedra en forma de escudo en la que se representaba una figura prehispánica con el cuerpo desmembrado y cascabeles en las mejillas, fue descubierta por trabajadores de la compañía de la luz el 21 de febrero de 1978 en la esquina de las calles Argentina y Guatemala, en pleno centro de México DF, muy cerca del Zócalo. Los arqueólogos calificaron el hallazgo de extraordinario: se trataba de Coyolxauhqui, la diosa de la luna, y estaba al pie de de la escalinata de lo que fue el templo mayor de Tenochtitlan, el más importante de los mexicas. El presidente López Portillo, entusiasmado, ordenó derruir todos los edificios coloniales de la zona para que el templo mayor saliera “a la luz de todos los mexicanos”.
Uno de los primeros edificios afectados fue la Antigua Librería de Robredo, fundada en 1919 y la más acreditada del centro de la ciudad, erigida sobre los restos de otra biblioteca que fue durante el virreinato confiscada por la Inquisición. Era propiedad en ese momento de Rafael Purrúa y sus depósitos guardaban ejemplares únicos y joyas bibliográficas. Parte de los libros durmió en una bodega y terminó arruinándose para siempre. Con los mejores fondos se abrió una pequeña librería que sucumbió completamente en el terremoto de 1985. “Los Purrúa creen que la esquina está maldita”, escribe Héctor de Mauleón en un artículo publicado el lunes pasado en El Universal: “Atribuyen esta suma de desenlaces a una venganza. La venganza de Coyolxauhqui”.
Viene esta historia –que me envía un buen amigo y fiel lector desde México, Xabier Lizarraga– a ilustrar el enfrentamiento secular entre la piedra y el papel. El curioso que otee desde un programa informático el palacio madrileño delimitado por las calles de Serrano, Jorge Juan, Villanueva y el Paseo de Recoletos, descubrirá una planta regular, cuadrada, en la que se inscribe otro cuadrado más pequeño. Con esta racionalidad se proyectó en su momento, hasta que, por avatares de la historia, terminó desmembrado en dos instituciones: la Biblioteca Nacional, con entrada por Recoletos, y el Museo Arqueológico, por Serrano. No es una división salomónica, pues la biblioteca ocupa las dos terceras partes de la manzana, incluido el cuadrado central, que es la sala general de lectura.
Tampoco es una partición trazada en línea recta, hay salas y galerías que se adentran de una institución en otra, alrededor de la cámara acorazada donde se guardan los tesoros bibliográficos, por ejemplo. Un mundo misterioso que se acrecienta al recorrer los bajos del edificio, repletos de antiguas canalizaciones de ladrillo, recovecos húmedos, tragaluces que terminan en una reja… Uno espera encontrar los restos de una momia etrusca o un códice condenado en el Índice, pero en realidad lo que hay son placas de conmemoraciones franquistas.
A finales del siglo pasado, la Biblioteca Nacional dio por terminada una profunda remodelación de más de una década. Presentaba unas modernas instalaciones y un hall y una sala de lectura donde –tamizada para que no causara daños– volvía a entrar la luz. El Arqueológico era entonces un museo poco visitado, salvo por colegios y parejas de enamorados que se refugiaban un día de lluvia. Recuerdo bien a varios directores de la Biblioteca en busca de expansión que clamaban eufóricos, medio en serio medio en broma: “Hay que echar a los del Arqueológico”, “Que se vayan con sus huesos a la Ciudad Universitaria”. Siempre ha habido una rivalidad larvada entre ambas instituciones, que se dan la espalda. Algo más, incluso, y los más antiguos del lugar cuentan en voz baja cómo en una ocasión el director de una de ellas mandó hacer un hueco por la noche para hacerse con una sillería que estaba en el otro lado y pensaba que le pertenecía; a lo que respondió el contrario con otro butrón.
Asistimos estos días al éxito de la reapertura del Museo Arqueológico (de la que me he ocupado en este blog hace unas semanas) después de no pocas incertidumbres y retrasos y tras más de un lustro de obras. Hay quien llegó a pensar que no abriría nunca, sobre todo cuando arreciaron las reclamaciones locales o autonómicas de fondos importantes y la crisis anegó cualquier empresa cultura. Debe contar, sin embargo, con el beneplácito de los dioses y el resultado –proyectado antes de la crisis– es magnífico y está a la vista. Algunos critican las concesiones al espectáculo expositivo, pero creo que subyace el rigor que siempre ha caracterizado a este gran museo.
Sólo en las dos primeras semanas, el Arqueológico ha recibido más de 55.000 visitantes mientras la Biblioteca Nacional, en todo 2013, registró la entrada de 100.000 lectores. El pasado martes, la cola para ver el nuevo MAN bajaba toda la calle Jorge Juan y se extendía por la verja de la Biblioteca en el Paseo de Recoletos hasta taponar las entradas. Algo así como el gol de Bale al Barcelona en la final de la Copa, ganando espacio desde el exterior. Pero en el Arqueológico comentan que no saben cómo van a pagar la luz cuando terminen estas procesiones (las primeras semanas no se cobra la entrada), ni cómo van a continuar sus trabajos arqueológicos con un presupuesto menguante y semejante museo que mantener. La Biblioteca Nacional, por su parte, se halla en una encrucijada a la espera de una nueva ley cuyo alcance se desconoce. De momento, para pedir un libro hay que solicitar la ficha en el mostrador: dan tres por persona. Si tuviera que apostar, ni piedra ni papel; sin duda elegiría tijera.
Piedra que representa a Coyolxauhqui hallada en febrero de 1978 en el centro de México DF. La diosa de la luna aparece descuartizada con los miembros separados y alrededor del cuerpo. Fue descuartizada por su hermano Huitzilopochtli al descubrir que planeaba matar, con sus hermanos, a su madre, Coatlicue, y la cabeza arrojada al cielo formando la luna.