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Pierrot Lunaire, ¿dónde ha quedado el cabaret de esta pieza?

Cartel de "Pierrot Lunaire"
Cartel de «Pierrot Lunaire»

¿Se atrevería alguien a decir públicamente que no le gusta Pierrot Lunaire? Una pregunta que surge viendo y oyendo la nueva producción de este clásico del siglo XX. Sí, clásico. Si alguien les vuelve a decir que es música contemporánea tiene todo el derecho a recordarle que este año se han cumplido los 150 años del nacimiento de Schönberg, su autor.

Bien, pues este clásico no obtuvo una buena acogida el día que el Teatro Real y el Teatro de la Abadía estrenaban esta nueva producción en este último. Se aplaudió, que allí estaban todos los que saben, no sea que te vieran frío y pasases a la lista negra. Producción que, teniendo en cuenta a las críticas que se ha tenido acceso, tampoco entusiasmó cuando se estrenó en el Gran Teatre del Liceu.

También se aplaudió por el esfuerzo. Empezando por Xavier Sabata, el contratenor que impulsó el proyecto y lo ha dirigido escénicamente. Y por el trabajo de Jordi Frances y de los músicos presentes. Todos asumieron el riesgo con competencia.

Además, es de agradecer que Sabata tuviera la osadía de cantar un papel en principio pensado para una voz femenina, y no vestirse de pierrot, del que solo quedaba la cara empolvada que el cantante ha extendido a todo el cuerpo. Un cuerpo cubierto por una túnica, que hace pensar que fuese vestido de sacerdotisa o vestal griega. Aunque sería mejor decir de personaje clásico no binario.

Lo que ya no queda tan claro es la conexión entre la introducción narcisista que se le ha añadido y este conjunto de canciones. Una introducción que es un recitado del mito de Narciso sacado de Las metamorfosis de Ovidio. Al menos la relación no está puesta de una forma inteligible para el espectador que asiste como a un programa doble, donde ve dos clásicos, uno detrás de otro.

Por último, viene la música, que todo el mundo piensa que es muy rígida. Pero ofrece toda la libertad para su interpretación, como la música barroca. No hay que olvidar que la pretensión de Schönberg es generar una forma de composición sin jerarquías en la notación. Confiar en la relación que se establece entre notas, instrumentos y voz y lo que puedan poner los intérpretes en esa relación o tensión.

Podría pensarse que a medida que el mundo se va democratizando y desmilitarizando, y las organizaciones se van haciendo más transversales y menos jerárquicas, este tipo de música tendría que entenderse mucho mejor. Pues no, aunque esta obra ha pasado al repertorio del siglo XX, y se representa de tanto en tanto en muchos lugares, no en Madrid, que hacía mucho que no se oía, sigue sin entusiasmar al público. Un público que asiste, porque a ver si esta vez, y porque es un evento musical.

Y eso, que este espectáculo es estéticamente bonito. Un escenario negro sobre el que destaca la figura espectral de Pierrot iluminado por una luz cenital, que viene del cielo. Una luz de luz pero que al abrirse y cerrarse recuerda a esos encuentros con los OVNIs que iluminan a su presa desde el cielo o a esas apariciones divinas a los santos o las vírgenes.

Quizás es porque esta pieza se toma en serio, en el sentido de que es una cosa seria. Se olvida que se escribió para ser cantada en cabarets. Pues bien, imaginen a una cabaretera, con no muy buena voz ni dicción, ideal para esta forma de canto, que parodia a un Pierrot enamorado. Que busca la complicidad de la pequeña agrupación, muy cabaretera, por cierto, en la broma, en el subtexto de unos poemas algo macabros con la persona amada o con la suciedad que produce o se ve a la luz de la luna.

En este sentido, esa ambigüedad de género que según Sabata tiene la pieza, pues en la partitura original se describe la voz, pero no el género de quien la canta, sería totalmente coherente con la música. Una música sin jerarquías, porque si algo implosiona en los cabarets de los años veinte es el poder, y en aquella época era jerárquico.

Por tanto, como primer acercamiento a esta obra no está mal. El cantante, intérprete, lo hace bien. Y la orquesta también. Es decir, oirá la música de acuerdo con la forma que más o menos se ha establecido en el canon del siglo XX. Y, además, se llevará uno de propina un buen recitado del mito de Narciso (por cierto, que como lo vean los del Festival de Mérida lo contratan, fijo).

Pero al no aportar nada especialmente nuevo en profundidad, y menos en lo musical, una relectura radicalmente distinta, es bastante probable que el aficionado lo ponga en el lado de los debe. Es decir, el deber de escuchar una pieza tan icónica. Y se olvide el placer y la comedia que tiene.

Porque ¿no es suficientemente ridículo y cómico que, por ejemplo, la luz de la luna manche y que la mancha no se quite ni frotando? ¿Y el de perseguir y amenazar a la amada o al amado con un arco, como si se fuera un Cupido cualquiera? El texto y la música se prestan al juego, así que hagan juego señores y señoras artistas y diviértanse y diviértannos. Dejen las cejas altas para las academias y al público, al menos a uno que vive ajerarquicamente, dadle una fiesta.

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