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Pingüinas en el Matadero

 

Fernando Arrabal y el director Juan Carlos Pérez de la Fuente, autor y director de Pingüinas.*

 

 

La velada del pasado 29 de abril en la Sala Fernando Arrabal del Matadero de Madrid, se vivió una noche histórica. En uno de los teatros más modernos de la capital española, emplazado en el centro cultural más transversal y “parisino” de todo Madrid, se estrenaba Pingüinas, el primer testamento dramático que entrega Arrabal al gran escenario del mundo, en formato de Circo Pánico. Las representaciones de esta obra concluirán el próximo domingo 14 de junio.

 

Arrabal posee un instinto de la estructura espectacular de sus obras, trazada con tanta brillantez y precisión como se escribe un aforismo. El dramaturgo ingrávido sobrevuela su texto como una aparente mariposa ebria y caprichosa que, sin embargo, ejecuta una precisa danza de sus pensamientos e inquietudes, depositándolos sobre el escenario en forma de huevos-palabras.

 

El Fernando Arrabal de 2015 está tan interesado por el teatro, como por la física cuántica; de antiguo le viene su pasión por el ajedrez y las matemáticas, y a ellas ha ido añadiendo el mundo telemático, los medios de comunicación y hasta las redes sociales, como materiales determinantes en sus últimas obras. Aunque toda esta zambullida en los lenguajes más influyentes del presente, no lo ha apartado de su personal ejercicio de memoria aplicada a la Historia y a la reflexión sobre la obra de los artistas más afines a su universo arrabalesco. Si Picasso y Dalí, o Kafka y Claudel, subieron a los escenarios como parejas antagonistas en sus últimas obras; en Pingüinas le ha llegado el turno a otro de sus escritores más admirados: Miguel de Cervantes, el Sol de las Letras Hispanas, con el que tantas coincidencias encuentra el escritor español nacido hace 82 años en Melilla; (quien, por cierto, no ha llegado a obtener  -de momento- el codiciado Premio Cervantes).  

 

Todos estos ingredientes pueden detectarse en Pingüinas, su último texto dramático que nace con una vocación de Teatro Total. La obra es una suerte de representación realizada por las enfermas mentales de un hospital siquiátrico, que adoptan los roles de las mujeres más influyentes en la vida de Cervantes (su abuela, su madre, su hermana monja, una de sus sobrinas…) para  evocar y comentar distintos avatares de la vida del escritor-soldado. Por si el mecanismo dramático de “teatro en el manicomio” no fuera ya suficientemente distanciador, estas heroínas-pingüinas arriban con sus motos a un lejano e indefinido paraje donde “cae el elemento de una cosmonave” con el que ellas pretenden viajar a la luna, siempre que una cadena de televisión financie el viaje, retransmitiéndolo.

 

Que este coro de mujeres bizarras y aventureras no sólo evoquen la figura de Cervantes (al que se refieren siempre en la obra como Miho), sino que mencionen en su jerga a personajes tan conocidos como Heidi, Chewbaccas, Mary Poppins o Dumbo; mezclados con el caballo Clavileño, el Quijote de Avellaneda, o La Gitanilla de las Novelas Ejemplares; sin olvidarse del poeta francés Paul Eluard, ni de Gala su esposa rusa, o del trío sexual que ambos formaron con el pintor Max Ernst…; da una idea del estilo ecléctico elegido por el autor para configurar su nueva ceremonia de la confusión lúcida sobre las tablas de un escenario.

 

 

Miho Cervantes gravita sobre sus diez pingüinas, montadas en sus clavileños-motocicletas.*

 

 

Gran Circo Arrabal


Si el axioma “menos es más” debiera ser proporción aurea para todo el teatro, el director Juan Carlos Pérez de la Fuente parece estar convencido de todo lo contrario. Su fe ciega en el poder catártico del espectáculo puede rastrearse a lo largo de toda su carrera, como sucedió en San Juan, de Max Aub, o en Pelo de tormenta, de Francisco Nieva, La fundación, de Buero Vallejo, La visita de la vieja dama, de F. Dürrenmatt, o estas Pinguinas arrabalienses. A pesar de no haber destacado por profundizar en las claves ocultas de estos textos («lo que el dramaturgo escondió bajo la alfombra de sus palabras»), Pérez de la Fuente ha cubierto el expediente como director, y cosechado hasta buenas críticas, que le han permitido mantenerse por largo tiempo al frente de teatros públicos. Aunque no se le puede escatimar al director madrileño su mayor acierto: haber apostado por los dramaturgos españoles, especialmente por Buero Vallejo y Fernando Arrabal, al que ha convertido en su autor fetiche.  

 

Si las Pingüinas dirigidas por De la Fuente han llegado al escenario con el mismo brío con que las concibiera el autor en sus páginas, no podría decirse lo mismo de su consistencia escénica y dramática, según avanza la representación. Toda la tecnología puesta al servicio del «Gran Circo Arrabal» luce impecable, plástica y espacialmente. Esa suerte de falo-cohete-cibernético que se eleva en el crucero de dos antiguas naves industriales, funciona técnicamente de maravilla; al igual que los vuelos de Miho Cervantes suspendido varios metros por encima del coso rectangular del escenario. Sin embargo, con tanta moto tuneada, tantas warriors-pingüinas derramadas, y tantas proyecciones fantasmagóricas, no consigue el director despertar un interés real del público por lo que sucede en escena, más allá del asombro ante el “más difícil todavía” que parece regir –como en el circo- los derroteros de este espectáculo.

 

El pronunciamiento de la palabra de Arrabal sobre un escenario debería constituir toda una gran ceremonia, que estremeciera al auditorio, como si fuese la última frase pronunciada antes del final del mundo. Sin embargo, las pingüinas del Matadero de Madrid declaman a Arrabal como en un recitativo operístico, reservando la emoción para no se sabe cuándo. A diferencia de este tono más que neutro de la interpretación general del espectáculo, hay que destacar el que, a nuestro juicio, deviene el mejor momento de la larga representación de Pingüinas: cuando la madre de Cervantes realiza desesperadas gestiones para rescatar a su hijo cautivo en Argel. Arrabal ha vuelto a escribir para Pingüinas su mejor monólogo, Carta de amor, aplicándolo a Leonor de Cortinas, madre de Cervantes, en dialogo con su hijo ausente:

 

               LEONOR.- Sueño con volverte a ver libre

               y abrazarte…

               con besos reventando melancolía

               con besos bizarros como el garbo

               con besos salpicados de lágrimas e hipos

               con besos de sabios zumbidos

               con besos reverentes y justos

               con besos ministrados por el arrebato

               con besos impacientes

               con besos graciosos como de niña a niño

               con besos torpes pero, ¡tan dulces!

               con besos sin freno

               con besos de fulgores precisos

               con besos enredados en la peripecia.

               Nadie nos podrá apremiar cuando nos sintamos amparados y libres.

 

                        (Corretea la jaula y tras ella Leonor.) [1]

 

La actriz Lara Grube marca la temperatura emocional por la que debería haber transitado toda la prosodia de este montaje, desgranando las palabras del dramaturgo con la fuerza trágica y poética por las que transita su mejor teatro. A la par, el director no ha necesitado grúas en esta pequeña, íntima y bella escena para mover a su Miho, con las artes del Deux ex machina; sino que lo ha arrastrado desnudo por el suelo, encerrado dentro de un flexible miriñaque, que sugiere la cárcel que lo encierra. La sencilla coreografía de ambos personajes, mientras la madre salmodia y el hijo se arrastra (estupendo Miguel Cazorla) huyendo de ella, se convierte en la ejemplificación aislada de lo que resulta una inspirada puesta en escena de teatro arrabaliense.

 

Pinguinas no es una obra sobre Cervantes, sino sobre los altos sueños creativos del escritor, y sobre su misión social, llámese este Miho, o simplemente Fando. Fernando Arrabal no ha pretendido escribir un docudrama reportajeado sobre la más alta figura de la literatura hispana, sino un autorretrato travestido de Cervantes. Como un ventrílocuo ha transmitido su voz de ser vivo a un gran escritor fallecido, para testimoniar su común condición de demiurgos a las nuevas generaciones y a las venideras.

 

Pingüinas tal vez no sea la mejor obra de Arrabal, aunque sí resulta una pieza valiente, ambiciosa, y sobre todo reveladora de grandes esperanzas escénicas, para un teatro que se sueña a sí mismo cada vez más grande y con menos límites. Algo de lo que no está sobrado, precisamente, el teatro español de nuestros días.  

 

Juan Antonio VIZCAÍNO

 

 

POST DATA. Antes de comenzar la representación, me había encontrado con Arrabal, oculto en un grupito frente a la entrada del teatro. No llegamos a besarnos ni abrazarnos. Arrabal se dirigió hacia mí, saliendo de la sombra, con toda la delicadeza y fragilidad de una porcelana china. Entrecruzamos nuestros antebrazos, casi sin tocarnos, para mimar con toda prosopopeya la pequeña danza de un par de besos que no nos dimos. A continuación, me dirigí a Luce /Lis/ (su más que nunca dulcinéica esposa) y nos besamos livianamente, como dos seres de seda en suave y sentido abrazo. Pero Arrabal es geisha sublime y Confucio serpiente; los lóbulos de su cerebro son himalayas, por donde transitan ríos de mercurio, tan apacibles a la vista como profundamente inquietantes. Aunque, por debajo de todo ese personaje siga fluyendo en sus venas la sangre del escritor vivo español más universal y más grande con el que contamos; y esto es algo que no debería olvidarse tan fácilmente en España.

 

 

 


* Las fotografías que se reproducen en esta entrada proceden del archivo promocional de la obra y del libro editado por el Teatro Español, con el texto de la obra «Pingüinas» de Fernando Arrabal. Fotos: Javier Naval.


[1] Arrabal, Fernando, Pingüinas, Madrid Destino Cultura y Negocio SA, Madrid, 2015. Pp. 80-81.

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