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Pink Flamingos

 

Hoy he hecho una de esas cosas que dije que no haría nunca. Una más. Hoy he ido a un parque de animales que no es el Zoo. Siempre pensé que, si ya existía el Zoo, ¿por qué hacer otro más pequeño y menos interesante? Pues allí he ido. Casi de cabeza. Me estoy comiendo todas mis sentencias de juventud sin rechistar, una por una, mientras la vida parece darme capones con crueldad utilizando todos mis elegantes libros de Turguenev.

 

He vuelto con la nariz y los mofletes rojos, con hambre y con sed y notoriamente más pobre. Me tiemblan las piernas ahora que estoy sentado, y el dolor de riñones (de empujar durante horas por empinadas cuestas y sobre horribles baches un carro del demonio camuflado de autobús amarillo en el que iba felizmente subida mi hija y sus amigos) se sostiene gracias a un cojín estratégicamente colocado en la zona que me permite a duras penas teclear, siempre y cuando mantenga el resto del cuerpo rígido.

 

En estos momentos no tengo piernas sino maderas y, cuando termine de escribir esta súplica, tendré que vérmelas con ellas, para lo cual he sopesado ligeramente la posible utilización de cuerdas y poleas que me permitan alcanzar la cama. He llegado a pensar durante el día que no lo conseguiría. He visto un oso panda rojo que me miraba desde un árbol con curiosidad, como pensando: “Mira ese, qué manera tan rara de pasarlo bien”, a lo que sólo he podido asentir resignado mientras metía riñones y mi hija y sus amigos se reían alborozados ante la proximidad de una cuesta, en este caso hacia abajo.

 

Yo me hubiera quedado un buen rato sentado observando a los flamencos rosas. Había como una isla de flamencos rosas en medio de un lago, pero yo hoy no era un flaneur ni nada parecido sino un peón, peor: un esclavo espoleado por un látigo, mientras a mi alrededor se sucedían pequeños e inquietantes ojos.

 

Me detuve un instante a observar a un cocodrilo. Sólo una mampara de cristal me separaba de ser devorado. De no existir la mampara yo era ese incauto, esa presa desafortunada que siempre cae, y el cocodrilo lo sabía. Mi jersey rojo en medio del sorpresivo clima tropical se lo decía. Pero lo peor no era la fauna de detrás de las vallas sino la de delante. Había gente que parecía contenta de empujar los autobuses amarillos. Había familias enteras empujando decenas de autobuses amarillos entre terroríficas risotadas.

 

En la cuesta de los canguros, un hombre me adelantó ya casi en la cima completamente erguido mientras observaba con gesto de suficiencia e incomprensión mi deficiente técnica empujadora en “L”. Ese hombre tenía aspecto de ser un habitual. La camiseta, la gorra y el chándal lo delataban. Llevaba todos sus objetos personales y los de su progenie cómodamente colocados en inimaginables y admirables recovecos del autobús amarillo, al contrario que yo, que todas mis pertenencias, colgadas con el desorden de las guirnaldas en la piñata, iban golpeándome irremediablemente de un modo u otro. Contemplar a aquel hombre era contemplar una extraña y desconocida perfección.

 

En estos lugares, la planificación, el orden, la actitud y una especial habilidad que indudablemente no poseo son fundamentales. Ese hombre que me adelantó en la colina era un hombre entrenado en mil zoológicos. Un veterano de estas características se recorre el parque en tiempo récord y es capaz de volver a casa tal y como salió de ella.

 

El veterano sabe dónde parar, a qué hora, qué comer, qué hacer en caso de emergencia. Lleva todo lo necesario para pasar un día en el parque con absoluta normalidad. El veterano de parque se parece mucho al veterano de playa que traslada todo su hogar al borde del mar sin aparentes molestias. El veterano de parque, como el de playa, apenas tiene en cuenta a los que le rodean. En realidad, el veterano de parque no ve a los que lo rodean. No tiene reparos, porque no es consciente, en pasar por encima de cualquiera con su autobús (tanque, en sus manos) amarillo y en dejar el recorrido lleno de víctimas.

 

Víctimas como mi pie bajo la rueda del tanque. Mientras me debatía entre penosos gestos de dolor y mudos alaridos lo observaba a él, al veterano, alejarse a unos cuarenta quilómetros por hora en dirección a los manatíes absolutamente ajeno a los destrozos que acababa de provocar.

 

Ese parque es un lugar peligroso. Sobre todo para los novatos (aunque yo seguro que no voy a volver, lo cual significa que existen no pocas probabilidades de repetir la experiencia). La naturaleza humana sigue allí su curso sin ningún control. Es como la isla Nublar abandonada a su suerte, donde la vida se abre camino. Donde el digno hijo de un veterano, la Wehrmacht de los parques de ocio, sabe el nombre de todas las réplicas de dinosaurios que se exponen a lo largo del recorrido, pero no sabe que los flamencos rosas se llaman flamencos rosas, como si no fueran la única cosa hermosa de ese lugar.

 

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