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AcordeónPioneros de lo imposible. La pasión por explorar

Pioneros de lo imposible. La pasión por explorar

Prólogo a la segunda edición

—¿Escalar una montaña virgen? ¿Pero es que todavía queda algo virgen en este mundo?

La pregunta, no exenta de hueca suficiencia, la escuché de labios de un conocido mío en el Madrid de 1996, mientras ultimábamos los preparativos de la expedición Toledo-Himalaya al Garhwal, una cadena montañosa poco explorada en el norteño estado indio de Uttarakhand, fronterizo con el Tíbet chino. Mi interlocutor –sospecho que sin saberlo a carta cabal– expresaba así una duda cargada de ingenua prepotencia y ampliamente extendida entre los moradores urbanos del primer mundo, para los cuales la civilización es omnipresente y ha conseguido eliminar lo remoto, lo desconocido y lo imprevisible de la faz de La Tierra.

Tal modo de enjuiciar el asunto revela, de base, un desconocimiento de la realidad global, aunque –para ser benévolos– se trata de un desconocimiento comprensible. Los medios de comunicación divulgan a diario la imagen de un planeta, el nuestro, reducido a un microcosmos consuetudinario y sin secretos. Todo se ve, todo se sabe. Cualquier persona puede acceder, a golpe de simples vacaciones, a lugares y experiencias que pocas décadas atrás ni en sueños alcanzaba a imaginar. Las agencias especializadas en viajes de aventuras elaboran programas de alcances cada vez más extremos, proponiendo audacias que rozan lo inverosímil: ¿quiere usted llegar al Polo Norte en trineo de perros? ¿Le gustaría descender por el Amazonas en piragua? ¿Se atrevería a participar en los rituales ancestrales de los hombres-flor, primigenios y selváticos moradores de la isla de Siberut, en el indonésico archipiélago de Mentavai? La consecuencia palpable es la creencia, masivamente compartida –incluso aplaudida–, en el gran tópico subsiguiente: ya no existen espacios vírgenes.

Pues no. Rotunda y categóricamente no. La realidad es que, con el siglo XXI entrado ya en su pubertad, nuestra Madre Tierra, por fortuna, sigue conservando regiones intactas que el ser humano jamás ha pisado. Es precisamente lo que, otra vez más, quedó demostrado por nuestra expedición Toledo-Himalaya –a la cual, además, traigo nuevamente a colación para complacer al lector cuya curiosidad le demande conocer el resultado de la misma–, al coronar el P-6393 (cartografía satelital; la cifra corresponde a la altura en metros), una montaña inviolada y sin nombre.

Han transcurrido casi tres décadas desde aquel suceso. Y algo más de tres lustros desde la primera edición de este libro, que reúne diez miniaturas exploratorias de la edad contemporánea. Como es palmario, ambas memorias son concomitantes en un definido contexto: el del mundo de la exploración geográfica. La primera de ellas en los tiempos actuales, la segunda en los de un pasado más distante, si bien perceptible como contiguo en el calendario completo del acaecer humano.

Sin mayor preámbulo: creo oportuno orientar el contenido de este prólogo a la segunda edición apostando por la opción pico Toledo-Himalaya, con su trasfondo de posibilidades abiertas hoy por hoy (aunque muchos piensen lo contrario) a pisar territorios desconocidos. Esto es: acercar al lector a las circunstancias presentes de algunos de los lugares descritos –y, en su defecto, a los eventos que, desde la primera edición, han añadido información relacionada de una u otra manera con los avatares de su descubrimiento y conquista–, sin perder de vista las probabilidades de seguir saciando nuestra sed de conocimiento con la exploración de espacios ignotos en los días presentes.

Respetando el orden cronológico, me toca comenzar por la Gran Sabana de Venezuela, cuyos habitantes nativos son los indios pemón. Gentes templadas y laboriosas que, actualmente compenetradas con la actividad turística, gestionan posadas y ofician de guías en una pléyade de excursiones organizadas con marchamo de aventura por el universo tepuyano. En Santa Elena de Uairén, capital del municipio homónimo y su núcleo urbano principal, dotado de aeropuerto para avionetas, uno se topa con numerosas agencias locales que organizan el ascenso al tepuy más alto, más popular y mejor conocido de todos ellos: el Roraima (2.810 metros). Más que nunca, la etiqueta de mundo perdido, identitaria de la Gran Sabana desde que Arthur Conan Doyle publicó su célebre novela hace algo más de un siglo, es su señuelo más eficaz a la hora de promocionar éste y otros destinos subsidiarios –saltos del Yuruaní, quebrada del Jaspe, navegar los ríos en curiaras y bongos con la selva de galería por dosel, visitar los poblados indígenas–, dentro de una narrativa de magnificación de la aventura en escenarios salvajes frente a los modelos de vida propuestos por la sociedad tecnológica, cada vez más alejados de “lo natural”.

Las alegorías primitivistas de la Gran Sabana fructifican asimismo dentro de la industria cultural de masas. Un ejemplo conspicuo es el de Up, filme de animación producido en 2009 por Pixar Animation Studios & Walt Disney Pictures. Ganador de dos premios Oscar (mejor película en su género y banda sonora original), la crítica internacional ha sido prácticamente unánime al calificarla de obra maestra. El protagonista, frisando ya los 80, decide ir en busca de su sueño de juventud: una tierra perdida en el tiempo donde se hallan las cataratas del paraíso. Y tanto la una como las otras resultan ser fieles reproducciones de la orografía de la Gran Sabana, a la cual se desplazó con anterioridad la cuadrilla cinematográfica pertinente. Comenzando por el director, Pete Docter, quien, entrevistado al respecto, confesó su asombro sin paliativos: “Realmente sientes que estás en otro planeta. Hay plantas y animales que no existen en ningún otro lado. Es… otro mundo”.

Pues bien: contra viento y marea, tirios y troyanos, el sabanero mundo perdido –aunque cada vez lo esté menos, sí– permanece mayormente indómito. La genuina exploración geográfica (sin menoscabo de las ulteriores pesquisas biológicas) tiene aún cabida en lo más apartado e inextricable de sus profundidades. Claro que, respecto a lo de apartado, ni siquiera hay necesidad de ir a buscarle los tres pies al gato, teniendo idéntica posibilidad a mano: el Auyantepui –la célebre Montaña del Diablo, escenario hoy del muy solicitado trekking que en una semana conduce a los excursionistas más intrépidos por sus terrazas inferiores y su cumbre hasta el rappel por el Salto Ángel, resiste invicto a la travesía integral del eje mayor de su extensa meseta cimera (alineación SE-NW, 47 kilómetros en distancia reducida al horizonte), oponiendo con sus vericuetos de diversa índole severas dificultades técnicas y logísticas a la consecución de la misma… ¿Alguien se anima a lanzarse a esta aventura, la cual, de rematarse con éxito, constituiría una primera mundial?

Hoy en día habitan en la Antártida algunos miles de seres humanos en bases permanentes. Se trata de la población menos analfabeta del mundo, con el nivel de vida más elevado que existe. Biólogos, ingenieros, médicos y meteorólogos de los veintinueve países consultivos del Tratado Antártico trabajan con un idealismo compartido que no admite comparación posible con la coyuntura a tal efecto de ninguna nación del globo terráqueo. Los sabios de la Antigüedad, que soñaron con la realidad de la Terra Australis, no disponían de medios para concebir que llegaría a ser un día el asentamiento del primer auténtico ensayo de utopía intentado por el ser humano, desde el comienzo de su andadura, a escala planetaria. Es éste un prodigioso –y casi quimérico– ejemplo de lo que se puede conseguir en lo concerniente a la civilización y al progreso correctamente entendidos.

Si bien la exploración geográfica del Continente Blanco sigue teniendo la puerta abierta hacia enormes espacios ignotos, lo predominante allí es la actividad científica a todos los niveles, incluido el de la investigación histórica, de la cual el proyecto San Telmo fue pionero de la arqueología submarina en el ámbito antártico durante el periodo 1992-1995.

La extraordinaria novedad en dicho ámbito –y, según mis informes, la segunda prospección mundial después de la del San Telmo– es de recentísima actualidad y pone una especie de punto final a la no menos extraordinaria odisea de Ernest Shackleton sobre los hielos, a la cual he dedicado el capítulo 4 de modo prioritario. Sin crear mayor intriga: el 9 de marzo de 2022, la prensa de medio mundo se hizo eco de un descubrimiento sensacional al respecto: la expedición Endurance 22, tras levar anclas el 5 de febrero en Ciudad del Cabo, Suráfrica, a bordo del rompehielos SA Agulhas II, había dado con los restos del naufragio del barco de Shackleton a tres kilómetros de profundidad, 106 años después de su desaparición bajo la helada superficie del mar de Weddell, acaecida el 27 de octubre de 1915.

El director de la citada expedición, el arqueólogo marino Mensun Bound, declaró: “Esta es, con notable diferencia, la nave hundida de madera más bella que he visto nunca, erguida sobre el fondo oceánico en excelente estado de conservación”. Tal circunstancia, según biólogos de la Universidad de Essex, Reino Unido, se debe a la ausencia de luz y, sobre todo, a las gélidas temperaturas de las aguas antárticas, las cuales vetan la presencia del Teredo novalis, el temido gusano de barco, industrioso en perforar y destruir la madera.

Por su parte, el geógrafo polar John Shears, líder de la expedición, entusiasmado con la buena suerte de su equipo, calificó el descubrimiento de “asombroso, un logro increíble. Hemos hecho historia polar, completando con éxito la búsqueda del naufragio más desafiante del mundo, luchando contra el hielo marino en constante cambio, contra ventiscas y temperaturas que caen a -18ºC. Hemos conseguido lo que mucha gente dijo que era imposible”.

Los expedicionarios contaron con poco más de un siglo de adelantos tecnológicos desde que el Endurance se fue a pique. Realizaron sus pesquisas con minisubmarinos Saab Sabertooth, dotados de un potente radar y de fibra óptica para enviar información al barco nodriza. “Puedes ver un ojo de buey, que es el camarote de Shackleton. Y en ese momento, sientes en la nuca el aliento de aquel gran hombre”, explicó Bound a la BBC de Londres.

En 2019 hubo otra expedición con el mismo objetivo, que acabó en fracaso. Pero ya entonces el Tratado Antártico, ante la previsible localización del Endurance, decidió proteger el lugar de su naufragio declarándolo sitio y monumento histórico, de forma que sus restos no pueden ser tocados ni alterados, aunque sí fotografiados y filmados.

En cuanto al San Telmo, si bien el proyecto no se ha dado nunca por concluido, tres décadas después de sus inicios no se han producido novedades ni avances dignos de mención. Su desaparición en las aguas del cabo de Hornos sigue pendiente de esclarecimiento. Y lo que escribí hace diecisiete años resulta de una actualidad incontestable: “Los 644 españoles que acaso tuvieron el infausto privilegio de ser los primeros en vivir y morir en la Antártida continúan envueltos en el espeso velo de su propia leyenda. El misterio del San Telmo –su misterio– permanece sin desentrañar”.

El espíritu de conquista que llevó a los pioneros del Himalaya a afrontar sus retos alpinos pertenece hoy a la Historia exactamente del mismo modo que el afán descubridor que impulsó a Colón a navegar hacia el Nuevo Mundo. El carácter de epopeya que acompañó a ambas empresas, alcanzados sus objetivos, ya no tiene mayor recorrido. Así como actualmente el cruce del Atlántico es, pongamos por caso, un desafío deportivo para los regatistas de la Copa América de Vela, ajeno por completo a la épica del tiempo de las carabelas, “la más grande barrera montañosa de la Creación es hoy objeto de consumo para el turismo de expedición a las alturas ofertado por las compañías comerciales en grandes operaciones financieras”. Esta última frase, en referencia directa al Everest, la acuñó el propio sir Edmund Hillary en 1993, en una entrevista concedida al cumplirse los cuarenta años de su ya legendaria ascensión en compañía del sherpa Tenzing Norgay.

Han transcurrido tres décadas desde entonces. Y el Techo del Mundo, como cabía esperar, sigue ejerciendo de paradigma de los vaivenes del alpinismo. ¿Una filosofía de vida, una práctica deportiva o un prurito de moda? Hasta los años noventa del pasado siglo, los retos del Himalaya afectaban exclusivamente a profesionales con espíritu de superación y amor a la soledad, al silencio y a la belleza grandiosa de sus paisajes. En la actualidad, el Everest, rodeado de basura, oficia además de destino turístico, abarrotado de escaladores sin experiencia que han pagado millonadas por estar ahí. La foto de cumbre es el trofeo máximo, codiciado por infinidad de personas que nunca se relacionaron con la estética de la montaña, que no la entienden y que no aceptan esa forma de vivir. Claro que los helicópteros suplen a los tradicionales porteadores, sobrevolando los hielos con su continuo zumbido en el aún llamado valle del Silencio; las cuerdas instaladas por los sherpas minimizan los obstáculos y las botellas de oxígeno evitan los efectos fatales del mal de altura. Llegar a la cima del mundo no deja de ser una hazaña, con independencia de cómo se haya logrado.

Producto de tales circunstancias, el Everest ejerce dos funciones fuera de contexto: las de basurero y cementerio más altos del planeta. Incluso a 7.906 metros, en el collado sur y una vez alcanzada la cima, se abandona todo el material innecesario para el descenso. En cuanto a los muertos en el intento, momificados sobre la nieve, algunas compañías comerciales sugieren arrojarlos a las grietas del hielo para que no estorben. El interés personal y la deshumanización priman frente al compañerismo y la conmiseración en un circo salvaje y mortal totalmente extraño a los arraigados valores del alpinismo tradicional.

¿Y a los montañeros expertos? ¿Qué objetivos les quedan? Concluida la conquista de las cimas emblemáticas, la única –o será mejor decir más novedosa– alternativa es la de los coleccionistas de cumbres, amantes de los récords. Reinhold Messner, citado con frecuencia como el más grande alpinista de todos los tiempos, fue el primero en vencer sin el concurso de botellas de oxígeno a los catorce “ochomiles” (cumbres con más de 8.000 metros, en el argot montañero) que existen en el mundo, todos en el Himalaya. Tal proeza, que muchos consideraban imposible de conseguir en el transcurso de una vida, le llevó dieciseis años, desde 1970 hasta 1986, estableciendo con ello un nuevo arquetipo de conquista, que no tardó en generar prosélitos entre la élite del alpinismo mundial. Pues bien: en 2019, el sherpa Nirmal Purja repitió la susodicha proeza en tan sólo siete meses (de abril a octubre), superando holgadamente el récord anterior de siete años y pico. Por descontado, tuvo que valerse de apoyos no demasiado ortodoxos en esta carrera de los ochomiles: helicópteros para los traslados entre los campos base, cuerdas fijas de expediciones comerciales y oxígeno embotellado para los asaltos finales a las cimas.

En cuanto a las montañas que superan los 7.000 metros de altitud, se cuentan 169 repartidas por el globo terráqueo, de las cuales solo diez no han sido aún escaladas. En 1990, desde los 5.000 metros del paso de Kagmara, puerta occidental de Dolpo, el Reino Escondido, divisamos montañas que desbordaban el horizonte y que no figuraban en ningún mapa. Los porteadores desconocían sus nombres. Para ellos era también la primera vez; nunca habían estado en aquellos parajes. Y ya entonces nos brotó la incertidumbre: ¿cuántos seismiles se yerguen en el Himalaya y cuántos de ellos sin explorar y sin siquiera cartografiar? Cierto que no pueden competir en dificultades ni –lo más significativo– en la jerarquía de las vanaglorias con sus hermanos mayores. Pero eso es precisamente lo que los ha mantenido alejados de pretensiones comerciales y retos deportivos.

La idea que comenzó a incubarse a raíz de aquella incertidumbre se concretó seis años después en la puesta en marcha de la expedición Toledo-Himalaya 1996 a uno de tantos seismiles vírgenes que rodean las cabeceras del Ganges. Pero todavía en 2018, hace apenas cuatro años, la Indian Mountaineering Foundation reportó dos primeras ascensiones mundiales a sendas cumbres de altitud superior a 6.000 metros en las vecindades del pico Toledo-Himalaya. Esto es: la exploración geográfica –aunque a escala menor, si así se quiere considerar– no ha tenido aún su final en las anfractuosidades de la cordillera más elevada de la Tierra.

El antiguo reino de Mustang perdió su condición de tal en 2008, año en el que el gobierno de Nepal, tras abolir la monarquía, convirtió al país entero en una república parlamentaria federal. El rey Jigme Palbar Bista, 25º gobernante de Mustang, fue invitado a abdicar. Transformado en una figura simbólica desprovista de todos los poderes civiles, él y su familia continuaron residiendo en el palacio de la capital, Lo Mantang.

Sin embargo, a efectos sociales y económicos, este cambio político, tras liquidar una línea sucesoria de monarcas ininterrumpida desde 1380 –pronto hará seis siglos y medio–, no ha resultado tan determinante como la apertura de una carretera de 460 kilómetros que enlaza China y la India a través de Nepal, pasando por Lo Mantang. Su construcción, comenzada en 2001, concluyó no hace aún una década. Nada de asfalto, por supuesto. Simplemente una pista de tierra; pero lo suficientemente practicable para que el vecindario de la seis veces centenaria capital asistiera a un espectáculo sin precedentes: el del primer vehículo a motor con tracción en las cuatro ruedas circulando por sus callejas.

Se abría así la puerta a unas transformaciones galopantes, como jamás habían tenido lugar, las cuales han sido –y continúan siendo– la causa de un salto desde los tiempos medievales hasta los actuales sin solución de continuidad. Aquel mundo inexplorado, aquella “tierra intacta, ilesa y sin edad” –así la soñaba Michel Peissel– hecha realidad para él en 1964, cuando fue el primer extranjero autorizado a visitar Mustang sin límites de tiempo y espacio, ya no existe. Las casas de Lo Mantang, sólidos y pequeños torreones de piedra, madera y barda con las paredes algo inclinadas hacia dentro, ejemplos del clásico estilo tibetano, coexisten ya con los flamantes edificios de hormigón, sello inequívoco de la recién importada modernidad, y con la electricidad e internet a remolque de aquéllos. Sin dejar de lado comercios varios y tiendas de artículos para turistas.

Tal situación alimenta de continuo una controversia sustancial entre dos bandos. Por un lado está el gobierno de Nepal, para el cual la carretera resulta decididamente beneficiosa, toda vez que activa el comercio con China y con la India, amén de generar oportunidades para que la población joven de Mustang pueda estudiar y tener empleo sin necesidad de emigrar; y por otro quienes, defendiendo los acervos culturales y espirituales tibetanos –en particular los más ancianos–, ven en dicha construcción el lento agonizar de sus tradiciones y de su modo de vida ancestral en los fuegos fatuos de un progreso que parece considerar el bienestar material como el supremo ideal de la existencia.

Mustang recibe en la actualidad unos mil visitantes anuales, sujetos a obtener un permiso especial de entrada y a ciertas restricciones. La casi totalidad de ellos, con experiencia –aunque sea mínima– en la práctica del trekking, abriga el propósito de llegar a Lo Mantang a través de sus elevadas y áridas mesetas, batidas por un viento inclemente, marchando a pie por las sendas tradicionales, recorridas durante siglos por las caravanas dedicadas al comercio y por los peregrinos en busca de la iluminación, extrañas a la recién abierta carretera. Imaginan un lugar oculto entre montañas, donde el tiempo se ha detenido, donde la tierra muestra toda su inmensidad y el ser humano se encuentra a sí mismo. Y la realidad, todavía hoy, les recompensa sobradamente. Un último viaje para deleitarse, interiorizándola, con la austera belleza del paisaje y para apreciar lo esencial de la cultura y de la forma de vida tradicional en Mustang, antes de que se desencadene una transformación definitiva.

Quiero aprovechar el final de este prólogo para hacer un apunte conciso de mi ya veterana trayectoria personal y profesional hermanada con la exploración y los viajes. Concibo ambas actividades como una filosofía de la vida, una decidida vocación de querer abarcar la multifacética esencia de la naturaleza, sintiéndome parte inherente de ella y, a la par, de intentar comprender en profundidad la azarosa circunstancia del ser humano en su decurso existencial a bordo de este planeta-barco, la Tierra, nuestro único y obligado –hasta el tiempo presente– medio de navegación por el desconocido océano cósmico.

En este contexto, hago mías las palabras que Robert Louis B. Stevenson dejó escritas en su obra Viajes con una burra por los montes de Cévennes (1879): “Lo grande del asunto es moverse, experimentar más de cerca las necesidades y complicaciones de la vida; salirse de ese colchón de plumas que es la civilización y encontrar bajo los pies el granito del globo, con cortantes esquirlas de sílex”.

Finalmente, consigno también aquí mi agradecimiento a Frank Borman –que a sus 94 años es el exastronauta estadounidense vivo más longevo–, comandante en 1968 del Apolo 8, la primera misión en abandonar la Tierra y orbitar la Luna (consecuentemente, junto a sus compañeros de tripulación Jim Lovel y Bill Anders, es uno de los tres genuinos pioneros de la conquista del espacio), en quien creo haber identificado otro precedente de las reflexiones expuestas en mi conciso apunte, sintetizado todavía más en una sola frase suya: “La exploración es realmente la esencia del espíritu humano”.

Madrid, junio de 2022

 

El primer ’ochomil’: Herzog y Lachenal conquistan el Annapurna (1950)

El nacimiento de la idea alpina

¿Por qué los hombres escalan las montañas? He aquí una pregunta fundamental. Muchas han sido las respuestas, aunque ninguna tan simple y contundente como la que, para argumentar su ambición por subir al Everest, se le ocurrió a George Mallory: “Porque está ahí”. En su lacónica frase, el célebre alpinista inglés, uno de los más grandes de la historia, acertó a condensar el espíritu de exploración de una manera cabal, sin necesidad de recurrir a sobados circunloquios filosóficos, morales o estéticos. “Porque está ahí” es un soberbio epigrama, un prodigio de síntesis que apunta directamente al puro, elemental y a la vez complejo afán de saber por saber, germen de las principales transformaciones que el ser humano ha introducido en el mundo en el que vive.

Pero las montañas son tan viejas como la Tierra. Igual que los mares, siempre se han ofrecido a la mirada inquisitiva de los hombres y, sin embargo, el deseo de penetrarlas y conocer su íntima esencia es tan nuevo que, en cierto modo, anda todavía sacudiéndose el líquido amniótico de encima. Mientras los océanos eran surcados y explorados desde los albores de la historia, hace tan sólo doscientos años las elevadas cimas de los macizos alpinos continuaban inspirando indiferencia o, en su defecto, aprensión y desasosiego. Todavía mediado el siglo XIX aquello que se relacionaba de una u otra manera con el medio alpino en estado salvaje suscitaba reacciones de rechazo. Los escritos de los viajeros de la época que se veían obligados a franquear sus pasos rivalizaban en epítetos, todos desfavorables, a la hora de describir dichas regiones: peligrosas, horribles, infernales, tremendas, aterradoras, abismales, siniestras, detestables, sobrenaturales, fantasmagóricas… Se diría que formaban un compendio de la presumible fealdad de la naturaleza. Tal fue, durante milenios, el sentimiento generalizado hacia las montañas.

El alpinismo, tal y como hoy lo entendemos, constituye una actividad reciente. Tuvo su origen en los Alpes –de ahí el apelativo de quienes lo practican– en el último tercio del siglo XVIII. Lo curioso es que nació fuera de todo contexto social o histórico. Fue el suyo un parto aislado, sin mediar circunstancias desencadenantes, producto de la semilla sembrada por un solo hombre, Horace Bénédict de Saussure, secundado por un selecto grupo de precursores. Como el de todas las grandes hazañas descubridoras, fue también un parto prematuro. Muchos años hubieron de transcurrir antes de que en la misma Europa cobrara fuerza el impulso de seguir las huellas de este apasionado sabio ginebrino, intrépido padre de la criatura.

El mundo mineral de la alta montaña, aventura y fin supremo del alpinista, figura entre las creaciones más notables del planeta. También entre las más estériles e inútiles. Constituye un relieve colosal, caótico y desolado, que nada ofrece para nuestra supervivencia. La roca y el hielo rinden culto a la violencia extrema de las formas, que aquí se erige en reina suprema. Durante siglos y siglos, los habitantes de los altos valles escrutaron el dédalo de sus quebradas líneas sintiéndose intimidados y confusos, escandalizados ante semejante desorden y despilfarro, incluso despechados por su desmesura sobrehumana. El amasijo de cumbres, glaciares y picachos parecía encerrar una perpetua amenaza. Tormentas, ventiscas, avalanchas y desprendimientos eran, a menudo, los heraldos de la devastación, la ruina y la muerte.

Para conjurar su terrible e inexplicable poder el hombre tuvo que recurrir a su imaginación. Nacieron así las montañas de los mitos y las supersticiones, pobladas de dioses y demonios, genios y duendes, amén de una fauna fantástica que nadie había contemplado nunca, pero a la que se hacía responsable de las tragedias y miserias sufridas por sus moradores humanos. Aún hoy, en cada macizo importante, perviven las viejas nomenclaturas; siempre se encuentra en ellos algún monte Maldito, alguna aguja del Diablo o cresta del Infierno para recordarnos que, salvo durante el pequeño paréntesis de los tiempos contemporáneos, las regiones alpinas han estado envueltas en espesos velos de fabulación y misterio favorecidos por su propia inaccesibilidad. Los montañeses, invariablemente, se hacían eco de extrañas historias. ¿Celebraban las brujas sus aquelarres al amparo de las cumbres? ¿Permanecían las ánimas del purgatorio atrapadas entre los hielos? Contempladas las cosas con la óptica actual, nos resulta verdaderamente chocante que en 1726, en pleno siglo de las Luces, el reputado sabio Johann Jakob Scheuchzer publicara en Amsterdam su Itinera Alpina, donde describía –¡con ilustraciones incluidas! – los principales dragones que habitaban los valles de los Alpes.

[…]

El Mont Blanc, inmensa cúpula de nieve que eleva sus 4.808 metros de altura sobre el valle de Chamonix, constituye el techo de Europa. Es, además, una de las montañas más bellas que existen. Perfectamente visible desde la citada localidad francesa, su majestad resulta indiscutible. En el mundo entero sólo hay dos regiones, Alaska y el Karakorum, que puedan presumir de arquitecturas alpinas más señeras y grandiosas que las del macizo del Mont Blanc, tanto por la proporción y armonía de sus glaciares como por la amplitud y los severos desniveles de sus flancos. ¡Qué formidable despliegue de picos, agujas y cresterías y cuántos itinerarios espléndidos por luminosos corredores, esbeltos pilares, airosas aristas de nieve y paredes extraordinarias! Otras montañas son más altas, más vastas también, pero pocas ejercen una soberanía tan manifiesta sobre su entorno inmediato con unas líneas tan soberbias y elegantes como las que la naturaleza ha trazado en el Mont Blanc.

Naturalmente, esta descripción, abundante en lo estético, se ajusta por completo a los cánones actuales, muy alejados de los que imperaban cuando Horace Bénédict de Saussure llegó por primera vez al valle de Chamonix en 1760. De hecho, es a él a quien debemos la conquista de este nuevo concepto en el que la visión timorata de las alturas es sustituida por la del desafío, en el que el rechazo hacia un mundo incomprendido cede su lugar al impulso–-incluso al placer– de descubrirlo. Es precisamente este impulso lo que Saussure nos transmite con sus palabras: “Desde la infancia he sentido la pasión más encendida por las montañas”. En su corazón, Dios sabe cómo y porqué, había prendido la llama de un deseo virgen en los hombres: realizar una ascensión verdaderamente alpina. Pero era éste un sentimiento que no podía confesar abiertamente sin correr el riesgo de que le tomaran por un insensato o un loco. ¡Qué desvarío pretender escalar el Monta Blanc porque sí, por puro capricho! De modo que el joven ginebrino tuvo que recurrir a subterfugios que dieran un sesgo razonable a sus intenciones, como veremos de inmediato…

 

Estos textos pertenecen a la nueva edición de Pioneros de lo imposible: hitos de la exploración contemporánea, que acaba de publicar Alianza Editorial.

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